Cristina De Stefano publica El niño es el maestro. Vida de Maria Montessori (Lumen), una biografía de la pedagoga italiana.
No fue fácil convertirse en “la mujer más interesante de Europa” durante la primera década del siglo XX en la que los techos de cristal, algunos todavía por romper, nadie había osado ni tan siquiera rasgar. Maria Montessori, de cuyo nacimiento se cumplen 150 años, desde muy joven tuvo claro que ella no había nacido para responder a las expectativas sociales y morales que la sociedad italiana de finales del XIX depositaba sobre las mujeres. No, ella no había llegado al mundo para casarse y tener hijos, ella quería estudiar y así lo hizo: con dieciséis años ingresó en la Escuela Técnica, rompiendo esa ley no escrita según la cual aquella institución era solo apta para chicos. Quería ser ingeniera, pero a los dieciocho años cambió de idea y optó por la medicina, siendo la única mujer de su promoción y la primera en obtener el título en toda Italia. Decidió especializarse en psiquiatría y, posteriormente, estudiar antropología para, finalmente, doctorarse en filosofía. Pese a que, al inicio, tuvo que enfrentarse a la oposición de su padre, quien, con el tiempo, orgulloso de su hija, comenzó a recortar todos los artículos que le dedicaban los periódicos, Montessori siempre tuvo el apoyo incondicional de su madre, una mujer extremadamente inteligente que no quería que su hija asumiera esas renuncias que a ella no le había quedado más remedio que aceptar. Pero sabía su madre, como pronto lo descubriría con gran sufrimiento la propia Maria, que la fidelidad a unos principios considerados inquebrantables puede conllevar las más dolorosas renuncias. Así fue para la todavía joven Montessori, que se había jurado a sí misma que no se casaría, cuando quedó embarazada de quien fue su gran amor, Giuseppe Montesano, jefe de servicio del manicomio de Roma, donde ella descubrirá la realidad de los niños oligofrénicos, punto de partida de los estudios de didáctica que darán forma al llamado “método Montessori”.
Ella, que, como sostendría a lo largo de una conferencia en Milán, estaba convencida de que “la mujer del futuro se casará y tendrá hijos por elección libre, no porque le impongan el matrimonio y la maternidad”, no había elegido ser la madre de Mario. El pequeño había llegado inesperadamente. Maria era consciente de la reprobación pública de la que sería víctima si se sabía no solo que había sido madre soltera, sino, y sobre todo, que había decidido dar al pequeño en custodia a una familia, decisión que tomó su madre, quien no quería que por ningún motivo su hija sacrificara su carrera. Aquel niño debía desaparecer, nadie debía saber nada de él. Sin embargo, durante los primeros años de vida de Mario, Maria fue a visitarlo, lo observaba de lejos, le dejaba algún regalo en el jardín, pero siempre en la distancia, sin intercambiar palabra alguna. Cuando Montesano se casó y se hizo cargo del niño, Maria dejó de tener información del pequeño, aquellas visitas a escondidas se acabaron. Solamente muchas décadas más tarde, se reencontrará con Mario, que la hará abuela y que se convertirá en el principal divulgador de su método.
Sola, alejada de su hijo de pocos años, Maria continúa adelante. Se aferra a su fe cristiana y, como señala su biógrafa Cristina De Stefano, a la convicción de que “Dios le había confiado una misión”. Su fe convivía con su militancia feminista, aunque en 1908 decide dejarla en un segundo plano, dedicándose exclusivamente a los niños, consciente de que, si se quiere cambiar la sociedad, empezando por una transformación del papel destinado a la mujer, es necesario repensar la educación y concebir a los niños como el primer eslabón de toda revolución.
