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22/04/2020

 

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Los que están: la familia más allá de las definiciones

“Grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas”, dicta la primera acepción que ofrece la Real Academia del concepto de familia. Se queda corta, la familia es algo más que el vivir juntas. La segunda acepción parece apreciar este matiz y señala que se trata del “conjunto de ascendientes, descendientes, colaterales y afines de un linaje”. Pero, una vez más, resulta demasiado exigua. La familia va más allá del hecho de pertenecer a un linaje y, sobre todo, más allá de la idea de un árbol genealógico cuyos miembros están unidos por lazos de sangre. Ni el compartir vivienda ni la sangre constituyen necesariamente una familia. La RAE propone otras ocho acepciones, que aluden a los hijos, a las órdenes religiosas, al enjambre de abejas e, incluso, “al conjunto de esclavos de uno”. Ninguna de estas definiciones alude a una idea de familia que trascienda los vínculos sanguíneos o cualquier forma de acreditación burocrática; de una: la familia entendida como una comunidad de afectos. La cuarta acepción, en realidad, parecería aludir a esto “Conjunto de personas que comparten alguna condición, opinión o tendencia”, pero, una vez más, se queda lejos de la realidad, pues deja fuera la complejidad de las relaciones, esa complejidad que nace de la discrepancia y la diferencia.

Dice el refranero que los amigos son la familia que uno elige y algo de cierto hay. Pero lo verdaderamente certero del refrán es esa alusión a lo familiar más allá de la consanguineidad, del papeleo e, incluso, de los posibles parecidos. Y es que, si de algo nos damos cuenta en estos días de aislamiento es que faltan los abrazos, pero también los roces cotidianos, las discusiones de sobremesa, los enfados que terminan en risas o las disputas que, por muy absurdas que sean, siempre se repiten.

 

Aunque pueda parecer paradójico, es precisamente ese otro lado, el de la confrontación, el de las disputas e, incluso, el de la incomprensión el que hace más fuerte el lado protector de la esfera familiar.

Nathaniel, el protagonista de E. T. A. Hoffmann, no solo no ha superado la muerte de su padre, sino que revive todavía con miedo el cuento que su niñera le contaba cuando era pequeño. El relato lo protagonizaba el hombre de arena que arrancaba los ojos de los niños echándoles montones de arena para luego ofrecérselos a sus hijos como alimento. La infancia de Nathaniel está marcada por el irracional miedo al hombre de arena, por un terror que todavía impregna sus recuerdos. Es a partir de este relato que Sigmund Freud teorizó acerca de la conexión entre lo familiar y lo siniestro. Freud observaba este vínculo a través de los términos alemanes de Heimlich y Unheimlich, y no solo observa de qué manera lo llamado “siniestro” es aquello que no resulta familiar de ahí el prefijo “Un”, sino también cómo éste aparece dentro del contexto familiar o, mejor dicho, dentro del nido familiar. De esta manera, el nido se convierte en un lugar de protección, pero también de miedos; en un lugar en el que sentirse acogido, pero también en el lugar del que uno quiere marchar. Más allá de la contundencia de un término como “siniestro”, lo cierto es que nuestro mundo de los afectos está muy lejos de ser idílico y, de hecho, si algo caracteriza la familia, entendida en el sentido más amplio posible, es precisamente el ser un espacio de caluroso acogimiento y, a la vez, de fricciones, un espacio de coparticipación, pero también de confrontación y división. Y, aunque pueda parecer paradójico, es precisamente ese otro lado, el de la confrontación, el de las disputas e, incluso, el de la incomprensión el que hace más fuerte el lado protector de la esfera familiar.

