Los infinitos puentes del idioma castellano

Sin proponérselo, el tema del encuentro que reunió el pasado viernes 6 de octubre, en la librería Alberti, a un par de escritores y unos cuantos amantes de la cosa literaria, vino a coincidir tangencialmente con el ruido y la furia de los informativos de estos días, con la furia y el ruido banderiles de la calle. Aunque, por supuesto, en la Alberti no se grita; se dialoga tranquila y civilizadamente.

Lo hacían, en primera instancia, los escritores argentinos Clara Obligado y Andrés Neuman. Argentinos en cursiva porque precisamente iba todo, aquella tarde, de nacionalidades, de idiomas de nación y de las trampas que una y otra cosa imponen de manera tan tenaz –tan cansina, podríamos decir– a quienes por historia biográfica la definición del pasaporte les plantea más de una duda metafísica; mucho más, si cabe, cuando su instrumento de trabajo es un lenguaje compartido a una y otra orilla.

Una duda, en cualquier caso, que quizás a la sociedad le importe resolver, por esas cuestiones de las etiquetas y las casillas (las banderas de nuevo), pero que rara vez importan a un artista. Es más: puede suponer una riqueza y una fortuna. Neuman, por ejemplo, dijo considerar mucho más “saludable” el “sentirse más o menos argentino”. Y lo mismo podríamos decir de esas otras cosas paralelas (qué saludable sería que todo el mundo se sintiera más o menos español, o catalán; más o menos de todas partes y de ninguna).

Argentina y España: sus puentes literarios, era el título que amparaba el encuentro. Un puente es, dijo Neuman, “un artilugio” cuya razón de ser depende de dos orillas. Pero en su caso particular “no se trata de decidir entre uno de los dos extremos del puente, sino de vivir ahí”; de tener el puente como lugar de residencia, como pasaporte con sello de nómada permanente.

¿Es Neuman un escritor argentino o español? En su caso, aterrizó aquí a los 12 años, concretamente en Granada, donde aprendió lo interesante que puede resultar ser escolarizado en dos países distintos: se puede ganar con ello, dijo, cierta “condición anfibia” culturalmente. Con lo que quizás se rompe la discusión del puente: si éste está entre una y otra parcela de tierra, el agua que corre por debajo no tiene patria alguna, de modo que a ver cómo encasquetamos un DNI a un pez.

Clara Obligado lo corroboró: ella llegó a España en el 76, golpe de Estado fascista mediante en su país, y para ella el escribir más en el español de aquí y el hablar más en el español de allá crean en ella un “doble vínculo” sobre el que puede fundar incluso una poética: a Obligado le interesa escribir, precisamente, sobre esa “tensión”; “contar la extranjería”, el “ser y no ser de ningún lugar”, para tratar de ser de todos.

¿Qué clase de castellano, entonces, se elige a la hora de vivir, de hablar, de escribir, de habitar uno consigo mismo? Pero… ¿puede elegirse tal cosa, en el caso de los escritores transterrados? En realidad no; o harto improbablemente: para Neuman, tan “artificial” hubiera sido seguir hablando en España “el argentino del barrio de San Telmo de los años 70” como “declararse más granadino que Lorca” y hablar así en consecuencia.

En la conversación –moderada por Eduardo Becerra–  fueron emergiendo otros nombres que lidiaron en su día con cuestiones idiomáticas mucho más complejas, por tratarse cambios de idioma literales: Conrad, Beckett, Nabokov… Por eso, para Neuman esa letanía clásica –ya casi cursi– de que “la patria es el idioma” resulta, para él, “como no decir nada”: lo refutan los nombres citados, y además revela en su opinión cierta pretensión de encontrar “el último bastión de la esencia frente a la liquidez de la identidad”.

Tratar de encontrar en la lengua, quizás, una pureza que la propia identidad humana desmiente de continuo, por la sencilla razón de que no hay dos seres humanos iguales. Cómo va a haber, entonces, dos formas iguales de entender un idioma, de crear con un idioma, de habitarlo.

