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Imagen: © Elena Blanco

Casavella, más que un mito, un prodigioso escritor

“Llego a la cima del monte del Tibidabo y veo a unos cincuenta huérfanos en su uniforme verde aceituna alienados frente al mirador que se abre a la ciudad”.

La historia literaria, aquella que se dicta con batuta desde cátedras institucionales, ha sacralizado muchos inicios de novelas;  entre los hits que se repiten a modo de pegadizo estribillo nunca faltan Proust, Austen o García Márquez y siempre falta él, el autor de estas palabras. Pero poco importa, poco le hubiera importado a aquel que, con la extraordinaria lucidez de quien consigue mirar allá donde los demás tan sólo perciben una desdibujada sombra, se dirigía a su lector, que “de algún modo está en los sótanos de mi vida”, para hablarle de su falibilidad –“No eres infalible, nadie lo es”– para decirle: “Me niego, me negué, me negaré a creer en un reino de tinieblas. Sólo hay avaricia. Lector, y desidia y violencia. Comercio. Lo que no quisiste aprender o lo que olvidaste fue a tener esperanza en la claridad, a vencer el miedo”.

Y, sin embargo, ellos, los lectores que el pasado viernes 29 se reunieron en la librería La Calders de Barcelona, no olvidaron tener esperanza, aprendieron a tener esperanza en la claridad de un tiempo que, a deshora, reconoce el mérito a quien nunca se le tuvo que negar. Hoy la que parece errónea no es la novela, sino la reseña de aquel crítico que tachaba de desmedida la ambición de este autor, cuya obra consigue reunir un elevado número de lectores fieles en ocasión de la reedición de su novela, El día del Watusi. Es un viernes por la noche y la librería rebosa de asistentes; ninguno de ellos habría vacilado al escuchar aquella frase inicial ausente de todo listado, muchos incluso la habrían continuado, sin dudas y con la perfecta entonación de quien no sólo conoce el texto, sino que lo ha hecho suyo: “los niños tiritan de frío y ansia bajo los arcos de la oficina del parque de atracciones”. Así recita la segunda línea de El día del Watusi, la novela de Francisco Casavella, la “mejor novela de cada año”, en palabras de Carlos Zanón, que firma uno de los prólogos de esta nueva edición. La insistencia de Kiko Amat y el compromiso de Silvia Sesé, la primera editora de Casavella, convencieron a Herralde para reeditar la novela de Casavella, “y quisimos reeditarla en un solo volumen”, afirmaba con orgullo el editor que, por vez primera, reunía en un único volumen Los fuegos feroces, Viento y joyas y El idioma imposible, publicadas por entregas y llamadas a escribir la Barcelona desclasada, la Barcelona fuera de los mapas, aquella de las chabolas de Montjuic, la ciudad “quizá próspera, pero no poderosa”, como dice Miqui Otero, la ciudad idólatra de “los nuevos héroes con calzones (investidos y vestidos por otros dioses” y feligresa fiel de los nuevos “bares de un diseño limpísimo elevado a la categoría de arte que eliminaba toda rugosidad”, aquella Barcelona de los noventa, la misma que había permanecido fuera de las páginas de Marsé y de Montalbán, fuera de la ciudad de los milagros de Mendoza.

 

Herralde-Calders-Elena Blanco

Presentación de «El día del Watusi»/ © Elena Blanco

Decía el crítico, en aquella reseña del 2003, que Casavella no había conseguido “salirse de la estela de sus más cercanos modelos: los modelos de Marsé, de Mendoza, de Vázquez Montalbán”, cuando, en verdad, nunca tuvo que salirse porque nunca estuvo en ella. Casavella es un inclasificable de la literatura, alguien a quien, siempre en palabras de Miqui Otero, que firma un espléndido epílogo, es difícil seguir los pasos de baile, un autor que escribe su proprio pentagrama, un autor “aventurero”, como lo define Zanón, un autor cuyo arte es “raro (o desmedido, o personal, o excéntrico, o esencial desde lo accesorio)”. En el tiempo de la literatura de etiqueta y faja, Casavella escapa de toda categorización, puede porque en parte, como escritor, escribió desde los márgenes, no sólo urbanos y sociales, sino también oficiales. Casavella escribió desde la honestidad que requiere el arte más elevado, no desde las ansias de la consagración y, menos todavía, de la institucionalización. Y tan difícil es resumir sin ser injustos El día del Watusi como escribir sobre ella; en estos días, han proliferado los artículos en torno a esta novela y a su autor, algunos incluso innovando en el género de “escribir sobre lo no leído”. Es difícil escribir sobre El día del Watusi, difícil es soportar la tentación de borrar todo lo apuntado –por mediocre, insuficiente, injusto con la obra- y, a la vez, es fácil, excesivamente fácil, escribir en torno al mito de Casavella. Pero, no nos engañemos, Casavella no es un mito, sino un excelente autor; Casavella no querría ser un mito porque el mito es, en gran medida, una mentira, la misma que, cuan Dionisio, el autor desenmascaraba para hablar de la realidad en sí misma y de su carácter inexorable.

Memoria viva

 

 

El dia del Watusi-Casavella

 “La radio en el patio, el anónimo personaje que vuelve de un trabajo nocturno o se despierta a esa hora, se empeña en transmitir informaciones que nadie le pide” y, mientras, “yo me aferro a la Idea para en su momento, cómo no, corromperla alegremente”. Casavella no sólo se empeña a transmitir aquello que nadie le pide, no sólo se empeña a contar aquellos que otros niegan, Casavella corrompe la Idea, corrompe las creencias cuestionándolo todo, convirtiendo en héroe al antihéroe social. Hoy son muchos que se apuntan, con más o menor rigor, al cargo de “cuestionadores de la Transición”, pero qué fácil que resulta ahora, qué fácil –sin negar su importancia- que es cuestionar hoy aquel mito ya completamente caído. Casavella fue el primero, cuando todavía no había coros, Casavella se enfrentó al mito, al mito de la Transición y al mito de los dorados y boyantes años noventa y, en este sentido, Casavella fue un autor nada complaciente: “Sé joven, sé estúpido, sé feliz, jamás condescendiente”, le decía el autor a un jovencísimo Miqui Otero y nos lo decía –nos lo dice- también a nosotros, a ese lector a quien se dirigía con elevación y respeto, nunca con complacencia, nunca desde la infravaloración.

El pasado viernes, los lectores se reunieron en la librería Calders no sólo a celebrar la reedición de El día del Watusi, sino a recordar la vigencia de Casavella, “el mejor autor de su generación” y a reconocerle, no como mito, sino como autor, como escritor. De inconmensurable genio, Francisco Casavella regresa a las librerías y se descubre a nuevos y potenciales lectores. Quienes siempre supieron de su existencia, hoy lo releen, lo redescubren en cada nueva lectura. Y, en este sentido, Casavella no es un mito, porque los mitos son cosas del pasado, y él, literariamente, está afortunadamente muy vivo.

 

Por  Anna Maria Iglesia

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