Se cuenta que, al enterarse de la muerte de su negro literario, Alejandro Dumas se apresuró a escribir el capítulo que, como cada semana, debía presentar a la Revue de Paris y que cada semana presentaba con puntualidad suiza el recientemente fallecido. Al aparecer por la redacción, la sorpresa de Dumas fue enorme cuando el editor le comentó que no entendía su presencia, pues el capítulo ya había sido entregado. Fue entonces cuando el autor de El conde de Montecristo descubrió que aquel joven a quien pagaba regularmente para que escribiera sus textos tenía a su vez contratado a otro joven para dicha tarea. En resumen: el negro tenía también un negro. ¿Es realmente cierta la historia? Como mínimo, “se non é vero, é ben trovato”, que dirían los italianos. Pero algo de cierto debe de haber. Hace algún tiempo, Juan Manuel de Prada se hacía eco de un episodio muy similar a este en la vida de Dumas padre: De Prada contaba que, no fue en la redacción de ningún periódico, sino en el propio funeral del joven negro literario donde Dumas descubrió que éste tenía a su vez contratado a alguien para que escribiera los capítulos de sus novelas de folletines. El descubrimiento tuvo lugar cuando éste último se acercó al ya por entonces afamado escritor y, ante la pregunta sobre su identidad, contestó: “¿Quién voy a ser? El negro de su negro”.
Es difícil saber con cuánta gente contó Alejandro Dumas para escribir o, mejor dicho, para firmar sus casi trescientas obras; él reconoció solamente a sesenta y tres. Lo hizo a regañadientes, después de que Auguste Maquet, que le ayudó en el proceso de escritura de El conde de Montecristo y Los tres mosqueteros, le denunciara y le reclamara parte de las ganancias. No consiguió aparecer como autor de ninguno de los títulos en cuya redacción alegaba haber participado, pero sí logró que a Dumas le condenaran a pagarle 145 000 francos.
La historia de la literatura está llena de negros literarios, de escritores que no escriben y escribientes que escriben en nombre de otros. Dumas, quizás, es el ejemplo más paradigmático, pero sin duda no es el único. Él representa el caso del escritor de éxito que contrata a personas que, por una determinada cantidad de dinero, le escriben las páginas que él posteriormente firmará. Sin embargo, hay casos todavía más dramáticos: Colette escribió su serie de novelas protagonizadas por Claudine, pero todas ellas se publicaron firmadas por su marido, Willy, un periodista y crítico de arte que quiso apropiarse del éxito de su mujer. Un caso similar es el de María de la O Lejárrega, que escribió las obras de teatro que dieron fama a su marido, Gregorio Martínez Sierra, cuya autoría no se discutió hasta mucho tiempo después. El caso de Lejárrega recuerda al personaje de Glenn Close en La buena esposa: una mujer dedicada a escribir las novelas que conducen a su marido, un novelista mediocre, hasta la obtención del Nobel. Todo ficticio y todo real, así podríamos definir La buena esposa, pues no solo en literatura, sino también en otros campos artísticos, ha habido más de una Glenn Close. Recordemos si no el caso de la pintora Margaret Keane, que durante décadas fue obligada a ceder la autoría de sus “niñas de ojos grandes” a su marido, que, solamente una vez llevado a juicio y delante de un tribunal, demostró ser un auténtico inútil ante un lienzo en blanco.
La verdadera falsificación
Brian McHale, tal y como señalaba Patricio Pron en su interesante ensayo El libro tachado, diferencia entre falsificaciones burlescas, aquellas hechas como divertimento y como juego experimental que cuestiona el concepto de autoría, y falsificaciones verdaderas, que tienen como finalidad el engaño. Es precisamente dentro de esta última definición donde podemos encontrar tanto el engaño por firmar un libro que no se ha escrito como por haberse apropiado de un texto no propio. Si bien es cierto que el concepto de negro literario, cuyo origen encontramos en la Francia del siglo XVII –el término se debe a la situación de esclavitud a la que grandes nombres de las letras sometían a jóvenes aspirantes escritores o periodistas sin mucha fortuna, a los que pagaban miserias a cambio de páginas redactadas-, no tiene que ver necesariamente con el plagio, la industria editorial ha sido muy hábil en conseguir juntar dichos conceptos cada vez con más frecuencia, llenando así la página de algún periódico y provocando una posible indignación que, sin embargo, no necesariamente perjudica las ventas. A veces, más bien, todo lo contrario.
