Aviso para navegantes: esta tarde me corresponde presentar el libro de un muy querido amigo, de un estrecho colaborador y, además, de un excelente, al menos para quien se os dirige, poeta. También quiero advertir, sin pretender con ello ganarme vuestra indulgencia de entrada, que hablaré muy, muy elogiosamente del poeta. Del amigo del alma, que lo es asimismo, lo hago ya en mi día a día y en el silencio que corresponde al ámbito de la privacidad.
Más que a hablar de los poemas de Abraham Gragera, que también, voy a tratar de situar, aun con carácter somero habida cuenta de que no disponemos del tiempo necesario, su poética en el marco de la poesía que hoy se escribe en España. Su obra, siendo criatura en su época —y digo «en su época» y no «de su época»—, no se parece a ninguna otra de sus compañeros de generación. Si se me apura, sus poemas gozan ya de un lugar por derecho propio y justeza poética, y no sólo en los magros anales de la poesía del siglo XXI, sino también, con un solo libro, en los del ya pasado siglo XX.
Como reza uno de los poemas de Abraham: «Gracias, dioses, por habernos enseñado a soportar ser únicos». Pues, entre otras cosas, a esta vida venimos a aprender a dar las gracias. Cuando sabíamos darlas, entendíamos que el genio no era un mérito personal, sino un regalo. Es evidente que el «culto a los genios» de nuestra época nada tiene que ver con el cuidado y la atención al genio o al dâimon de la Antigüedad clásica. Sería pertinente recordar que este último término tenía diversos significados en el mundo griego: eran las divinidades originales; las ánimas divinizadas de los antepasados; los intermediarios entre los dioses superiores y los hombres; los diferentes espíritus de la condición humana, o la fuerza interior —lo que hoy llamamos la voz de la conciencia— que guía al hombre virtuoso. El dâimon es el intermediario, pero también el acompañante. Mediación y acompañamiento, nada menos: he ahí dos de los vectores entre los que se ha movido siempre la poesía. Necesitamos compañía. Necesitamos una voz que nos ayude a dibujar el círculo de nuestro mundo interior. Quien pide hoy en día reconocimiento a su «genio», tomando como exclusiva referencia del mismo aquello que se le ocurra, no está entendiendo nada de la naturaleza del mismo. Como nos recordaba Husserl, hay que tener ocurrencias, pero nunca publicarlas. ¡Cuánta poesía se escribe en la actualidad y se escribió antaño con ese exclusivo y egocéntrico fin!
Y como la memoria es frágil, no estaría de más recordar ahora que Adiós a la época de los grandes caracteres, el primer libro de versos de nuestro poeta, suscitó previamente a su publicación, todo hay que decirlo, tanto un gran rumor admirativo, apenas secreto, como, casi automáticamente tras su edición, una unánime sanción de boca a oído muy positiva, sobre todo entre poetas, y no sólo entre los de su generación. A tal punto llegó el bucle mistificador —algo ante lo que el propio Abraham, me consta, se mantenía totalmente incrédulo aparte de incómodo—, que corrió la leyenda de que nuestro poeta con ese primer libro se retiraba definitivamente de la poesía. Algo, por lo demás, que los más cercanos sabíamos que era un burdo bulo. Por suerte para quienes aman la poesía esa suposición se contradijo con la aparición de este El tiempo menos solo. Libro con el que acaba de recibir el Premio Ojo Crítico, por cierto.
En consecuencia, me sorprende sobremanera que este segundo libro de consumación haya sido silenciado justo por aquellos que no se ahorraron los más encendidos y ditirámbicos elogios del primero. Hasta donde sé, sólo ha habido tres excepciones: la de Carlos Pardo, Martín López Vega y, hace muy poco, la de Juan Carlos Abril. E insisto, me extraña doblemente porque habiéndose considerado casi de forma unánime aquél, su primer libro, uno de los mejores y más renovadores de su generación, creo que El tiempo menos solo supone un paso adelante cualitativo en la obra de un ya muy maduro Abraham Gragera, y que lo instala, insisto, en el panorama de la poesía actual escrita en español como valor ineludible. Aunque sé que mi amigo está más allá de estas conjeturas, no quería pasarlas por alto.