De las ‘esencias’

 

Sobre tales intentos de preservar esas esencias recordó Clara Obligado, por ejemplo, cómo en el Pedro Páramo de Juan Rulfo, al publicarse en España, se cambió el nombre de Eduvigis por el de Eduviges; ejemplo que ilustra hasta qué punto un detalle irrelevante puede suponer para algunos la diferencia entre un lector “de aquí” y otro “de allí”. Es cierto, admitió, que ciertos modismos y expresiones pueden llevar a confusión a algunos de entre los millones de lectores en español repartidos por todo el mundo, de Madrid a Buenos Aires y de Buenos Aires a Los Ángeles (“si digo pollera, muchos entenderán que hablo de alguien que vende pollos”; en argentina es sinónimo de falda, también).

El español es así de rico, de diverso, de complejo, de escurridizo. Pero por eso mismo “eso del castellano neutro no existe: el Quijote no es neutro, Cien años de soledad tampoco. Pero los lectores nos hemos buscado la vida [para entender por intuición lo que algunas palabras querían decir] y no ha pasado nada”. Tratan, en esos casos, de “rebajar el castellano que usa el autor para transformarlo en algo que teóricamente la gente va a consumir más”. Es decir, la lógica del mercado aplicada a una obra literaria. Cuando es infinitamente “más liberador” que cada autor haga lo que “tenga que hacer” a la hora de usar su idioma.

Según Andrés Neuman, el lector como ente uniformado, de nuevo, “no existe: hay muchos lectores distintos” (tantos como personas hay). Por tanto, no podrá existir un “español neutro”. “Lo de la lengua nacional”, dijo, “¿qué es?”. Una misma lengua está “llena de registros” internos, de giros que varían de un pueblo a otro, separados por un par de kilómetros. Cosas que “hacen imposible defender que un país tenga una lengua”. (Sin salir de España, ¿serían iguales el español que usa alguien de Cádiz y el que usa alguien de Asturias? ¿El de alguien de Murcia y el de alguien de Valladolid?).

El público se animó con la conversación: una lingüista apuntó que la traducción trataría de “adaptar” de la forma más natural posible un texto, sin “violentar el lenguaje” desnaturalizándolo. Otra asistente opinó que “hablar del purismo lingüístico es una forma de racismo lexicográfico” –y todos parecieron estar de acuerdo.

Sobre este último asunto, Obligado ya había apuntado cierta supuesta frase de una escritora española, que habría dicho, sobre el éxito en España de los autores latinoamericanos en los 60 y 70: “No vamos a permitir otro boom”. Para la escritora argentina, algo normal entonces, teniendo en cuenta que salir del franquismo para que “te caiga encima García Márquez” [en términos de influencia cultural] no debió de ser grato para algunos. (Y más de uno hubo entonces que usó a los autores del boom como explicación de que la gente no comprara sus libros, muy oportunamente.)

Sin embargo, el desconocimiento, la ausencia de más puentes, literarios y de toda índole, entre España y Latinoamérica, sigue vigente, según Obligado y Neuman. En ambas direcciones. Neuman quiso poner el dedo en otra llaga, en dirección contraria a la de su colega, al afirmar que probablemente haya hoy en día muchos más autores latinoamericanos conocidos en España que españoles conocidos allí. “Es muy difícil”, dijo, “encontrar lectores argentinos interesados en la literatura española que no sea la Generación del 27 o unos cuantos nombres de ahora: Marías, Vila-Matas, Almudena Grandes, Rosa Montero, Arturo Pérez-Reverte” y poco más.

Son ese tipo de puentes, también, los que urge seguir construyendo, para unirnos más en la hermosa patria de contar historias que en la tramposa entelequia de la nación, la patria y la identidad del pasaporte.    

 

Por  Miguel Ángel Ortega Lucas

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