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Pablo Auladell, 25/03/2015

 

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Auladell, trazos de un paraíso

Con Pablo Auladell (Alicante, 1972) nos enfrentamos a la suerte del artista completo, donde se une la vocación con la maestría trabajada de modo consciente. Un niño que ama sus lápices, deambula por una carrera de Filología Inglesa, poeta y cantautor frustrado, y su vuelta a los dibujos, al cómic, el cauce perfecto para sus dos pasiones, la palabra y la imagen. Primeros coqueteos que le llevarán pronto a buscar la profesionalización, que vendrá con el Premio Injuve en el 2000 y el contacto con la Asociación de ilustradores valencianos, que le abre a sus primeros trabajos junto a Paco Camarasa en la editorial De Ponent. Vendrán después premios como el Premio a las mejores Ilustraciones de Libros Infantiles y Juveniles por Pieter, Peter y Peer y otros cuentos de Andersen, otorgado por el Ministerio de Cultura en 2005, o el Premio Autor Revelación en el Salón del Cómic de Barcelona en 2006, por La Torre Blanca. Inicios de una obra que cuenta hoy con más de una treintena de álbumes, cómic y novelas ilustradas, además de exposiciones y colaboraciones internacionales.

Pero si algo maravilla de la carrera de Auladell es su progresión estilística, su técnica virtuosa, su variedad y su capacidad para buscar su propia voz, sin prisas, combinando y adaptando sus referentes artísticos y literarios, investigando para cada obra su forma exacta, única y que desarrolle otras de sus grandes dotes, las narrativas, dotando a cada trabajo de una coherencia y perspectiva global poco habituales. Partiendo de lo aprendido de maestros del cómic como el lírico Federico del Barrio, del dibujo cambiante de Castells o del mítico Giraud, irá sumando sus claras influencias personales de artistas de la talla de Goya, Picasso o de los primitivos italianos, enriqueciendo su mundo gráfico, pasando de distintas pruebas de trazo, textura y color, a esa técnica actual donde mejor se maneja: el carboncillo, el grafito y el pastel, “una técnica sencilla y que me permite dibujar como si modelara”, como él mismo apunta, y que nos regala un apasionante uso narrativo del color, un rotundo componente pictórico, y una línea perfecta que nace de entre la mancha, trazos que discriminan hasta dar con la silueta necesaria, el contorno de sutil belleza de claras referencias clásicas.

Por destacar algunos hitos de su bibliografía, La Torre Blanca será su verdadero fogueo artístico, título que le introduce de lleno en el mundo del cómic, una obra de crecimiento, germen de su estilo, que ya estaba cuajando en su esperado El camino del titiritero, menos poético, más contenido. Otra maravilla, La feria abandonada, álbum que incluye algunos textos suyos y que da forma al imaginario casi definitivo tras muchos años de trabajo, con referencias de la pintura española, trabajada con texturas murales y la ya bien adquirida técnica del carboncillo, negro y sepia y juegos con pastel. Su diálogo con el genial Joseph Roth en La leyenda del santo bebedor para Libros del Zorro Rojo, un salto cualitativo de excelencia que supo resolver brillantemente con líneas que recuerdan a gigantes como Grosz, Kirchner o Picasso para recrear ese París de entreguerras. La reciente La puerta de los pájaros para editorial Impedimenta, sobre texto de Gustavo Martín Garzo, otro reto, ya que ilustrar una historia de tintes onírico-clásicos requería saber bailar con la novela de forma independiente y darle coherencia, y supo hacerlo a través de un juego de puertas y marcos que mantenían el tono literario y la estética de cuento medieval. Pasos, avances, un estilo que crece y se embellece.

Y llegamos a su monumental adaptación al cómic de El Paraíso Perdido de John Milton, recién publicada, después de varias carambolas editoriales, por Sexto Piso. La homérica hazaña consistía en trabajar sobre un texto sagrado de la lengua inglesa y transformar su prosa lírica, estática y recargada en imágenes dinámicas apropiadas a la narración en viñetas. Casi cinco años de trabajo para tomar el pulso y reconectar con la actualidad esta obra de venganza del inglés contra el castigo de su ceguera y su derrota revolucionaria cromwelliana, partiendo de una selección mínima pero perfecta del texto y una apuesta por la imagen simbólica que no pierde nunca el estilo miltoniano, jugando con personajes arquetipos, una ambientación perfecta que va de la oscuridad barroca del infierno a la luz evanescente de un cielo renacentista, en un monocromatismo de luces y sombras, texturas, paisajes borrosos y dinámicos para figuras que parecen salidas de lienzos del quattrocento, en una caída de luz y trazo para acompañar a la victoria del mal, con una capacidad magistral para transmitir la humanidad de ese mal, la verdadera historia del libro, con centro en un Satán inolvidable, con el que es imposible no empatizar desde el arranque, como hermano en las pasiones del hombre, de lo mejor y peor que hay en cada uno de nosotros.

 

Por  Adolfo López Chocarro

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