Édouard Séguin: El precursor
Espantada ante las condiciones de vida de los niños oligofrénicos residentes en el manicomio de Roma y convencida de que debía haber una manera distinta de interrelacionarse con aquellos pequeños, Maria Montessori pasa horas en la biblioteca, leyendo todos los estudios realizados en torno a ese tipo de pacientes. Fue así como descubre la figura de Édouard Séguin, un francés que medio siglo antes había intentado reformar los métodos educativos y plantear nuevas fórmulas educativas para la inserción social de los niños oligofrénicos. La inmediata oposición que Séguin encontró en su país por parte de la jerarquía médica, tan conservadora como temerosa de ser cuestionada por un “advenedizo”, obligó a Séguin a exiliarse a Estados Unidos, donde tuvo mayor fortuna. Séguin había estudiado Derecho, la medicina y la educación no estaban entre sus intereses, sin embargo, la necesidad urgente de encontrar trabajo hizo que, nada más licenciarse, aceptara el puesto de ayudante del médico Jean Marc Gaspard Itard, cuya fama le había llegado tras haber intentado educar al llamado “salvaje de Aveyron”: un niño que había sido encontrado en el bosque donde había transcurrido gran parte de su vida. No hablaba, no miraba a los ojos, dormía en el suelo… Itard se hizo cargo de este niño, al que llamó Victor. Quería educarlo, insertarlo en la sociedad. Para ello, cuenta De Stefano, ideó un método basado en la observación del niño, que pasaba los días mirando por la ventana, como si añorara aquel bosque que había sido su hogar. Itard lo acompaña siempre, sin imposición alguna, deja que sea el niño quien, poco a poco, se vaya adaptando al nuevo entorno y así comienzan a llegar los primeros logros. La conducta de Víctor comienza a cambiar; es entonces cuando Itard le plantea una serie de ejercicios para hacerle desarrollar el sentido del tacto, para enseñarle a diferenciar las formas geométricas, para mejorar su coordinación… Funcionan, sí, pero Itard se da cuenta de que no puede ir mucho más allá. El niño es incapaz de aprender a leer y a escribir. El médico, que, finalmente, decide ingresar a Víctor en el instituto de sordomudos de París, se siente fracasado, pero aquella experiencia suya es la base sobre las que se asientan las teorías de Séguin. Itard, ya mayor, transmitirá al joven abogado toda su experiencia que, impresionado, decide seguir sus pasos, dejando el derecho de lado. Decide elaborar “una educación completa, una cosa sistémica que comience con el adiestramiento de los sentidos para abarcar luego el desarrollo de las ideas y conceptos abstractos”. Para obtener este fin, “inventa muchos materiales: unos bloques para orientar los pies en los primeros pasos, una mesa inclinada para aprender a levantarse y sentarse, una serie de cuerdas y pelotas para educar el movimiento de los brazos”. Séguin está convencido de que “moverse entre tantas dificultades es pensar”, y pensar es precisamente lo que hay que enseñar a los niños: el control del cuerpo es la primera fase, luego viene el desarrollo del tacto y las habilidades manuales para finalmente llegar al momento de la escritura, es decir, el momento en que el niño sea capaz de asociar palabra oral, palabra escrita y objeto al que se alude. Rechazado por la clase médica francesa, Séguin decide exiliarse a Estados Unidos, donde se licencia en medicina y abre escuelas especiales dirigidas a los niños oligofrénicos, transformando radicalmente los métodos educativos destinados a estos pequeños, pero introduciendo también elementos clave para una nueva concepción de la enseñanza infantil.
Maria Montessori: el giro definitivo hacia la educación moderna
Todo comenzó en 1907, en el barrio popular de San Lorenzo. Algunos llegaron a hablar, incluso, de milagro, pero lo cierto es que lo que sucedió en La Casa de los Niños es que, por primera vez, Maria comenzó a poner en práctica todas sus ideas educativas, basadas ante todo en el respeto al niño, en el respeto a su cuerpo y libertad de movimiento, y en el afecto como lazo de unión esencial en todo proceso educativo. Tomó algunos de los ejercicios de Séguin, como por ejemplo el del silencio, e incorporó otros nuevos. La finalidad era acabar con esa enseñanza severa que obligaba a los pequeños a estar quietos en sus sillas bajo la amenaza constante de una posible reprimenda. Se acabó con la rigidez, el miedo y los gritos y se instauró un clima de empatía y, sobre todo, de libertad. Maria Montessori estaba convencida, como lo están muchos pedagogos actualmente -por ejemplo, en las escuelas Waldorf-, de que el niño aprende sin que sea necesaria la intervención constante del adulto, aprende interrelacionándose con el entorno y con los otros, experimentando por sí solo, probando y equivocándose… Los “errores” ya no se castigan y los castigos son eliminados, así como los premios. Como hizo Séguin, Montessori no se limitó a trazar unas nuevas líneas educativas, sino que se preocupó del material didáctico, diseñando toda una serie de juegos que, en línea con lo que había hecho en su momento el médico francés, permitía el desarrollo de los distintos sentidos del niño, empezando por el táctil. El llamado “milagro de San Lorenzo” empezó pronto a despertar el interés de muchos, tanto en Italia como en el extranjero. Maria patentó su método como “Montessori” y el debate sobre su puesta en práctica en las escuelas públicas de Italia no tardó en llegar. El interés que despertó en muchos estuvo contrarrestado por la actitud cerrada de sus detractores, aferrados a unas ideas y a unos métodos a los que no estaban dispuestos a renunciar.
