Anne Plantagenet publica La única (Alba), una biografía de la actriz española exiliada en Francia, María Casares
Dice el -cruel- dicho que nadie es profeta en su tierra. Y bien lo sabía María Casares, que, durante muchos años, fue una gran desconocida en el país en el que nació y del que tuvo que huir con tan solo catorce años en noviembre de 1936. Había nacido en La Coruña el 21 de noviembre de 1922, aunque siendo todavía niña abandonó su Galicia natal para trasladarse a Madrid, siguiendo los pasos de su padre, Santiago Casares Quiroga, que se haría cargo de distintas carteras durante el gobierno de Manuel Azaña, de quien era íntimo amigo. Cada verano, regresaba a La Coruña por vacaciones, pero tras el golpe de julio de 1936 ya no fue posible. Mientras Casares Quiroga, hasta entonces presidente del Consejo de Ministros, se refugiaba en Guadarrama, desde donde organizaría la huida de su familia de España, en Madrid, Gloria Pérez, su mujer, y Vitoliña, como llamaban cariñosamente a María, ayudaban en el Hospital Oftalmológico, donde eran trasladados los milicianos heridos. La joven pasó tres meses en el Oftalmológico, durante los cuales “puso a prueba todos sus sentidos. Saboreó la injusticia, la rebelión, el horror, pero también la compasión, la franca camaradería, la solidaridad, la fraternidad, la amistad viril, libre y púdica”, cuenta Anne Plantagenet, quien describe la desolación de madre e hija a la hora de subir al tren en Barcelona en dirección a París. Casares Quiroga no quería que Vitoliña “malgastara su tiempo de estudio”. Además, estaba convencido de que sería algo temporal, pronto podrían regresar a España, pues la sublevación no tardaría en ser sofocada. Gloria y Vitoliña sabían que no era así: ese era un viaje sin retorno. Y no se equivocaban.
Era todavía una adolescente, pero a Vitoliña no se la engañaba fácilmente. Tan consciente era de su exilio como de que Enrique, el joven andaluz de dieciocho años que viajaba con ella a París y que se hacía pasar por su hermano mayor, era en realidad el último amante de su madre. No era un secreto, su padre lo sabía, pues Gloria nunca se había escondido, ni tan siquiera en la provinciana y conservadora La Coruña, donde disfrutaba de una libertad conyugal que sorprendía y escandalizaba por igual. Si bien es cierto que le enfurecía este comportamiento por lo que significaba para su padre, Vitoliña aprendió de su madre a ser una mujer libre e indiferente a las opiniones de los demás. Y no le importaría esquivar las miradas inquisitivas que le dirigirían algunos en París, una ciudad moralmente más conservadora de lo que aparentaba ser, cuando se mostraba en público con alguno de sus amantes, el primero de todos Enrique. Tras haber seducido a Gloria, el joven andaluz seducirá también a Vitoliña, pero esta no se dejará engañar. Ambas mujeres saben que comparten amante. No es una situación fácil, pero pronto la futura actriz se librará de él, “convencida de que no le quiere y solo deseaba tener su primera experiencia sexual”. Su principal preocupación es dejar atrás su pasado, borrar cualquier trazo español de su acento. Quiere ser francesa y, sobre todo, quiere ser una actriz francesa. Sueña con entrar en el Conservatorio de París y, en un futuro, pertenecer a la Comédie-Française, algo que conseguirá en 1948.
De Vitoliña a Maria Casarès
María Victoria Casares Pérez dejó muy pronto de ser Vitoliña para convertirse en “Maria Casarès”, una joven actriz que no tardaría en recibir el aplauso de la crítica. “Usted ha tenido que sufrir mucho para actuar así”, le dijeron en alguna ocasión y, seguramente, algo de verdad había en ello. Para ella, para actuar era necesario antes vivir; “sin vida no hay teatro”, le dijo, ya anciana, a Soler Serrano a lo largo de la entrevista para el programa A fondo. Y Casares vivió y, sí, también sufrió, aunque nunca hizo del sufrimiento algo paralizante. Fue rechazada dos veces en la prueba de acceso al Conservatorio, sobre todo por su acento “impuro”. Clases de dicción en el Instituto Francés y clases de interpretación con los actores René Simon y Jeanne Delvair hicieron posible lo aparentemente imposible: “Sudando la gota gorda y temblando como una hoja, la joven María, de diecinueve años, (…) se alza esta vez con el segundo premio, otorgado por unanimidad por el conjunto de las pruebas”.