En la poesía de Abraham subyace una poética transformadora que trasciende los juegos ingeniosos de palabras, las ocurrencias imaginarias, los artificios sintácticos, las fórmulas dadas y las palabras prestigiadas por la propia poesía. Con conocimiento de causa busca una vía poética capaz de superar el dualismo de la razón y la inspiración en pos de una objetividad que niegue la tiranía del discurso racional, del mismo modo que de matute niega la de las pulsiones inconscientes, la de la facilidad complaciente de la auto-expresión y la de la sucesión causal del mundo dividido en objetos individuales. Una poética que tiene tanto de tradicional como de clásica, romántica, moderna, posmoderna, contemporánea y, en última instancia, atemporal. Una poética, en suma, «del ser hoy siempre todavía».
Él es, entre otras muchas cosas, un buscador, un buscador infatigable de poetas de otras tradiciones. No en balde El tiempo menos solo es un libro lleno de genealogías. Soy consciente también de que otros muchos compañeros suyos de generación son buscadores, pero al contrario que éstos, en Abraham uno no encuentra nunca ecos, ni siquiera un estilema, de los poetas rastreados. Es decir, en él están todos los elegidos, pero no se nota. Se hallan en distendido diálogo poético con la poesía que los alberga. Y creed que los que están son muchos, de ahí que no merezca la pena enumerarlos. Salvo quizá señalar que, al margen de sus coetáneos, están los clásicos, de los helenos a los españoles. Sean, pues, los lectores, como buscadores que también son, quienes den con ellos como una prueba más de que la poesía se dirige hacia un más allá, a un diálogo entre los nombres, la realidad y la vida.
Cuando uno busca la verdad suele toparse, a cambio, con asombros y dudas. Aun así, creo que todos estaríamos de acuerdo en una cosa: en que toda obra es producto de su tiempo y quizá también en que lo que vale la pena de ella se encontrará siempre fuera del tiempo en que estuvo escrita. Hay obras datadas y obras que van más allá del tiempo en que fueron concebidas. Éstas, entre las que cuento la de Abraham, como han sido hijas de la vida —la vida, o sea, ese pequeño detalle que siempre nos sobrevive—, acaban siendo vida afirmándose a sí misma. A mi entender, el poema siempre tiene la misión de afirmar la vida.
Además, afirmar la vida es salir del tiempo de la mano de la poesía, porque la poesía es un intento de acercarse a lo misterioso, a lo invisible que late por debajo de todo, incluso de lo meramente aparente, y lo interrelaciona. La poesía, la escritura contestan a una necesidad de trascender, de encontrar significados en un mundo repleto de cosas y seres que se transforman y desaparecen. La poesía de Abraham propone un maravilloso imposible: que nos durmamos «pensando que al abrir los ojos las cosas nos recordarán». El tiempo en la poesía y quizá también en el mismo lecho que los hombres le hemos dispuesto transcurre contra la muerte. Su único objetivo es escapar de ella y de su quietud, escapar hacia donde la muerte no pueda alcanzarlo: «(…) como si el hombre fuese sólo la forma humana del tiempo, y no la forma temporal del hombre el tiempo que los ha soñado así, a la altura de la siembra, a medida de la siega» (del poema «A la altura, a medida»). El mito precede al tiempo.