De la misma manera que hay que desconfiar de esas supuestas parejas que nunca discuten, no es posible entender las relaciones de afecto sin esos roces, más o menos grandes; porque el roce, como la disputa, nace de compartir vivencias, experiencias, ideas, modos de ser y de actuar. Es fácil evitar las fricciones cuando no se comparte nada; por el contrario, cuando se comparte tanto es cuando aparecen realmente esos roces que, como dice el refranero en su vertiente más cursi, “hacen el cariño”. Y es precisamente de todas estas complejidades de las que nos hablan algunos de los libros publicados recientemente y que, desde la primera persona, siendo más o menos fieles a las propias vivencias, se adentran en ese mundo de los afectos para no solo interrogarse sobre los lazos familiares, sino también para encontrar el valor de esos lazos y el afecto que los mantenía unidos en las diferencias, en las incomprensiones, en los silencios, en esas distancias obligadas para darse cuenta de cuán se necesita al otro. La pregunta que se plantea Galder Reguera en Libro de familia sobre qué es un padre abre una reflexión precisamente en torno al campo de los afectos más allá de la consanguineidad. Si bien, apunta Reguera, el elemento biológico no se puede obviar, el padre es aquel que está ahí, aquel que acompaña al hijo en su día a día. Y lo mismo podríamos decir de la madre, el primo, el amigo de infancia o el compañero de estudios… Es decir, lo mismo podríamos decir de todo aquel al que consideramos familia: es el que está. Desde este obligado confinamiento, la morriña por los que están, pero con los que no se puede compartir espacio ni experiencias, es inevitable. Y esta añoranza es la que nos hace dotar de valor a las relaciones, que muchas veces la falta de tiempo no nos permite cuidar. Nos hace dar sentido a los momentos malos, a la complejidad de toda relación que aspire a ser algo más que un mero intercambio de palabras obligadas. Y, sobre todo, nos hace reconsiderar lo que significa la palabra “familia”, darnos cuenta de que nuestro mundo de los afectos va mucho más allá del compartir piso, vínculos sanguíneos o documento alguno. Y sí, echamos de menos los abrazos, pero también los piques, las riñas, las disputas… Todo ese compartir desde la diferencia, todo ese intercambio de mundos, ideas y experiencias que nos separan para unirnos todavía más.

 

Lecturas relacionadas

 

Libro de familia, de Galder Reguera (Seix Barral)

Las estrellas, de Paula Vázquez (Tránsito)

No contar todo, de Emiliano Monge (Literatura Random House)

Novela familiar, de John Lanchester. Traducción: Aleix Montoto (Anagrama)

Canciones de amor a quemarropa, de Nickolas Butler. Marta Alcaraz Burgueño (Libros del Asteroide)

 

Léxico familiar, de Natalia Ginzburg. Traducción: Mercedes Corral (Lumen)

A corazón abierto, de Elvira Lindo (Seix Barral)

El club de los mentirosos, de Mary Karr. Traducción: Regina López Múñoz (Periférica & Errata Naturae)

La hija de la amante, de Amy M. Homes. Traducción: Jaime Zulaika Goicoechea (Anagrama)

Cuatro amigos, de David Trueba (Anagrama)

 

Mi abuelo, de Valérie Mréjen. Traducción: Sonia Hernández Ortega (Periférica)

Arde tu casa, Dan Marshall. Traducción: Jorge Cascante (Blackie Books)

La otra hija, de Annie Ernaux. Traducción: Francisca Romeral Rosel (Krk Ediciones)

Las correcciones, de Jonathan Franzen. Traducción: Ramón Buenaventura Sánchez (Salamandra)

No entres dócilmente en esa noche quieta, de Ricardo Menéndez Salmón (Seix Barral)

 

Las hermanas, de Stefan Zweig (Acantilado)

Nobles y rebeldes, de Jessica Mitford (Libros del Asteroide)

Vaciar los armarios, de Rodolfo Notivol (Xordica)

La ciudad en el espejo, de Mirko Kovac (Minúscula)

La buena reputación, de Ignacio Martínez de Pisón (Seix Barral)

 

 

Por  Anna Maria Iglesia

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