Tenía solamente dieciocho años cuando debutó en Les Mathurins, uno de los teatros históricos de la capital francesa. Fundado en 1897 y todavía hoy abierto, Les Mathurins se convirtió casi en una segunda casa para Casares: allí protagonizó Deirdre des douleurs, obra del dramaturgo John Millington Synge y que le propició el aplauso unánime de público y crítica, y participó en la puesta en escena de El maestro constructor de Ibsen y de Le Voyage de Thésée de Neveux, ambas obras dirigidas por los por entonces directores del teatro, Marcel Herrand y Jean Marchat, a quienes la gallega siempre consideró sus maestros. Con ellos, recordaría años después Casares, nació como actriz y junto a ellos volvería tras su debut en el cine con la película Les enfants du paradis, dirigida por Marcel Carné con guion del afamado poeta Jacques Prévert. Si bien rodaría diecinueve películas y trabajaría a las órdenes de nombres de peso como Robert Bresson, Jean Cocteau -con él rodaría dos películas, Las damas del bosque de Bolonia y Orfeo-, Solange Térac –con ella trabajaría en Ombre et lumière, donde compartiría cartel con Simone Signoret- o Julian Esteban -con él rodaría Monte Bajo, donde coincidiría con Jorge Sanz, Julieta Serrano y Ovidi Montllor-, Casares siempre se sintió una actriz de teatro. Era sobre la escena donde encontraba el sentido más profundo de su trabajo como intérprete. Ella había nacido para el teatro: “El gozo del actor al leer una obra, el trabajo apasionante de los ensayos y, a veces, esos minutos de gracia en que, de pronto, sientes que eres el punto de unión entre una hermosa obra y un público que conecta con ella a través de ti”, escribiría Casares.
En Les Mathurins siguió trabajando hasta casi el final de la guerra. Allí representó la que, seguramente, es una de las obras que más la marcaría tanto a nivel profesional como personal: El malentendido de Albert Camus. Al autor de La peste lo había conocido poco antes en casa del matrimonio Leiris, si bien él ya había quedado prendado de sus dotes interpretativas tras verla actuar en Deirdre. Casares no solo dio vida a Martha, sino que se convirtió en amante del Premio Nobel. Su relación estuvo marcada por idas y venidas, por ese matrimonio que Camus nunca quiso romper, por la presencia de otras amantes y por una larga correspondencia que duró hasta la inesperada muerte del escritor. Y, precisamente, fue en su primer alejamiento, motivado entre otras razones por la forzada huida de París de Camus tras el registro de Combat, el periódico clandestino donde éste colaborada, que María decide tomar distancia –“Albert está casado con una mujer a la que ha prometido hacer feliz y proteger como a una hermanita, hermosa y dulce, que se plantará en París en cuanto termine la guerra. ¿Cómo iba a haber sitio para ella, para ellos? Por más vueltas que le dé, la única solución que encuentra es el sacrificio, la renuncia”, apunta Plantagenet–, pero no solo con él, sino también con Les Mathurins, el teatro donde lo conoció y donde se había formado. Tras actuar en Les Noces du Rétameur de John Millington Synge y en Federigo, una obra de René Laporte en homenaje a García Lorca, la actriz decide tomar un nuevo camino. Es 1945, rueda Roger-La-Honte junto al director André Cayatte y estrena Los hermanos Karamazov en el teatro Athelier. Los proyectos se acumulan, entre 1946 y 1947 rueda otras tres películas –La revanche de Roger-La-Honte, L’Amour autour de la maison y El prisionero de Parma-, además de estrenar varias obras de teatro, entre las que destaca Divinas palabras de Valle-Inclán, con la que se reencuentra con Jean Marchan y el equipo de Les Mathurins, y Roméo et Jeannette del prestigioso dramaturgo Jean Anouilh. Su carrera ha despegado, mientras que su vida personal pasa por momentos dolorosos: no solo ha fallecido su madre prematuramente, sino que sufre el maltrato de Jean Servais, actor con quien mantuvo una relación