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13/08/2020

 

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María Teresa León, la gran prosista del 27

“María Teresa fue una autora increíble, una mujer que tocó todos los géneros y estilos: escribió teatro, poesía y prosa. Reivindicó el folclore popular, se dejó influenciar por el surrealismo, volvió al realismo y, sobre todo, construyó una obra basada en la memoria, donde su voz siempre fue la voz colectiva, la de todos”, señalaba hace tres años José Luis Ferris en ocasión de la publicación de su exhaustiva biografía de la escritora nacida el 31 de octubre de 1903 en Logroño. Por entonces, era casi imposible acceder a la que, seguramente, es una de sus obras más reconocidas o, por lo menos, con más trascendencia. Hablamos de Memoria de la melancolía, unas memorias publicadas en Argentina por la editorial Losada en 1970 y que llegó a España de la mano de la editorial Bruguera en 1979, siendo publicada por última vez en 1999 por la editorial Galaxia Gutenberg.

Ahora, dos décadas después, la editorial Renacimiento apuesta por rescatar del olvido muchas de las obras de la escritora, que, por primera vez, contará con una colección –Biblioteca María Teresa León- dentro de la cual Renacimiento, que en 2003 ya había publicado su teatro, reeditará El gran amor de Gustavo Adolfo Bécquer, Morirás lejos, Juego limpio y Contra viento y marea, obra publicada en 1939 en Argentina y que, casi inmediatamente, recuerda su autora, se convirtió en inencontrable, en parte por ser una de las primeras novelas sobre el exilio republicano. Junto a todos estos títulos, encontramos Memoria de la melancolía, el primero en ser recuperado, con prólogo de Benjamín Prado, quien cuenta cómo María Teresa León lo escribió “a mano, en cuadernos casi escolares y en su casa del barrio del Trastevere, en Roma, donde ella y Alberti pasaron sus últimos catorce años de expatriados”. En el prólogo, Prado hace particular énfasis en el valor literario del texto; no estamos delante de unas meras memorias, de un anecdotario o de la recapitulación de unos momentos de vida. Memoria de la melancolía “tiene una capacidad de reflexión y un rango filosófico, que definen el nivel de pensamiento de su autora y su capacidad para el análisis de los acontecimientos históricos que le tocó vivir y quiso protagonizar”. Es la obra de una brillante narradora absolutamente comprometida con la escritura como herramienta, ante todo, contra el olvido, porque, como dice la propia León hablando de Contra viento y marea, hay cosas y episodios históricos que deben ser contados para que no sean ni ignorados ni olvidados. “No son episodios nacionales los que hay que escribir, porque son internacionales, porque el mundo entero participará del horror que se está avecinando”, escribía León, alertada ante el desinterés que despertaba la experiencia española, si bien un horror similar o peor se estaba ciñendo por toda Europa. León fue testigo de ello estando en París, de donde tuvo que huir tras haberse refugiado ahí al abandonar España en plena Guerra Civil. Su vida es la historia de un largo destierro, el que compartió con muchos exiliados que, antes o después, de la Europa ocupada o de los países soviéticos huyeron dejando atrás sus países de origen. Desde su casa de Roma, reflexiona sobre la importancia de contar, de no guardar silencio ante lo acontecido: “Contad vuestras angustias del destierro. No tengáis vergüenza. Todas las llevamos dentro (…) Contad vuestras noches sin sueño cuando ibais empujados, cercados, muertos de angustia. Habéis pertenecido al mayor éxodo del siglo XX”. Ella apela a los exiliados españoles, pero sabe bien que de la misma manera que no hay episodios nacionales, tampoco hay un único exilio. De ahí que su vida trascienda a su protagonista y su historia sea la de todo un siglo y más: “De pronto me parece que estoy contando una historia vieja, la de aquellos españoles que emigraron en 1813, en 1823, en 1832. Goya murió en el destierro. Miraron hacia España desde balcones lejanos, aunque no tanto como nosotros. También se habían ido sin su casa a cuestas y soñaban noche a noche con volver, alumbrados por pabilos de mecha en aceite y velas que se les apagaban. Aprendieron inglés, francés, alemán…”. Este es hoy el presente de muchos, que abandonan sus países, huyendo de la guerra, la miseria y la muerte. Por esto, quizás, María Teresa León mostró siempre particular preocupación por todos aquellos que se quedaron y, sobre todo, convivió con la culpa y el pesar de haber abandonado a un joven Miguel Hernández, que se negó rotundamente a refugiarse en la embajada chilena. “Me vuelvo al frente”, espetó el poeta de Orihuela ante María Teresa y Alberti, que trataban de convencerle: “Ya sabes que tu nombre está entre los quince o dieciséis intelectuales que Pablo Neruda ha conseguido de su Gobierno que tengan derecho de asilo”. No hubo manera. Fiel a sus principios volvió a combatir y, enfermo, murió entre rejas. Él no conoció la libertad por la que luchó como tampoco María Teresa León disfrutó de su soñado regreso a una España democrática. Era 1977 y el alzhéimer había comenzado a borrar sus recuerdos, siendo cada vez menos consciente de cuanto acontecía a su alrededor. “Me duele aún hoy pensar que mi madre, a causa de su enfermedad, su alzhéimer, no tuvo constancia de que regresaba a su país”, señala su hija Aitana.

