Acantilado publica, en una extraordinaria traducción de Selma Ancira, Mi padre y su museo de la poeta rusa Marina Tsvietáieva
“Mi madre nos inundó con toda la amargura de su vocación no realizada, de su vida no realizada, nos inundó de música, como de sangre, la sangre de un segundo nacimiento”, recordaba en Mi madre y la música la poeta rusa Marina Tsvietáieva, que se quitó la vida en 1941, poco después de conocer que su marido, acusado de espionaje –“Jamás fui un espía, fui un honesto agente de los servicios de información soviéticos. Solo sé una cosa: a partir de 1931, toda mi actividad ha estado dirigida en bien de la Unión Soviética”, se defendería él- había sido condenado a muerte y que su hija Ariana, torturada y obligada a acusarse y a acusar a su padre de espionaje, fuera encarcelada en un gulag, obteniendo la libertad solamente tras la muerte de Stalin, en 1952. Fue tras su liberación que Alia, así llamaban en casa a Ariadna, a quien la poeta consideraba “su mejor verso”, se dedicó a rescatar del silencio la obra de su madre, condenada al ostracismo por la censura soviética. En 1960 consiguió publicar una antología poética, pero no fue sino décadas después, gracias a la perseverancia de nombres como Todorov, quien escribió su biografía, o de Joseph Brodsky, exiliado en Estados Unidos, que la obra de Tsvietáieva salió a la luz, siendo reconocida fuera de sus fronteras. Ni la poeta ni su hija serían testigos de dicho reconocimiento, no vieron la admiración que hacia su obra sintieron figuras como Susan Sontag o Doris Lessing ni tampoco las traducciones y los estudios en torno a sus escritos, pero, sobre todo, no pudieron disfrutar del arrepentimiento de Nabokov, que tuvo que desdecirse de sus palabras. Y es que el autor de Lolita, que había afirmado que la “confusa” escritura de Tsvietáieva le provocaba “dolor de cabeza”, terminó por sucumbir ante su verso.
Así como Alia le dedicaría un libro a su madre –Marina Tsvietáieva, mi madre, publicado póstumamente-, Tsvietáieva le dedicaría también a la suya, María, las páginas reunidas en Mi madre y la música, texto recuperado por la editorial Acantilado en 2012 donde la poeta evoca la figura de su madre a través de la pasión que esta sentía por la música, arte al que no pudo dedicarse y que inculcó a sus hijas, en el que reflexiona sobre la relación entre madres e hijos -“Al niño no hay que explicarle nada, al niño hay que – hechizarlo. Y mientras más enigmáticas sean las palabras del hechizo – más profundamente arraigarán en él, más indiscutiblemente actuarán”-, algo que hará también en otros textos y ya no como hija, sino como madre, y plantea un interesante diálogo entre la música y la poesía, dos artes que tienen un mismo origen. Tsvietáieva reconoce que la educación musical que le ofreció su madre fue determinante en su concepción del verso, en el frecuente uso del guion -“Cuando en mis escritos tropiece con un guion, sepa que se trata de un suspiro”- y en el ritmo, tal y como destacaría tiempo después Joseph Brodsky, acentuando, como recordaba hace unos días Jordi Llovet, “su don inigualable de hacer oscilar su lenguaje en una escala musical”. La influencia de la música es, además, el reflejo de la impronta que dejó María en su hija: “Como el mar, que cuando se retira deja huecos, primero profundos, después menos, después apenas húmedos. Estos huecos musicales –huellas de los mares maternos– en mí se quedaron para siempre”.
La incuestionable impronta de su madre no debe, sin embargo, dejar en un segundo lugar a su padre, con quien Tsvietáieva vivió junto a su hermana tras quedar huérfana siendo tan solo una adolescente. Y es precisamente a su padre, Iván, a quien dedica el último de los textos que Acantilado acaba de publicar. Traducido por Selma Ancira, quien comenzó a aprender ruso precisamente para poder leer a la poeta, Mi padre y su museo es un libro compuesto por breves relatos, algunos escritos en ruso y otros en francés, que tienen como excusa narrar el encargo que el zar Alejandro III le hizo a Iván: construir un museo de esculturas. No podía haber mejor encargo para Iván, hijo de un humilde sacerdote de Talitsy, que veía cómo el sueño de infancia -que se hizo aún más vívido tras su paso por Roma siendo un jovencísimo filólogo- de tener un museo se hacía realidad. Los relatos, cuyos motivos se repiten en pequeñas, pero significativas, variaciones que los alejan de cualquier forma de tediosa repetición, sirven a Tsvietáieva para ahondar en su infancia y en la relación con su padre de quien, comenta Selma Ancira, “aprendió la pasión por el trabajo, la ausencia de arribismo, la sencillez, el gusto por la soledad”. Para la traductora, no hay dudas de que “fue una figura clave en su formación” y, si bien es cierto que, en algún momento, la poeta recuerda que, siendo adolescente, prefería más los libros que los bustos que tanta fascinación despertaban en su padre –“¡Ah, si mi padre me hubiera ofrecido dos libros en vez de dos bustos! Le habría mencionado de inmediato diez”-, fue él, prosigue Ancira, quien “le legó también la pasión por la Grecia clásica”.