Se dice que nadie es profeta en su tierra. Lo sabía bien Séguin y Maria Montessori terminó por comprobar que poco o nada había de falso en el dicho popular. Tuvo que dejar San Lorenzo y, si bien pudo inaugurar otros centros, no le era fácil abrirse paso ante la oposición de toda la jerarquía de pedagogos y docentes que criticaban la ausencia de disciplina y mano dura de su método. Sin embargo, sus enemigos no podían impedir que la fama de Montessori trascendiera, que comenzaran a llegar a Roma estudiantes interesados por su método y que comenzaran a publicarse artículos, primero, en publicaciones especializadas y, posteriormente, en la prensa diaria. Fue el creciente interés por una nueva manera de entender la enseñanza y, sobre todo, la posibilidad de hacer negocio abriendo escuelas que respondieran al “método Montessori” lo que hizo que el empresario Samuel McClure viajara a Roma y le propusiera a Maria abrir varias Casas para Niños en Estados Unidos, además de pagarle una gira por todo Norteamérica para que, a través de conferencias, encuentros y entrevistas, su método educativo se popularizara. A pesar de la tensión entre ellos -Maria era famosa por ser una mujer complicada, de mucho carácter- la gira es un éxito. De pronto, se convierte en una mujer de fama internacional, que viaja por Europa, por Francia y Austria, donde entra en contacto con el psicoanálisis, y por España, deteniéndose en Barcelona, donde sus teorías son particularmente bien acogidas, que regresa hasta tres veces a Estados Unidos, que da conferencias aquí y allá y organiza cursos para futuras educadoras. En los años veinte, es la italiana más conocida internacionalmente; en su país ha conseguido abrir más de un colegio, aunque desde el campo pedagógico siguen mostrándole mucha animadversión, hasta el punto de cuestionar la originalidad de sus planteamientos, subrayando su enorme deuda con los maestros franceses. Asimismo, en 1929, en una encíclica, Pio XI criticará “a los innovadores de la institución escolar, acusándolos de naturalismo pedagógico”. En este contexto, Maria encontrará el apoyo en Benito Mussolini, que, tras subir al poder, se interesó por el trabajo realizado por la pedagoga en cuanto veía que favorecía la enseñanza temprana de la escritura y la lectura y, con ello, la posibilidad de un precoz adoctrinamiento ideológico.
Si bien es cierto que, como ella misma afirmaría, la política nunca le interesó y nunca quiso que se mezclara con su trabajo con los niños, Maria mantuvo una relación bastante cercana con el dictador fascista a lo largo de una década, durante la cual el Duce quiere implantar el método Montessori en el sistema educativo italiano. Por esto, se crea Opera Montessori, un organismo cuya finalidad era la implantación del método, que requiere muchas concesiones por parte de la pedagoga al régimen, empezando por la inclusión de la asignatura “cultura fascista” al plan de estudio o por “conectar los principios del método Montessori con las directrices del régimen fascista”. Es difícil decir hasta qué punto Maria comulgó con los principios fascistas; de lo que no hay duda es que, convencida o no, los suscribió en parte para dar salida a su ideal educativo. Sus enemigos, molestos por ese trato de favor gubernamental, difunden la idea de que tanto ella como sus colaboradores no comparten los principios del fascismo. Es por esto que algunos de ellos son despedidos, que se pide la renovación de todo el personal y que se aparta a Maria de toda toma de decisión. Ante esta situación, su relación con el fascismo se rompe definitivamente: podía hacer concesiones, pero nunca dejar de tener el control sobre sus colegios y su método.
Tras una larga estancia en la India, país donde se refugió con su hijo y sus nietos, escapando del régimen fascista que nunca le perdonó su “traición”, fallece en Noordwijk, Países Bajos, en 1954. En los últimos años, ya mayor, es su hijo quien toma el relevo de su madre y se dedica principalmente a divulgar el método Montessori, que es implantando cada vez más en los colegios de todo el mundo.