“Hoy la realidad es oscura, fragmentaria, incoherente e indescifrable […]. Escribiendo novelas, siempre tuve la sensación de tener en la mano espejos rotos, y sin embargo siempre esperaba poder recomponer finalmente un espejo entero… Esta vez, no obstante, desde el inicio, no esperaba nada”, afirmaba la escritora italiana Natalia Ginzburg refiriéndose a La ciudad y la casa, una novela epistolar -su último libro, publicado en 1984, siete años antes de su fallecimiento en 1991- en torno a un grupo de amigos que se enfrentan a un mundo que está llegando a su fin: los viejos valores, las tradiciones en las que habían crecido, la familia punto de referencia… Todo parece venirse abajo, lo único que permanece son las casas, muchas de ellas abandonadas con el tiempo, entre cuyos muros han tenido lugar unas vidas que hoy parecen haber perdido su rumbo.
El carácter fragmentario de La ciudad y la casa hacía imposible que esos “espejos rotos”, que Ginzburg trató de reconstruir en novelas como Léxico familiar, pudieran ser reunidos para “recomponer un espejo entero”. Quizás era la realidad y su incoherencia o quizás era la conciencia de que la escritura no podía dotar de sentido a aquello que parecía haberlo perdido, pero lo cierto es que el problema no residía solamente en lo fragmentario del libro ni tampoco en su carácter epistolar. En 1976, de hecho, la escritora nacida en Turín publicaba Querido Miguel, una novela epistolar en torno a un joven cuya difícil relación con su madre se plasma a través de las cartas que ambos se envían, siendo él cada vez más esquivo en sus respuestas y sus misivas menos frecuentes. Y, desde 1970, publicó títulos como Mai devi domandare, Vita immaginaria o Un’assenza, donde reunió artículos, reportajes o “memorie”, textos de carácter autobiográfico a medio camino entre el artículo y el relato autobiográfico. Por tanto, quizás, lo que hace destacar La ciudad y la casa entre todas estas obras y dota de sentido aquellas afirmaciones recogidas por su biógrafa, Maja Pflug, es la voluntad de plasmar esa realidad incoherente en la forma narrativa.
Sin duda, como ella misma afirmaba en 1984, su concepción de la escritura y su capacidad de dotar de sentido varía desde sus primeras novelas hasta su última obra o, por lo menos, va incrementándose una mirada algo escéptica tanto sobre la escritura como sobre la propia realidad. Y es que, como reconocía ella misma en la entrevista que ofreció al periódico argentino Página 12 pocos días antes de fallecer de cáncer, a diferencia de muchos otros escritores, ella nunca había escrito para entender el mundo: “El mundo se ha transformado en algo incomprensible. Ya vimos la estupefacción de Sartre, Kafka, Camus, frente al absurdo del mundo. No intento entenderlo. Solamente describirlo”, le confesaba a María Esther Gilio en su casa de Roma, ciudad a la que se trasladó desde su Turín natal siendo muy joven y donde vivió con Leone Ginzburg, hasta que este fuera asesinado por el fascismo en 1944.
La estupefacción ante el mundo definió la mirada de una escritora que, sin tratar de entenderlo, lo describió desde ángulos nuevos. El análisis del vocabulario familiar le permitió no solo narrar el microcosmos familiar en el que creció, sino retratar toda una época y observar de qué manera los acontecimientos políticos -el auge del fascismo, principalmente- interferían directamente en la vida de una familia de origen judío de clase media y en sus relaciones. De esta manera, la familia Levi -el apellido de soltera de Natalia- reflejaba las transformaciones sociales, culturales y políticas de gran parte de la sociedad italiana. Asimismo, descubrió a más de uno que lo doméstico -véase, en concreto Las tareas de casa y otros ensayos– no solo podía ser una herramienta para mirar el mundo, sino que tenía un gran potencial político: es en la vida doméstica -en su léxico, en sus costumbres, en sus actos cotidianos- donde quedan reflejadas las tensiones, las relaciones de poder, las limitaciones de género y los tabúes que conforman la sociedad.