Una deuda por fin saldada

 

María Teresa León fue la gran prosista de su generación, una escritora que supo desde muy temprano –Memoria de la melancolía comenzó a escribirse a lo largo de la década de los sesenta- la importancia de dejar constancia del tiempo vivido, consciente de la relevancia de los momentos y de los acontecimientos de los que, de una manera u otra, había sido testigo. Como señala Benjamín Prado, León “se sumó así al grupo de autoras y autores de su generación que se sabían testigos de hechos determinantes de nuestra historia y comprendían que sus experiencias tenían un gran valor y merecían ser compartidas. Algo que, en el caso de las escritoras, además, cobraba especial relevancia por el hecho de que su ejemplo señalaba que el modelo de mujer obediente y secundaria que había impuesto la dictadura, basada en los preceptos de la Sección Femenina, no tenía nada que ver con lo que las escritoras de la época de la República habían sido y hecho”. Con su pelo a lo garçon, con una personalidad fuerte y unas ideas claras, León no pasaba desapercibida en los cenáculos intelectuales de la Madrid republicana. Se había formado gracias a la biblioteca de su tío, Ramón Menéndez Pidal; en aquellos libros se refugiaba todas las veces que, de escondidas, no acudía al Sagrado Corazón, donde estudió hasta los dieciséis años, cuando se enamoró del hombre equivocado y padre de sus hijos. Con dos niños pequeños y separada, León se ganaba la vida por sí sola a través de la escritura y las conferencias. Representaba a la “mujer nueva”, independiente y con formación, como lo eran también Concha Méndez, Carmen Conde o Ernestina de Champourcín, todas ellas autoras de textos memorialísticos.

 

Se estaba en deuda con María Teresa León, urgía recuperar sus obras y, sobre todo, reconocerles el valor que en su momento no les fue atribuido. Porque sus textos nunca fueron menores como tampoco lo fue su autora. Una escritora “con personalidad propia”, así la definió Corpus Bargas en el periódico argentino El Sol, poco antes de que ella y Alberti desembarcaran en 1940 en Argentina, huyendo de una París ocupada en la que, en vano, habían buscado refugio tras huir de España. En aquel artículo, Bargas hacía hincapié en que León era mucho más que la mitad de Alberti, era una autora que merecía ser reconocida por sí misma, independientemente de la fama que ya por entonces atesoraba su segundo marido. Los elogios de Bargas, sin embargo, fueron una excepción y a lo largo de los años gran parte de la crítica suscribió de una manera más o menos explícita lo que Francisco M. Arniz Sanz afirmaría sin tapujo alguno en 1975: “Es la buena sombra de Rafael”. Lo más triste es que, con los años, aquella joven segura de sí misma llegó a la conclusión de que, a pesar de su incansable trabajo – “Como ves tu madre no descansa nada”, le escribiría en 1973 a su hijo, mientras hacía lo posible para llevar a escena La libertad en el tejado-, ella no era sino “la cola del cometa. Él va delante, Rafael no ha perdido nunca la luz”. Se equivocaba como se equivocaron todos aquellos que la infravaloraron, quizás, empezando por el propio Alberti, quien siempre se creyó cometa. Como tantas, María Teresa León no vivió el reconocimiento que merecía y no fue por culpa del alzhéimer, sino por el desinterés hacia su obra y hacia toda una generación de escritoras que solo en los últimos años empiezan a ser reivindicadas tras décadas de silencio. Memoria de la melancolía es la prueba inequívoca de la grandeza literaria de León y también es la mejor enseñanza ante cualquier forma de olvido. Ella, que precisamente sufrió la desmemoria, nos advierte de la importancia de recordar. Hoy más que nunca, mientras algunos abogan por el olvido, la borradura y la recuperación de ideas y valores del pasado, Memoria de la melancolía es de lectura obligada.

 

Por  Anna Maria Iglesia

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