A principios de año, la poeta Azahara Palomeque publicó el libro de crónicas Año 9, un panorama tanto de la destrucción perpetrada en Estados Unidos durante la Administración Trump, como de la trayectoria vital migrante de quien lleva casi una década en unas tierras donde no se siente acogida.
Año 9 empieza con una cita de James Baldwin. Yo te propongo otra, muy conocida, del mismo autor: “I love America more than any other country in the world, and exactly for this reason, I insist on the right to criticize her perpetually” (Amo a América más que a cualquier otro país del mundo, y exactamente por esta razón insisto en mi derecho a criticarla perpetuamente). Baldwin se construye una justificación patriótica para la crítica. ¿Cómo se construye una emigrante su derecho a criticar el país de acogida?
Baldwin tenía una relación de amor y odio con Estados Unidos: pasó temporadas en Francia precisamente porque no soportaba estar aquí y, cuando estaba, tenía muchísimos problemas de adaptación en un universo social y literario que a menudo lo rechazaba. No dudo de su patriotismo, pero es más complejo; en la cita que yo propongo él abraza las contradicciones y se queja de la decoración verbal que observa en la gente, la falta de honestidad, que apunta a una imposibilidad de comunicación. Mi crítica nace de ahí: de no poder dejar de ser honesta, aunque a veces no sea lo más aceptado socialmente. La expresión “país de acogida” tiene unas connotaciones de refugio, maternales, que casi obligan a cierto agradecimiento por parte de quien llega de fuera, pero yo no he sentido nunca esa acogida y, como yo, otros personajes que circulan por el libro: un refugiado sirio, una estudiante negra, etc., que viven en permanente conflicto con la realidad que los rodea. Más que construir el derecho a la crítica, me interesa recalcar la crítica como obligación moral, independientemente de dónde hayamos nacido o dónde hayamos acabado.
Entiendo que, al estar escrito en español, Año 9 es un libro para hispanohablantes, o incluso más específicamente para españoles. ¿Por qué escribirlo? ¿Es una advertencia que revela lo que ocurre en el país que lidera el mundo y que marca el camino? ¿Un ejercicio de resistencia?
Es un libro para españoles en cuanto que esas son mis coordenadas y no puedo cambiarlas, pero lo han leído amigos latinoamericanos y han encontrado paralelismos con su experiencia. Si se publicase en traducción, probablemente habría lectoras que se sentirían identificadas desde otros lugares. Ya me pasó con American Poems: una estudiante norteamericana trans lo leyó en clave de género desde su sensación de ser inmigrante dentro del propio cuerpo. En última instancia, los libros se escriben para trazar un puente empático con otros espacios, hasta los más diferentes. No creo que se le puedan poner fronteras a Año 9, y quizá por eso lo escribí, para romperlas todas en una suerte de iconoclasia liberadora. Este libro actúa como mecanismo demoledor del American Dream en un mundo que sigue creyendo en las bondades hollywoodienses de este país; desmonta el mito del español aventurero con que tanto nos han machacado, porque aún, en España, pervive el relato colonial de quien se marcha a conquistar otras tierras en lugar de aceptar que es un país cuyo mercado laboral fallido sigue expulsando a gente y empobreciendo a los que se quedan; y es un libro que necesitaba escribir como testimonio de nuestra supervivencia en un mundo muy yanquizado y, en último lugar, como ejercicio catártico. En ese sentido, marca una continuación con mi poesía, aunque algunos han leído un golpe de timón al haberlo escrito en prosa.
Eliges mirar desde la catástrofe. ¿Había otras opciones? Si el libro lo hubieras escrito hace nueve años, al poco de llegar, ¿desde dónde habrías mirado? ¿Qué ha pasado desde entonces, tanto en el país como en ti y tu experiencia migratoria?