que nunca tuvo que haber empezado. A pesar de todo ello, Casares sale adelante; se aleja de Servais y prosigue con su carrera, donde se refugia. Ya nadie le recrimina su acento gallego ni su deje español e, incluso, los más chauvinistas ya la consideran una de las suyas. Casarès, este es el nombre de la que ya muchos consideran una de las grandes damas de la escena francesa. En 1948, de hecho, entra en la compañía de la Comédie-Française, aunque no permanece durante mucho tiempo, y posteriormente se une al Théâtre National Populaire de Jean Vilar, fundador en 1947 del Festival de Aviñón, del que Casares fue una de sus principales impulsoras y donde representó sus más memorables papeles. Allí dio vida a personajes como Lâla, protagonista de La ville de Paul Claudel, la Marie Tudor de Victor Hugo o la shakesperiana Lady Macbeth, siendo considerada esta última su más brillante interpretación. La fama de Casares trasciende Francia: en 1961 se traslada a Bruselas para interpretar en la Ópera Nacional Á la recherche de Dom Juan, pero no será hasta dos años más tarde cuando realiza su viaje más importante, a Buenos Aires, donde recalará llamada por la actriz catalana Margarita Xirgu para participar en Yerma de Federico García Lorca. En 1965, regresará a la ciudad argentina para participar en Divinas palabras, obra que ya había representado en Francia, esta vez dirigida por Jorge Lavelli, quien la volverá a dirigir años después en Francia en la obra El tuerto es rey de Carlos Fuentes y La noche de Madame Lucienne de Copi.
Si bien el francés se ha convertido en su lengua, con su viaje a Argentina, Casares recupera su lengua materna para llevar a escena a uno de los autores clave en su carrera, Lorca. Su interés por el granadino trasciende lo literario; él representa los horrores de esa dictadura que la obligó a abandonar su país y que le impide volver. Y, en efecto, tan solo regresará, y lo hará como ciudadana francesa, con la democracia, en 1976, para representar El adefesio, obra de otro exiliado como ella, Rafael Alberti. Morirá en Francia en 1996, tras haber sido condecorada con la Legión de Honor. Hasta el último momento, el teatro fue su casa y los escenarios su pasión -actuará, de hecho, por última vez el mismo año de su muerte en Les Oeuvres complètes de Billy the Kid en el Théâtre national de la Colline. Donó su casa al municipio de Alloue para que se convirtiera en un lugar dedicado al estudio del arte dramático. La Maison du comédien-Maria Casares es hoy símbolo de la pasión y la entrega que sintió la gallega por la escena.
¿Y Albert Camus?
Habrá quien se pregunte por qué apenas se menciona a Albert Camus en este texto, con quien mantuvo una relación intermitente hasta la accidental muerte de este. Habrá, incluso, quien considere que es inapropiado que un artículo dedicado a Casares no se preste más atención al Premio Nobel. Sin embargo, haber dado más protagonismo a Camus habría sido caer nuevamente en el error no solo de prestar más atención a su vida personal que a la profesional, sino sobre todo de convertir a Casares en “la amante de”, borrando así su nombre, su individualidad y sus logros. Ella fue, ante todo, una actriz, una mujer que, a pesar de todos los obstáculos -el primero de todo: ser una inmigrante en un país con otra lengua- se labró una carrera e hizo de su libertad una bandera. Sí, es cierto, Camus fue su gran amor, pero también es cierto que no convirtió su relación en una prisión. Tuvo los amantes que quiso, siempre consciente de que sexo y amor son dos cosas distintas. No tuvo una casa en propiedad hasta casi sus últimos años de vida. Tampoco tuvo hijos. No le importaron las miradas censoras. Hizo lo que quiso y siguió su camino. Así se convirtió en una de las grandes damas de la escena francesa del siglo XX. Quizás, como ejercicio, no estaría de más probar a hablar de “Albert Camus, el amante de María Casares”. Suena mal, ¿verdad?