Poéticas Colombianas. De la violencia a lo sagrado

El arte y la literatura contemporánea en Colombia suelen tratar el tema de la violencia. Cabe anotarlo si tenemos en cuenta que la guerra, la inequidad y la pobreza han azotado a  nuestro país en el último siglo. Abunda la narrativa del narcotráfico, y la plástica ha venido adquiriendo la función de construcción de la memoria del horror. En la poesía encontramos quienes hacen de la violencia su temática central. Sin embargo, hay una serie de autores que tratan este asunto sin convertirlo en su eje principal e inclusive quienes no lo tratan del todo. Los dos últimos grupos nos hacen pensar en cuál es la función de este tipo de poesía en un país que está a punto de firmar la paz después de una guerra que ha dejado heridas todavía innombrables.

Empezaremos por ver ejemplos de la poesía de la violencia en el siglo XX. El exponente más importante, Juan Manuel Roca (1946), emplea un tono expresionista en el que prima la construcción de atmósferas de miedo, represión y tortura. Estas están desprovistas del referente histórico al que se remiten, por un lado el régimen de los años 80 que persiguió a la izquierda, y por otro el nacimiento del narcotráfico.

Roca marca  la poesía contemporánea a partir de su postura: hay que nombrar el horror. Así, encontramos el segundo grupo de poetas que tratan la violencia pero no la convierten en su tema central. Aparece en la obra de la también novelista Piedad Bonnett (1951), conocida por el tratamiento de la cotidianidad y la desgarradura femenina a partir, por ejemplo, de la mirada de un niño que se asoma a la muerte. También en la de José Manuel Arango (1937-2002), quien utiliza un lenguaje seco y desprovisto de simbologías, recurso novedoso en las poéticas del siglo XX colombianas, sobre casos de cuerpos destrozados. La obra de Horacio Benavides, ganador del premio nacional de poesía 2013, dialoga con la naturaleza creando bestiarios, como en Colibrí: “La luz / se hace cuerpo / en tu cuerpo/ La miel / se adelgaza / en tu pico”. Sin embargo, le dedica su último libro Conversación a oscuras a la violencia reciente en Colombia, a partir del grito de la víctima: “Solo se escuchaba / el grito de algún torturado / y el chapoteo de los caimanes en el pozo/ disputándose los muertos”.

Nos acercamos, así, al último grupo, el que no se ocupa de este tema. Raúl Gómez Jattin, (1945-1997), propone el fin del arte representativo y aboga por uno que se fusiona con la vida, como se puede ver en De lo que no fue: “Intemperie y soledad / faltan en tu vida amigo de mi alma / Lo lamento   De verdad lo lamento / En el poema que se quiere escribir sobre ti /asoman ellas / Vengativas y menesterosas pidiendo un lugar”.

Luego vienen dos obras que parten de la misma pregunta por lo sagrado. Primero, Rómulo Bustos Aguirre (1954) busca espiritualidades diferentes a las del dios cristiano y las encuentra no solo en lo indígena o en lo africano, sino en lo animal, como en Dactiloscopia: “Justo cuando mueves el hilo con el dedo / aparece la araña con todas sus patas, su abdomen, / sus pelos / y sus ojos casi ciegos”. Después viene Jorge Cadavid (1962) con una metafísica contemporánea basada en estudios sobre la mirada y el silencio, en un lenguaje austero, como en Saga: “Atisbos entre líneas / En el duelo blanco con Dios / estelares indicios”.

En medio de las poéticas de la violencia aparece una obsesión, entre el segundo y más marcado en el tercer grupo visto anteriormente, por lo espiritual, con escrituras de lo invisible de la materia, el diálogo con lo animal, el acercamiento a la naturaleza con los nombres de árboles y plantas propios del país. Mientras que otras artes se ocupan de la memoria de la guerra, estos poetas reconstruyen un elemento fundamental para el pos-conflicto: la posibilidad de lo sagrado en medio del sin sentido del horror.

 

Por  María Paz Guerrero

 

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