Junto a la pasión por el trabajo y al rechazo de toda forma de arribismo, de su padre, Tsvietáieva heredó un profundo sentido de la moralidad, que se ve reflejada en su vida sencilla y sin pretensiones y en la incomodidad que sentía ante las gratificaciones que le llegaron, sin desearlas y, más de una vez, sin poder rechazarlas, con la inauguración del museo. “No estoy en contra del traje, pero hay trajes y trajes… ¿Para qué quiero yo, un hombre viejo, el oro?”, se pregunta Iván nada más conocer que le iban a regalar un “Tutor honorario” de más de setecientos rublos, una gran cantidad de dinero para un traje para escasas ocasiones. Todo lo contrario de lo que deseaba Iván que, al ir a comprar personalmente la tela para los vestidos que iban a lucir sus dos hijas el día de la inauguración, se aseguró de que durase, pues “el museo se inaugura una vez, pero un vestido blanco siempre es útil”. Si bien no le quedó más remedio que aceptar aquel “traje fatalmente irretornable”, sí pudo negarse a trasladarse a un nuevo apartamento con “ocho piezas, electricidad, baño, teléfono, etcétera, etcétera” digno de un director de museo. “¿Para qué?”, se preguntaba Iván, que no quería abandonar la casa “de buena madera de pino casi centenaria” donde habían nacido sus hijas y donde había fallecido su esposa. “Además…. Vosotras os casaréis, os iréis, ¿qué voy a hacer yo solo en esas ocho habitaciones sin recuerdos?”, le preguntaba a Marina, que, como ella misma confiesa en uno de los relatos, heredó de él la “avaricia del asceta que encuentra todo demasiado bueno para él”, pero también la del “hijo de gente pobre que habría tenido remordimientos de gastar, ya que sus padres sufrieron y pasaron penurias hasta su último aliento” así como la de “todo ser que tiene una vida espiritual y que simple y sencillamente no necesita nada”.
Lejos de ser uno de los siete pecados capitales, la avaricia fue para Iván una actitud moral que heredó su hija, quien, en más de una ocasión, confesaría que “el talento no significa nada, la grandeza moral es mucho más importante”. Y la grandeza moral de Tsvietáieva , “figura inasumible, impensable -sin filtrarla por los variados relatos de la domesticación- para cualquier ideología bien pensante”, en palabras de Olvido García Valdés, quedó patente no solo en su poesía, con la que renovó la tradición poética rusa convirtiéndose en una de sus voces -en la voz- más destacada del siglo XX, sino en sus escritos en prosa, desde sus obras de teatro hasta su correspondencia privada pasando por sus textos de carácter biográficos, entre los que encontramos Mi madre y la música y Mi padre y su museo, pero no solo. De hecho, como señala Selma Ancira, lo autobiográfico impregna gran parte de la producción de Tsvietáieva que, sostiene su traductora, “crea piezas de orfebrería en las que los recuerdos, muchas veces transformados en poesía, se convierten en los protagonistas absolutos de su prosa. A ese ciclo pertenecen también Mi Pushkin, Las flagelanes, El diablo o La casa del viejo Pimen. Todos son pequeñas joyas que pueden leerse de forma independiente, como piezas sueltas, pero también como si fueran las teselas de un gran mosaico. El mosaico de la infancia de Tsvietáieva”.
Mi padre y su museo es solo una de las piezas de este mosaico de la infancia que la poeta rusa fue construyendo a lo largo de los años y, a la vez, es sola una pequeña pieza de ese gran puzle que componen las distintas obras de Tsvietáieva que, en diálogo constante, nos devuelven el retrato de una mujer que hizo de la escritura su principal preocupación –“Nunca en mi vida me he preocupado por algo que no sea el verso», diría en alguna ocasión- y en el lenguaje como expresión ética de un pensamiento en constante revisión y siempre alerta ante cualquier afirmación que quiera postularse como verdad universal e incuestionable. En este sentido, Mi padre y su museo es mucho más que un texto en torno a la infancia o el retrato de su padre. En estos relatos, casi como si se trataran de un bildungsroman, asistimos a la formación ética, pero también cultural, de la joven poeta de tal manera que, como concluye Ancira, son una “puerta única de acceso al universo de Marina Tsvietáieva”.