Hace unas semanas, el abogado y escritor Josep Maria Loperena denunciaba a Pilar Rahola por plagio. Según Loperena, Rahola se había apropiado de la trama y de los personajes de su novela, L’espia del violí, para supuestamente escribir L’espia del Ritz. Lo interesante del caso, más allá del supuesto plagio, es que Loperena había presentado el manuscrito de su novela a Grup 62, editorial de Rahola, pero finalmente fue rechazado y el abogado publicó su libro en otra editorial. Es decir, la editorial donde publica Rahola tenía en sus manos el manuscrito de una novela que no iba a publicar, pero que, vaya casualidad, cuenta la misma historia que la que narra la tertuliana catalana en su último trabajo. ¿Nadie advirtió a Rahola que estaba escribiendo sobre un tema sobre el cual ya había un libro? Resulta bastante raro, aunque, si se observa con más detalle, tampoco tanto. Y es que esta historia recuerda muy mucho, aunque a otro nivel -literario, se entiende-, a la de Camilo José Cela: el ya por entonces ganador del Premio Nobel gana el Planeta con La cruz de San Andrés, una novela cuyo argumento, personajes e, incluso, diálogos eran casi idénticos al manuscrito que una por entonces desconocida Camen Formoso había presentado, y fíjense en las casualidades, al Premio Planeta el mismo año que el ilustre Cela se alzaba con el galardón. Formoso consiguió llevar al Nobel ante tribunales, pero no ganó el juicio. Las opiniones de expertos y críticos amigos, que subrayaban el inconfundible y magistral estilo del gallego, tuvieron mucho peso; sin embargo, no disiparon unas dudas más que razonables y tampoco nadie de la editorial consiguió explicar las asombrosas coincidencias.
De ser ciertas ambas historias -permítanme la frase hipotética pues no está una para afrontar demandas-, lo que se revela es un patrón de comportamiento. El problema surge cuando el autor del manuscrito utilizado en favor de la “gran firma” se da cuenta de ello. Dicho de otra manera, cuando se descubre el fraude.
Escribe por mí, pero no copies
El negro literario ofrece discreción. Escribe sin revelarse y, para que esto sea así, tanto editoriales como agencias literarias saben que, lejos de las miserias que ofrecía Dumas a sus escribientes, debe haber contratos de por medio, con su imprescindible cláusula de confidencialidad, y una más que aceptable cifra bajo la cual estampar la firma de conformidad. En este sentido, la figura del negro literario es más honesta, no de cara al público, evidentemente, sino desde un punto de vista empresarial. Se compran unos servicios a personas que los ofrecen. De hecho, si repasamos la historia de la literatura, reciente o no, encontraremos más de un escritor que, antes de ser conocido por su nombre y apellido, escribió para que otros tuvieran la gloria. El caso más paradigmático es el de Alejandro Sawa, que le escribió una serie de artículos al ya por entonces famoso Rubén Darío. Si bien no sabemos para quién escribía, Paul Auster ha confesado que en sus inicios ejerció de negro literario, figura muy presente en Estados Unidos e importada ahora también aquí en todas las memorias de políticos. La única diferencia es que la figura del “ghost writer” ha ido adquiriendo una visibilidad cada vez mayor en Norteamérica, hasta tal punto que no solo los “no” autores reconocen su no autoría, algo nunca visto aquí, sino que el nombre del oculto escritor se hace visible en los créditos del libro. Un intento de honestidad ante un público lector que, sin embargo, aquí se continúa engañando habitualmente. Políticos, tertulianos, famosos televisivos o profesionales de cualquier tipo que, de un día al otro, deciden que quieren ser novelistas y, por casualidad, suerte o marketing, consiguen un éxito inesperado… Tras todos ellos suele haber profesionales de la escritura capaces de armar un libro. Y están bajo el beneplácito de la industria, pues forman parte de ella. Y no se trata de esos equipos de redactores que gente como Ken Follett o John Grisham reconocen tener a la hora de investigar y poner los cimientos de sus obras, sino de escritores cuyos nombres son tachados y que escriben o reescriben completamente obras que otros firmarán. El colmo es cuando aquel al que se le señala por no escribir sus propios libros es, además, acusado de plagio. Entonces el círculo se cierra. El engaño se redobla, el negro se convierte en un plagiador y el supuesto autor, en un farsante que ni escribe ni sabe de dónde viene lo que le escriben.