Imagen: © Lisbeth Salas

Emilio Lledó: sugerencias de libertad en la Alberti

La vida, el conocimiento, el linaje del que ambos proceden, conforman una misma corriente, un mismo río. Así como no puede entenderse una gota sin las que la precedieron, ninguno de nosotros seríamos quien somos sin los que fueron antes. Así el profesor Emilio Lledó, el prestigioso filósofo, no sería quien es sin otro profesor anterior, mucho más anónimo, don Francisco López, que con sólo una frase invistió al futuro pensador, entonces un niño, con apenas un volumen sobre el pupitre (el Quijote) y una frase, como un gozoso desafío: “Sugerencias de la lectura”.

No sería la primera vez que lo contase en público, porque es parte de su escudo de armas, pero en cualquier caso el público que en la tarde del 16 de mayo abarrotó (literalmente: hasta la misma puerta) la librería Alberti para escucharle hablar de su última publicación, Sobre la educación. La necesidad de la Literatura y la vigencia de la Filosofía (Taurus), encontraba igualmente gozoso escuchársela de nuevo: en esa sola frase, este erudito de 90 años tan querido, tan seguido por quienes aún creen en ciertas ideas aparentemente en desuso, puede resumirse su concepción de la vida, la enseñanza y la cultura. Que en su caso la misma cosa son.

Espoleado por el periodista Jesús Marchamalo, que recordó a Kant (“el ser humano es lo que la educación hace de él”), Lledó aseguró creer “profundamente” en esa sentencia, y añadió: “Pero la educación tiene que enseñar libertad. Tú no puedes meter en la cabeza de los niños unos bloques ideológicos –yo los llamo grumos–, porque el pensamiento fluye; es como un río. Y para eso tienes que crear libertad en la mente de los niños. ¿Cómo se crea? Pues mira, lo he contado muchas veces…”

Y aquí entra el maestro Francisco López: “Aprendí la libertad con un maestro en Vicálvaro”, el barrio de Madrid en que vivió de niño. “Teniendo once o doce años, nos hacía leer en clase una página del Quijote, y nos decía después: ‘Ahora, sugerencias de la lectura…’. Eso era la creación de la libertad. Era verdaderamente la pedagogía”. La incitación a que el niño, el estudiante, sea un sujeto activo en comunicación continua, casi orgánica, con el conocimiento vivo que se le presenta para ser asimilado, y no el testigo mudo del monólogo de un muerto: “La compañía enorme del diálogo personal; poder hablar con Kant, con Nietzsche, con Lorca… Esa posibilidad de diálogo con tantas imágenes, tantas voces, tantas palabras, brota ya en la filosofía griega con los sofistas. Dicen “la justicia”; bien: pero enséñeme a pensarla. Es importantísimo, desde la escuela, enseñar a los niños a pensar el lenguaje que hablan, las palabras que manejan: qué significa la palabra patria, la palabra bondad, el bien, la melancolía…”.

 

“…La filosofa era una conciencia crítica en el seno de la historia”, reflexionó. “Crítica porque hace dudar, porque no aceptas lo que tratan de inocularte en la cabeza… Es un camino de libertad. Eso es la filosofía. El saber que te ilumina”, y que puede alertar sobre “quién quiere engañarte”…: “Una obsesión de los políticos es la ‘libertad de expresión’. Pero esto no vale para nada” per se: “Hace falta libertad de pensamiento. Porque tener libertad de expresión para decir majaderías… La mente debe ser libre; que las neuronas fluyan. La libertad es no tener ataduras. Pero si te atan desde pequeño… Porque siempre ha habido grupos que quieren dominar la enseñanza desde el principio. Y esa libertad es no estar atado. En una frase: Sugerencias de la lectura. Una metáfora que se puede aplicar a todo”.

Amar lo que aprendes

 

También criticó otras cosas el académico: “Me parece un crimen que haya universidades, privadas o no, que digan: ‘Matricúlese aquí porque así ya estará colocado, porque los profesores de aquí trabajan en empresas. Me parece la muerte de la vida universitaria, de la cultura. Os lo digo porque así lo siento”. Lo que Lledó siente es que la enseñanza, en la universidad o en cualquier sitio, debiera consistir en “obsesionar” de manera sana al alumno, en “enamorarlo” del conocimiento: “Que se enamoren de eso, que amen lo que aprenden. Pero para que un alumno ame lo que aprende tiene primero que encontrar ese amor el profesor” por lo que enseña.

En este sentido recordó sus años en Alemania, tan llenos también de asombro intelectual, de iluminaciones, en contraste con el sistema cuadriculado con olor a sacristía de la España franquista: “Yo me fui huyendo [en los años 50]. Aquella España no me gustaba nada. Para mí fue una liberación enorme. Me fui con seis mil pesetas que había ahorrado dando clases particulares. Y allí me dieron una beca en una universidad”, y luego otra…

Alemania sería siempre un destino de ida y vuelta. Allí encontró otra forma de enseñar que le rompió de manera benéfica los esquemas, con profesores que podían perfectamente tratar en clase materias que no eran las suyas en puridad, puesto que ninguna materia de conocimiento es estanca o independiente del resto de la corriente universal del saber: “Para mí fue una verdadera revolución”. Porque para Emilio Lledó la revolución verdadera sólo puede hacerse “desde la educación”. Y aquí, en España, y en gran parte del mundo, “estamos destrozados por el asignaturismo”: el estudiar química como si no tuviera que ver con la vida real, o poesía como si no tuviera que ver con la música o la arquitectura o las matemáticas.

Allí, en Alemania, en la bellísima ciudad de Heidelberg (aunque a principios de los ’50 Alemania era también “un país triste, con el recuerdo de la guerra, la mala conciencia” del pueblo alemán…), el joven Lledó escuchó hablar un día español en la calle. Cosa rarísima entonces: en la ciudad “sólo estábamos tres estudiantes de doctorado”. Lledó se acercó a los castellanoparlantes, que resultaron ser unos muchachos emigrados para trabajar allí en una fábrica. “Me sentí muy próximo a ellos. Yo era también un emigrante”. “Lo he contado muchas veces: he sido cincuenta años profesor; en Alemania, en Valladolid, en Canarias, en Barcelona…” Pero aquélla sería su “experiencia más hermosa” como maestro, la “más emocionante”: la de “dar clases de alemán a aquellos muchachos españoles a quienes nadie había explicado” siquiera “la gramática castellana”. “Íbamos a una cafetería italiana”. Allí dio clase, a un grupo de quince o veinte jóvenes, “durante casi dos años”. “Pocas veces he visto tanto interés, tanta pasión por aprender. Me acordaba del verso de Lope de Vega: España, madrastra de tus hijos verdaderos… Por eso no soporto los elitismos universitarios”.

 

Por  Miguel Ángel Ortega Lucas

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