Todos estos elementos que definen la singular y penetrante mirada de Ginzburg los encontramos en los relatos y crónicas que componen Domingo (Acantilado), cuya lectura conjunta ofrece un retrato plural de un mundo y de un tiempo carente de unidad y contradictorio, donde los recuerdos amables se entremezclan con los momentos más oscuros de una historia personal y colectiva compartida, donde los espacios y, en concreto, las casas y sus vidas son proyecciones de cuanto acontece en esa historia con mayúsculas, tal y como la definiría su hijo, el historiador Carlo Ginzburg. Así como su hijo prestaría atención a Menocchio, el molinero del norte de Italia que en el siglo XVI creía que el mundo no había sido creado por Dios, y le sirve para estudiar el contexto desde un punto de vista filosófico, religioso y político, Natalia Ginzburg se sirve de pequeña anécdotas, reales o imaginadas, para describir su mundo, desde el auge del fascismo, pasando por los años de la guerra hasta la llegada de la democracia en 1945. En sus relatos y crónicas, la memoria individual se entremezcla con el relato oficial, la ficción bebe de la autobiografía y la mirada periodística -por ejemplo, en “Mujeres del sur” y “En la fábrica Alluminium se vive como hace cien años”- no reniega de la experiencia personal de la autora, que no se esconde tras la tercera persona, sino que se incorpora a través del “nosotras”. Así leemos en “Mujeres del sur”: “Queridas mujeres italianas, es en ellas [las mujeres del sur] en quienes debemos pensar, nosotras que comemos, mejor o peor, todos los días y tenemos hijos que crecen sanos y van al colegio y tienen zapatos, nosotras que vivimos en casas dignas”.
Lo individual es siempre colectivo
Y esta idea de colectividad está presente en casi todos los textos reunidos en Domingo, empezando por “Miedo”, donde la experiencia de estar lejos de su marido, detenido en Roma y a punto de ser ejecutado, se entremezcla con la vida del pueblo de los Abruzos “en el que no había bombardeos y donde aún era posible encontrar comida” y con la vida de sus vecinos -del ingeniero, de Enrichetta, de Pia- que se vuelcan con ella para ayudarla a regresar a la capital. Asimismo, “Crónica de un pueblo” o “Campesinos”, conocimiento de primera mano del ambiente rural, apartado y ajeno a todo lo que se cocía en las ciudades, le permite reflexionar sobre la conciencia política de quienes se dedican a la tierra y a sus modos de vida: “La civilización, si es que podemos llamarla así, avanza a pocos pasos de donde se encuentran, pero ellos siguen en la oscuridad del mismo modo que siguen en la oscuridad con respecto a las formas sencillas del bienestar. Desconocen el bienestar y por eso no lo desean. No sé si el fascismo es el responsable de eso. Ellos están al margen de todas las vicisitudes políticas, existen fuera de la sociedad y del Estado”.
Del mundo rural, la escritora se traslada en sus textos a la ciudad, relatando, por ejemplo, la obsesión burguesa -tan evidente en su padre- de comprar una casa o describiendo las transformaciones de los barrios, el ascenso de algunos y la decadencia de otros. Desde la ciudad, se adentra en temas como el despertar sexual, el rechazo a la maternidad o el deseo de libertad e independencia de la mujer, tema recurrente en su obra y que subyace en “Verano”, seguramente uno de los textos más duros de todos los aquí reunidos y en el que habla del estado depresivo que la llevó a un intento de suicidio: “No quería ir a casa de mi madre en la costa, quería estar lejos de los niños, sola, me parecía que no podía mostrarme a los niños tal y como era en ese momento, con aquel asco en el corazón, me parecía que hasta ellos me habrían provocado asco si los hubiese visto”.
Momentos de vida, contextos históricos distintos, realidades opuestas, personajes reales e inventados, historia personal y experiencia colectiva, recuerdos y reportajes de denuncia. Los relatos y crónicas reunidos en Domingo son los fragmentos de un espejo que, por mucho que se intente reconstruir, no pierde sus grietas ni sus fracturas, testimonio involuntario de unas heridas que no pueden repararse, de un sentido de unidad que, si algún día existió, ya no puede recomponerse. De ahí el uso reiterado del “nosotros” de la escritora como recordatorio de que lo individual siempre es colectivo, de que lo que acontece a uno no es sino reflejo del entorno, de que, como diría su hijo, la vida de Menocchio es el símbolo de todo un tiempo. Quizá la escritura no pueda recomponer el espejo roto, pero sí puede convocar cada una de sus piezas y, sobre todo, indagar entre sus grietas. “No comento psicológicamente a mis personajes. No muestro los mecanismos internos que explican sus conductas”, afirmará al final de su vida Natalia Ginzburg, que siempre quiso que a sus personajes, pero también a los protagonistas de sus crónicas y de sus textos memorialísticos “se los vea vivir”. Es precisamente a través de su vivir que se revela lo más contradictorio, lo más bello, lo más doloroso y, en definitiva, lo más inevitablemente indescifrable del ser humano y del mundo que ha creado.