La escritora argentina Samanta Schweblin presentó su nuevo libro en la librería Alberti de Madrid.
Hasta dónde llegará, podrá llegar, este invento que venimos llamando sociedad global, esta sociedad híper tecnologizada. Hasta dónde llegará esta deriva que arrastra al planeta, para bien y para mal y sin billete de vuelta (en algunos casos, hacia el absurdo suicida). Necesitamos “libros que nos inquieten”, dijo la librera Lola Larumbe; “libros que nos hieran”, apuntó como variable el escritor Luisgé Martín. Se referían ambos a Kentukis (Literatura Random House), la nueva novela de la escritora argentina Samanta Schweblin (1978), que anda presentando estos días en Madrid y que en la tarde del martes 23 de octubre mantuvo un encuentro con amigos y lectores en la librería Alberti. Libros que inquieten: el libro de Schweblin ha inquietado ya a bastante gente nada más salir a la calle; la afluencia de lectores españoles y latinoamericanos en la Alberti dio fe de ello.
Schweblin ha escrito y no ha escrito una novela “sobre tecnología”. Va sobre eso, a priori, porque el leit motiv de su historia es un artefacto –inocente y diabólico, sencillo y horrendo–; pero el artefacto es lo de menos: “No me interesa la tecnología sino qué nos pasa con la tecnología”, dijo al comienzo de su diálogo con Martín. “Porque creo que todavía no tenemos muy claros los límites de todas estas tecnologías. Los límites morales, éticos: dónde empieza mi intimidad, la tuya… todavía no las pensamos en realidad”.
Un kentuki es, a la postre, “una conexión entre dos personas”, resumió. Pero una conexión que conecta de manera harto arbitraria, o unidireccional: un kentuki es, en esencia, un muñeco, un peluche con forma de animal, cuyas tripas conforman un dispositivo conectado a una red (sólo “un cruce entre un peluche y un móvil de los que pueda haber hoy en día”), y cuyos ojos son una cámara.
La cuestión –el fenómeno social o negocio– que Schweblin imagina no es descabellado ni resulta ya, a estas alturas, sorprendente: tal dispositivo conecta a dos o más personas del planeta en una relación de observador y observado, voyeur y objeto. El voyeur ha pagado por la conexión, y la conexión con el muñeco, o kentuki, le permitirá entrar en la intimidad de una persona aleatoria en cualquier lugar del planeta. Es decir, que existe la voluntad de una parte de mirar, y también la voluntad, el deseo correspondido, de otra persona por ser mirada por alguien de cuya identidad no tiene la más remota idea. Una suerte de Gran hermano con sólo dos elementos implicados.
Por eso, insistió Martín, “no es un libro sobre tecnología. De lo que habla es de la intimidad, de la capacidad perturbadora de mirar a los demás por el ojo de una cerradura”. “Ser kentuki es mirar”, añadió Schweblin: “Si ser anónimo en las redes era la máxima libertad del usuario, cómo se sentiría entonces ser anónimo en la vida del otro”.
Ser anónimo en la vida del otro
No es un libro sobre tecnología, no, sino, quizás, un libro sobre los resortes que operan en el ser humano contemporáneo para que exista esta necesidad, cada vez mayor (perturbadora) de hurgar en la intimidad del otro. ¿Qué es lo que nos pasa; qué sucede en la psique de los seres humanos (algunos: ¿cuántos podrían ser; cuántos se harían con un juguete como éste, si existiera?) para que esto sea posible? El impulso del voyeur es viejo como la humanidad; ¿también esta necesidad egoica, infantil, de que la mirada del otro (de un otro absolutamente anónimo, de cuya opinión sobre nosotros no podemos tener idea) nos justifique, nos complete de alguna manera, nos haga sentir que existimos? ¿Qué clase de masturbación pasiva es ésta, la de estar dispuesto a dejar entrar la mirada de cualquiera (cualquiera) en la intimidad propia? ¿Por qué? ¿Para qué? (¿Nadie tiene ya suficiente con hurgar y masturbarse con su propia intimidad, sin resolver en casi ningún caso, por lo demás?)
Desde luego el libro de Schweblin tiene que ver directamente con el ser humano, y no tanto con el artefacto que da título a la novela. Algún lector le preguntó si se consideraba una humanista: “Tengo un deseo muy fuerte de conectar con el lector; para que a mí me cure y a vos te sirva. La literatura es una suerte de exorcismo. Si hay una emoción que te duele, en la literatura hay un juego que te permite detectarla y ponerla en un circuito emocional, que puede ser un cuento, y que te permite deshacerte de ella… Quizá para el lector también pueda ser curativo si le hace entender esa emoción, desenroscarla de alguna forma… Esa coincidencia o acuerdo sentimental que puede haber en un libro”.
Respecto a los retos que este libro le planteó, Schweblin explicó lo curioso que le resulta que una novela que incluya inventos tecnológicos como la suya pase a ser automáticamente “un libro sobre tecnología, o ciencia ficción… Qué le pasa a la literatura con la tecnología, si ya la tenemos naturalizada en nuestras vidas”. Porque, de nuevo, la argentina “no quería hablar de tecnología en ningún caso”, y a ello se dedicó para centrarse en lo que le interesaba: lo humano, lo íntimo.
“El otro esfuerzo”, dijo, fue el de evitar cierta “trampa” que acecha con estos temas: “quizá porque tenemos tanto miedo a lo tecnológico, porque no lo conocemos y nos resulta amenazante”, resulta en muchos casos tentador poner rumbo hacia los grandes finales apocalípticos, “la explosión, la crisis mundial…”. Pero Schweblin quería que Kentukis fuera “una historia sobre nosotros, sobre nuestra intimidad y cómo nos conectamos los unos con los otros…. Sobre la soledad, sobre el amor”, al cabo.
Tiene todo el sentido esto: porque esa necesidad de mirar o ser mirados sólo puede obedecer, a la postre, al anhelo por el encuentro con el otro, el que haya más allá de nosotros mismos. Aun llegando al absurdo de que sea alguien a miles de kilómetros con quien ni siquiera podemos tener una conversación; sólo mirándoles o dejando que nos miren. Siendo “anónimos en la vida del otro”.
Pero quizás es que aún somos todos anónimos para nosotros mismos, en nuestras propias vidas, y de ahí esa huida hacia la intimidad de los otros, este delirante gran hermano. (Una cámara que nos revelara nuestra propia intimidad a nosotros mismos es lo que realmente resultaría una innovación revolucionaria). Mientras tanto, y como profetizó el brujo Leonard Cohen, “el hombre y la mujer desnudos / son un deslumbrante artefacto del pasado”. Cada vez para más gente.