Abraham, como el excelente poeta que es, es un creador en estado permanente de alerta, de escucha de aquello que los otros no percibimos, y como poeta nombra aquello que nosotros ignoramos. Trata de nombrar lo que se desconoce ampliando en consecuencia nuestra conciencia. Ya lo señaló Marià Manent: «La poesía nace, esencialmente, de un impulso metafórico, de la complacencia misteriosa del que siente la relación profunda de los seres y sabe que hay una afinidad secreta entre realidades lejanas, incluso entre los seres y las cosas más discordantes. Mira cómo se miran las cosas entre sí». A lo que yo añadiría: y mira cómo nos miran para poder expresar a través de ellas lo que albergan también de nosotros.
La máscara dice cosas ininteligibles, pero que se comprenden, nos dijo Wallace Stevens. Luego la muerte no interrumpe nada. Y es por eso por lo que el poeta en su poema «Diciembre» puede decirnos: «(…) me pregunto cómo recibirán a los que mueren los que nunca llegaron a nacer, los que no hayan nacido cuando todo muera…».
El tiempo menos solo es esencialmente un libro de poesía amorosa o, si se me apura, es en el fondo un solo y largo poema de amor a la vida, al amor mismo, a «todo lo que es, perece y muda», dividido en estancias. Habría de añadirse además que a Abraham Gragera el simple amor no lo sacia, no le basta «porque las cosas sean incapaces de aceptar el yugo, lo literal de nuestras voluntariosas aproximaciones». Y ¿por qué puede decirnos esto? Pues porque el poeta siempre se dirige a aquellos que han sido tocados en el tiempo por el soplo del espíritu que viene desde mucho antes del tiempo y que sobrevive a éste. O, mejor aún: porque el poema vivo se aposenta por derecho propio, es decir, por rendición de vida, más allá de los sentidos, fuera del tiempo, en el aire, sin tiempo.
Espigar aquellos poemas que más me han emocionado del conjunto sería una tentación, pero preferiría soslayarla. Sólo quisiera destacar uno, el dedicado a sus padres «El león, la herida y la rosa», donde se cumple lo que muy acertadamente nos señaló Sergio Suárez en la presentación de este libro: «Los poemas de Abraham Gragera son una permanente invitación a estar en el mundo, a incardinarse en la realidad y, una vez en ella, conversar con la luz…».
Una luz bajo la que nos damos cuenta de que hay dos tiempos: el que observamos y el que nos transforma. El que vivimos y nos inspira, y el que tras esa suerte de inspiración nos decanta, nos acoge. Es decir, un tiempo en que el poema se escribe y otro más allá de éste en que el poema se lee, crece y se inscribe en nosotros y que dará lugar al silencio.
Ese silencio devolverá los nombres, porque cuanto existe tiene un nombre para cada cosa que existe y existimos porque las cosas saben cada nombre que cada una de ellas nos ha dado. Y la poesía, que no ignora eso, no sólo dice, sino que también expresa lo que no puede decirse, lo que nunca se ha dicho, lo que siquiera sospechábamos que podía decirse.
Todo lo que conocemos lo conocemos a través de los nombres y las formas, pero los poetas, como es el caso de Abraham Gragera, tratan siempre, incluso sin pretenderlo, de ir más allá: intentan llegar al abismo y asomarse a la otra orilla… si es que en verdad existe esa otra orilla. La poesía siempre está buscando llegar heroicamente hasta el límite de sus fuerzas, límite que define definitivamente su forma y, en consecuencia, su meta: la de sustraernos a la muerte.
Y para ir terminando, quisiera recordar, dado que el poeta es el que despierta en el lector el poema que éste lleva escrito dentro, las siguientes palabras de Abraham Gragera: «Soñar no nos protege del dolor ajeno; quizá al morir no nos volvamos del todo indiferentes; después de todo».
Sólo me resta ya daros las gracias por vuestra atención y pedir encarecidamente, a aquellos que todavía no lo hayáis hecho, que leáis este libro.
Por Manuel Borrás
Este texto fue leído por el autor del mismo en la presentación de El tiempo menos solo en la librería Tipos Infames, el pasado 3 de marzo.