Soy una persona extremadamente sensible, pero mi carne es porosa y por ella se cuelan muchas cuestiones sociales. Si lo hubiera escrito al poco de llegar supongo que hablaría de una experiencia Erasmus, casi; me habría enfocado más en el contexto universitario y habría partido de un desconocimiento absoluto del país. Yo no empecé a entender bien Estados Unidos hasta que me salí de los círculos de los departamentos de español y comencé a convivir exclusivamente con estadounidenses, y a hablar inglés a todas horas. Esa catástrofe emerge del aislamiento que provoca no compartir valores con quienes te rodean, de una soledad extrema en cuanto que toda mi vida anterior quedó reducida –para los demás– al exotismo del flamenco, etc., que además mis rasgos evocan, pero, al mismo tiempo, la catástrofe ha sido –y sigue siendo– política, y jamás habría acumulado esos conocimientos profundos no sólo de la era Trump, sino de todos los problemas estructurales que llevaron a ella, si no fuese porque no cuento con un círculo social inmigrante que me proteja, con gente afín alrededor. Lo que ha pasado es una deriva cada vez más sangrante hacia el autoritarismo y un cuerpo que la acusa, la denuncia, la sufre. Lo que ha pasado, también, es la perpetuidad del estado de crisis.
La catástrofe refiere a un proceso de destrucción, de ruinificación. El libro da la sensación de estar escrito desde el ojo del huracán en el momento en que el huracán alcanza su máxima intensidad y capacidad de destrucción. Es un lugar jodido desde el que escribir. ¿Cómo lo has conseguido? ¿Qué particularidades tiene escribir desde ahí?
Yo escribo con mucha rabia, con muchísimo dolor, casi por venganza, como decía Reinaldo Arenas. Al mismo tiempo, odio el mito del malditismo que, cuando se aplica a las mujeres, supone ubicarnos directamente en el reino de la histeria y fuera del pensamiento. Mis libros son el resultado de un proceso meticuloso de investigación, de exploración del lenguaje, pero todo nace desde el cuerpo. Por ejemplo: yo voy a la playa y, en lugar de deleitarme con la belleza del mar, me imagino el plástico que contiene y los animales que estarán muriendo en ese instante. Me estremezco. No lo puedo evitar. De ahí nació, por cierto, RIP (Rest in Plastic). Año 9 es igual, es mirar alrededor y decir: no me puedo creer que la gente se arruine por no poder pagar facturas médicas, que pueda haber un tiroteo en cualquier momento, que exista un odio racial tan visceral y a la vez consagrado en las instituciones, que yo viva aquí y tenga que sufrir esto mientras pierdo, además, el lenguaje. En términos políticos, no sé si es el ojo del huracán o las primeras ráfagas de lluvia que anuncian el desastre. El libro fue escrito en el otoño de 2018 y es casi premonitorio de lo que vendría: hemos visto Estados Unidos explotar en protestas porque la situación se ha hecho insoportable para millones de personas. La catástrofe desde la que escribo es también una pregunta: ¿por qué nadie hace nada? ¿Por qué no estalla esto en cualquier momento? Critico, por ejemplo, la falta de manifestaciones. Bueno…, hemos comprobado que era cuestión de meses. Lo estaba viendo venir y no lo sabía. ¿Cómo he conseguido escribir desde ahí? Es que no hay lugar alternativo y, cuando lo hay, porque me lo construyo, es completamente efímero: estoy tomándome una cerveza al sol con un cigarro, que es uno de mis mayores placeres, o estoy viajando unos días, fuera de aquí, en un lugar mejor. Entonces no escribo.
“Es difícil labrarse una voz”, dices, en este contexto migratorio, en medio de la catástrofe. ¿Cómo lo has hecho? ¿Qué le ha pasado a tu voz en esta década?
