Cuenta Philippe Lançon cómo, después del atentado de Charlie Hebdo –del que salió gravemente herido– tuvo que acostumbrarse a vivir en un cuarto, ese espacio cerrado de un hospital de donde saldría sólo para introducirse en otro: el quirófano. Un cuarto, o “gramática de habitación”, como él lo llama, pues efectivamente las circunstancias le requerían codificar los acontecimientos de manera diferente, indagar en el significado de las cosas, las sensaciones desconocidas, como si se tratase del aprendizaje de un idioma. La pandemia no es un atentado, pero de alguna forma ha implicado una disolución del sentido equivalente, el desajuste o la completa explosión por los aires de nuestros hábitos y maneras de expresar afecto, comenzando por la distancia física con los seres queridos o por la proximidad impuesta en esos metros compartidos que son nuestras casas cerradas al exterior. Un cuarto y sus nuevas normas; la lejía y el jabón impregnando cada uno de los objetos; nuestra más absoluta incompetencia para encontrar referentes a los que agarrarnos con el objetivo de narrar lo imposible, el vórtice amplio que se desvenda.
Mi madre me pregunta insistentemente, también lo hace algún amigo: cómo estás, de qué manera se vive –se construye– la tragedia al otro lado del océano, pues mi cuarto, a pesar de estar motivado por el mismo virus, es distinto al de ellos, pero quizá similar a otro que perdura: gramática del exilio; de las varias lenguas que hablo ésta es la más difícil de pronunciar. Hace diez años comencé a aprenderla sin darme cuenta de que, tiempo después, mi pericia en la conjugación de unos verbos rebeldes, la distorsión fonética que provoca el mismo silencio, la declinación de un aislamiento que iba abriendo las alas conforme se cerraban las compuertas me habrían de aportar las claves de una supervivencia neutral: estoy bien, siento un extraño sabor en la boca que se repite como cuando retornan en ardores los ecos de una mala digestión. Un cuarto es confinamiento justo cuando el mundo que lo rodea no se parece al anterior vivido, aunque la puerta esté técnicamente abierta.
Era la crisis, esa palabra que ha vuelto de ultratumba para adueñarse de nuestras conversaciones cotidianas aunque nunca se hubiera ido completamente; éramos –o fuimos– un millón de personas las que agarramos las maletas y nos plantamos en otra orilla con la intención descifradora de un náufrago y las pocas herramientas que pudimos lograr para ello: paciencia, lecturas siempre banales en cuanto que no explicaban la originalidad personal del vacío, quizá, el alfabeto raquítico con que comenzar a balbucear la lengua afuera de la conjunción de paredes, llena de trampas y malentendidos. Gramática de las pérdidas que hoy impacta a tantos: no acudir a librerías, ni al teatro, ni al cine –permitido, pero ininteligible en inglés–; Semana Santa, romerías, fiestas de guardar canceladas –o existentes en otro huso horario–; el constante anhelo por las personas ausentes y el aluvión de afecto que arrojaríamos tubería abajo hacia la nostalgia, o compensaríamos malamente en pantallas. El cuarto, que cada vez se hizo más cueva; la incomprensión total del universo recién nacido en el que, de repente, me encontraba inmersa; la soledad del escondite impuesto por los designios históricos. Todo ello, hoy común en tantos rincones del mundo, ha formado mi entrenamiento personal con el que esgrimo bien, todo bien, cuando me preguntan.
Las gramáticas se aprenden. Sin necesidad de manuales o docentes expertos, esa materia dúctil de la que estamos hechos se amolda y va acomodándose al nuevo hábitat como un camaleón que aún conservase la memoria de sus tonalidades anteriores. Así, ya vamos echando raíces en la emergencia; nos hemos acostumbrado a rociar con desinfectante las compras del supermercado y hasta la propia ropa, los zapatos; algunos, los afortunados con balcón, han añadido una tonada de aplausos a sus embrionarias rutinas, no exclusivamente para homenajear a los sanitarios y al personal de limpieza sino, sobre todo, para domesticar un tiempo que se ha vuelto viscoso y pesado, para contradecir al silencio y ritualizar su pertenencia a un grupo social más amplio que ellos mismos y sus compañeros de… cuarto. Hemos marcado conversaciones virtuales en nuestros calendarios y nuevas pautas –de teletrabajo, de teleamor– con las que el idioma desconocido va poco a poco tendiéndonos su mano aséptica. No nos gusta su cadencia y, aún torpes, cometemos faltas de ortografía, pero somos los principiantes que logran sobrevivir con las nociones básicas sobre las que se eleva el resto del edificio. Así se empieza a no querer morir, también a aceptar lo que nos robaron.
Quizá lo más difícil de este nuevo aprendizaje sean el tiempo y el cuerpo insólitos. Olga Tokarczuk, en su maravillosa novela Los errantes, elabora un tratado de ambos. El primero, atacado por múltiples viajes, recorridos en mapas impracticables en cuanto que atraviesan varias épocas, es caprichoso: jetlags, cortes bruscos cuando una se mueve hacia al oeste. Sea por cuenta del exilio o el encierro pandémico, los relojes se han trastabillado tanto que sus múltiples marcadores son apenas significantes vacíos: horas, semanas, ¿qué nos quieren decir? Y si dicen poco o enmudecen es porque los cuerpos tampoco son los mismos. Recuerdo los kilos que perdí nada más aterrizar en esta orilla, nunca recuperados; mi alimentación deficitaria por culpa de los ingredientes que sigo sin encontrar; la total desaparición de una anatomía que se cobijaba de un frío helador jamás sentido antes. Las mudanzas en la libido atestiguaban también ese desgarro que supone la inmigración. Ahora, en el enrejado impuesto por la emergencia sanitaria, una cautela carcelaria nos priva de movimiento, arrebata el deporte y el sol que regulan los mecanismos de un cuerpo empeñado en latir, nadie se besa ni se abraza: el peligro de contagio se asemeja al de la extranjería cuando somos todos presas e inoculadores del miedo.
Una pandemia no es un atentado, tampoco un exilio, pero en los momentos más macabros de la historia, cuando se producen deflagraciones del sentido, sus correspondencias nos ayudan a tejer las virutas con las que empezar a construir esa nueva gramática, primer paso hacia la fábula que nos permita salir a flote.