Se trata de ocuparse del mal, puesto que existe.
“¿Por qué escribir literatura cruel?”, se preguntaba, al comienzo del coloquio –Representar la violencia–, José Ovejero. Y recordó algunos episodios literarios (Faulkner, la Elisabeth Costello de Coetzee) en que se aventura que hablar de lo más abyecto de la estirpe humana, de los actos más inexplicablemente horrendos de lo que el animal humano es capaz, puede ser en sí mismo “una corrupción”. Como si contar un crimen nos hiciera cómplices de él. Ésa era la madeja que trataron de desenredar el pasado 20 de marzo, en la librería Alberti, Ovejero y Edurne Portela; escritores ambos que se internan sin complejos en esa zona en sombra de nuestra condición, y que hablaron esa tarde con lectores y amigos de la librería de cómo la violencia es tratada en sus respectivos ámbitos creativos.
“Hay quien piensa que la literatura debe hacernos olvidar las cosas que suceden a nuestro alrededor, ofrecernos un refugio, un oasis. Y hay quien considera que sirve también para examinar lo que nos inquieta y amenaza, no sólo lo que nos construye, también lo que nos destruye”, decía el texto de presentación del encuentro. La cuestión es que cualquier oasis lo es precisamente por estar rodeado, a diestra y siniestra, por el desierto. Y no hay manera de no verlo allá a lo lejos, por más que intentemos escondernos.
Incluso de no fascinarnos por él. Ovejero –autor del ensayo La ética de la crueldad (2012), galardonado entre otros con el premio Anagrama– abrió la charla recordando asimismo un cuento de Juan Carlos Botero en que dos muchachos presencian por casualidad, a través de una ventana, cómo torturan a alguien. No volverán allí, se prometen el uno al otro. Pero ahí vuelven al día siguiente. Como imantados por el horror. Así como hay quien asegura que el vértigo que sentimos desde las alturas no es en el fondo aversión, sino atracción al vacío: lo que nos aterra no es caer, sino en el fondo querer caer en él.
Ese cuento de Botero se desarrolla en la atmósfera tétrica de una dictadura militar, algo de lo que tuvo que empaparse bien Edurne Portela durante la escritura de lo que sería su primera publicación, Recuerdos desplazados: la poética del trauma en las escritoras argentinas (2009). Unos traumas sufridos durante el régimen brutal que padeció el país latinoamericano entre 1976 y 1983. Dichas escritoras vivieron para contarlo. Y Portela destacó la manera en que el lenguaje puede brotar casi literalmente del cuerpo: el cuerpo de la mujer violentada, en este caso, como espacio y objetivo de la aniquilación en su espectro más perdurable; el que sobrevive como un dolor fantasma.
Tras una experiencia como la tortura, dijo Portela, poniendo algún ejemplo escalofriante, no suele ser posible articular “una narrativa coherente”. Pero el cuerpo recuerda, y habla. De ahí que el trauma acabe emergiendo en forma de espectro fragmentario, con las voces (absolutamente coherentes en su idioma profundo) del inconsciente. Que por eso sí se puede –se debe– “escribir poesía después de Auschwitz”, contradiciendo la célebre sentencia del filósofo alemán Adorno; precisamente después de Auschwitz. Entendiendo la escritura como la alquimia que puede transmutar el horror en sentido; en un sentido que, sin alcanzar nunca del todo las simas de ese horror (el por qué, el para qué del horror), nos ayude al menos a ponerle vendas, a mitigarlo.
Los ponentes recordaron a Jorge Semprún: “Siempre puede expresarse todo. Lo inefable es sólo una coartada”, decía el superviviente de los campos de concentración nazis. Pero una cosa es expresar y otra muy distinta transmitir. Cómo transmitir, en realidad, una experiencia, sobre todo una experiencia extrema (cómo hacer sentir a alguien, a través de la escritura, qué es un orgasmo, si no lo ha sentido nunca; cómo transmitir en puridad qué es una tortura, si quien lo lee o escucha no ha pasado por ahí). Otra escritora argentina, Alejandra Pizarnik, se acabó matando, entre otras cosas, cuando comprendió –horrorizada– que las palabras no podían decir allá al fondo lo indecible.
Son esas experiencias de las que hablaba Portela, cuyas más recientes obras, El eco de los disparos y Mejor la ausencia, diseccionan las consecuencias (personales y colectivas) de la violencia en el País Vasco, su tierra natal. Experiencias que tantas veces el lenguaje no tiene manera de “agarrar”, de desenmascarar para que podamos ver su rostro, mirarlas a los ojos.
Que en eso radica, a la postre, contar la barbarie: reconocerla como parte de este mundo, es decir, de nosotros mismos. Alguien sugirió desde el público, mencionando a Céline, “qué hacemos” con ese tipo de literatura que puede “incitar a la violencia”. Los autores respondieron que tenemos que aceptar –qué otra opción habría– que el mal forma parte de esta vida: está aquí. Si se censura, si se esconde, si tratamos de no verlo (fingiendo vivir en un oasis), acaba creciendo, como los monstruos bajo la cama, como la basura bajo la alfombra, y rebelándose. Revelándose.
Y el mundo en que vivimos, se dijo también hacia el final del coloquio, es tremendamente violento. Los autores subrayaron que lo que llamamos violencia no es solamente un acto visible, físico o verbal, de agresión. Y eso es: el no querer ver lo que nos molesta, hacia adentro o hacia afuera, es también violencia. Como ese mendigo que todo el mundo finge no ver en la calle o en el metro; un escándalo que no hace ruido aparente, pero que en realidad atruena.
Pero –escribió Rainer M. Rilke–, “si este mundo tiene espantos, son nuestros espantos; si tiene abismos, esos abismos nos pertenecen”.