Tengo una amiga cuya madre, inmigrante filipina, arranca cada cierto tiempo lo que crece en el jardín. Da igual que sean jaramagos, arbustos o incluso árboles: cuando nota que cierta planta va creciendo, en un arrebato la desenraiza. Creo que mi voz se parece a ese jardín. Es un lenguaje que no tiene hábitat, desnaturalizado, que convive con un clima hostil que se expresa en otro idioma. Es un lenguaje cuyo arraigo se encuentra en los libros que voy leyendo y los esfuerzos que hago por no olvidarlo pero que va perdiendo contacto con lo coloquial, con los discursos de cada día, es decir, con su aspecto más practicable, su funcionalidad y sus afectos. Escribir desde ahí desenmascara aún más la extranjería pero también supone una herramienta de combate contra ésta, porque es mi manera de volver a casa. Claro que no ha sido siempre así, porque, como apuntas, estamos hablando de una década. Los dos primeros años de mi estancia en Estados Unidos los dediqué a hacer un máster en portugués, así que existía cierta mezcla con el idioma luso que no provocaba el estancamiento del español, al contrario, se complementaban, se ayudaban mutuamente en una suerte de simbiosis. Tampoco tenía conciencia migratoria, sino que me consideraba en una estancia de intercambio, cosa que la crisis se encargó de refutar. Después el doctorado lo realicé en español y creo que en ese momento fue cuando empezó a desarrollarse un estilo que ya es muy característico mío: las frases largas pero entrecortadas, la deuda con las vanguardias, la exploración continua del vocabulario. Más tarde, en completo aislamiento, he visto cómo el inglés devoraba áreas de mi cerebro que intentan protegerse: sigo manteniendo los rasgos anteriores pero a la defensiva. De ahí viene la analogía con el jardín: algo crece, de lo contrario sería un páramo, un parking, pero algo está también muriendo o siendo asesinado constantemente.
Escribes un libro sobre migración/exilio, pero lo enmarcas en un paralelismo homérico. Sin embargo, la historia de Odiseo es la de un retorno. ¿Es escribir una forma de retorno? ¿Qué imaginarios del retorno se pueden vislumbrar tras nueve años fuera? Odiseo tardó sólo uno más desde que dejó Troya hasta que volvió a Ítaca…
Si pensamos en la figura de cualquier exiliado o inmigrante, éste sueña siempre con volver. En el exilio español tras la Guerra Civil hay muchísimos testimonios que reflejan esto: no deshicieron las maletas porque creían que, con la caída del fascismo en Europa, los aliados depondrían a Franco; luego, los más optimistas confiaron en la oposición que aparecía en el interior. Por el camino pasaron décadas. Si leemos historias de emigrantes llamados “económicos”, a Alemania en los años sesenta, no viven, trabajan y ahorran lo máximo posible para poder regresar con un colchón que les permita cierto desahogo. Uso los dos términos indistintamente, primero, porque la economía es un asunto político y, segundo, porque exiliados y emigrantes comparten experiencias, y una de ellas es esa nostalgia. Aunque no lo hago explícito, este libro está, de alguna manera, anunciando esa vuelta deseada, sobre todo porque en él se intuye el haber tocado fondo, y sólo queda subir cuando la caída ha sido tan estrepitosa. Por otra parte, el nivel de implicación con Estados Unidos es tal que esto ha llevado a algunos lectores a pensar que voy a empezar a escribir en inglés y volcarme de lleno con el país en que vivo. No son interpretaciones contrapuestas, más bien ambas indican ese punto de inflexión del que hablo y al que tú te has referido como “ruina”. De todas formas, será retorno. Aún no sé cómo, pero está claro que el autor va siempre con retraso respecto a su literatura y ahí ya se vislumbra la vuelta plausible, probablemente dura, pues regresar es otra forma de inmigración, según los mejores psicólogos, aunque más liviana y llena de reencuentros. Quizá lo plasme en otro libro, a Año 9 sólo le correspondía evocar la posibilidad. Lo demás llegará a su tiempo.
Por Miguel Caballero