Los tres poetas y amigos se reunieron ayer en la Librería Alberti para compartir recuerdos y una forma afín de abordar la poesía.
Era tarde de Encuentros en la Alberti, otra tarde de celebración de sus más de cuarenta años como plaza cómplice de la comunidad librera, pero esta vez cabría más hablar de reencuentro, de reunión de viejos amigos. Unos, compañeros desde hace décadas en el camino poético; otros, veteranos testigos de la andadura de aquéllos –los lectores, que abarrotaron la librería a pesar de la tarde hostil de enero–.
La poesía puede ser muchas cosas, pero sobre todo es, quizá, el territorio en que la memoria dialoga consigo misma para trazar el mapa de su propia sombra, y de su propio anhelo. Mapas que muchas veces pueden ser comunes, converger felizmente con el de otros aprendices en la misma disciplina. El poeta catalán Joan Margarit (Lérida, 1938) es amigo desde hace años de los poetas granadinos Luis García Montero (1958) y Antonio Jiménez Millán (1954). Pero antes de ser amigos fueron cómplices en la distancia: a pesar de ser mayor, Margarit se sintió no sólo parte de esa forma de abordar la poesía llamada de la experiencia, sino que la recibió como un “soplo de aire fresco” que lo espoleó, dijo, a vislumbrar otros senderos para él inéditos hasta entonces.
No es frecuente escuchar a un poeta (un poeta ya veterano y sancionado por crítica y lectores) reconocer con tal honestidad sin complejos su deuda literaria con una generación más joven. Margarit, que gasta un temperamento jovial y sin trampas, mezcla de buen talante y poca paciencia para con lo que considera filfa, no tuvo reparo en reconocer que fue esencial para él la influencia de sus “nuevos amigos” más jóvenes a la hora de tirar del carro itinerante de su poesía; lastrado durante demasiados años, reconoció también, por el barro de no escribir en su idioma materno, el catalán. Porque Margarit recibió desde siempre la consigna de hablar “en cristiano” por parte de curas, maestros y guardia civil.
«Permítame usted que ponga mi recuerdo como lo mejor que tengo para explicarme lo que sucedió».
La memoria converge, como siempre, en los últimos tres libros publicados de estos autores. Y Margarit, que dio a la luz hace poco Para tener casa hay que ganar la guerra (Austral), comenzó la tertulia –(in)moderada por el también amigo y cómplice Jesús Ruiz Mantilla, periodista de El País– por una declaración de principios que aclaraba el camino de hojarasca: tiene, dijo, la intuición de que “si uno recuerda una cosa es por algo”; algo que aún quiere hablar. “Decidí que lo importante es lo que recordaba… Porque siempre ha habido una especie de tendencia contra el recuerdo; mucha gente que lo primero que te dice es que el recuerdo se falsea. Y dices ‘bueno, ya empezamos’… Sí, el recuerdo se falsea, pero el no recuerdo se falsea mucho más. Por tanto, permítame usted que ponga mi recuerdo como lo mejor que tengo para explicarme lo que sucedió”.
Preguntado por Ruiz Mantilla sobre su entrada en el lenguaje, el poeta catalán respondió –refractario siempre a las solemnidades, iconoclasta espléndido de sí mismo– que en realidad el aprender a leer y escribir no le pareció entonces algo “tan trascendente”. En su opinión, el aprendizaje trata demasiadas veces de reconocer lo que uno ya lleva dentro (quizás como se escribe un poema; escuchando lo que ya está escrito en algún sitio de uno mismo). “Como en casi todas las cosas hay mucha comedia” respecto a ese tema. “A lo que se dedica uno es a saber lo que sabe. Yo iba poniendo nombre a las cosas que estaban dentro de mí… Pero sin mucha comedia” (comedia, para Margarit, es traducible como trascendencia). Tampoco le gusta a Margarit añadir mucha comedia a su infancia de posguerra: se podía ser relativamente “feliz”, dijo, siempre y cuando no se cayera en la envidia (“si el vecino tiene una bicicleta ya empezamos”) y “no te pegaran y te dieran de comer”.
El leridano cometió, dijo, “el gran error de veinte años” de escribir poesía en castellano simplemente porque la cultura en que habitaba lo impuso así. “Esto te hace quedarte encerrado, y en éxitos ficticios, como que Camilo José Cela dijera que yo era un surrealista metafísico”, en el prólogo de su primer libro. Hace falta mucho tiempo a veces para encontrar la verdad propia, la verdadera voz poética. Al hilo de esto, García Montero –que acaba de ver editada su Poesía completa (Austral)– dijo que “la honestidad es lo más importante para un creador”. Encontrar “la propia verdad sin dejarte llevar por modas”, sino “por lo que verdaderamente te emociona”.
La sentimentalidad colectiva
Había afinidad estética y sentimental en estos tres amigos, que por eso lo fueron. Jiménez Millán recuerda en su último libro, Biología, Historia (Visor), cierta tienda de música, ubicada en la calle Reyes Católicos de Granada, llamada Montero, cuyo escaparate le fascinaba. Era la tienda del abuelo de Luis García Montero. Las calles, la vida de la gente entre las calles y las casas, la construcción de la sentimentalidad colectiva a través del imaginario urbano, es algo presente en estos tres escritores, entre otras cosas porque –recordó Montero– hacer ejercicio de memoria “es un combate” contra las corrientes políticas y económicas que tratan de “borrar la experiencia histórica” de los lugares, eso que “hace mercancía del tiempo, porque todo es de usar y tirar”. Para Jiménez Millán no se trataría de caer en la poesía panfletaria, sino de encauzar una reflexión, “formular una serie de temores y dudas” que acechan al individuo, en tanto individuo y parte indisoluble de una comunidad.
Y, para Margarit, escribir un poema es tantear “los bordes”, la frontera de ese territorio propio de la mesa y la conciencia sobre las que se escribe. “Porque en el centro de la mesa no hay riesgo; y cada poeta debe averiguar cuál es su precipicio, el riesgo que puede correr. El mío es el ridículo. Si sostengo el poema en alto, se aguanta; pero otros caen”.
Hay que escribir con coraje, en suma. Ese es el título del poema que Margarit leyó (del libro Un asombroso invierno), abriendo el fuego de la última parte de la tertulia. El coraje de tratar de recordar las cosas como fueron, o al menos con la emoción intacta con que uno las vivió.
Su abuela:
“…Fue ella quien me enseñó que el amor es
claridad y dureza al mismo tiempo,
que sin coraje nadie puede amar.
No era literatura: no sabía leer”.