Protagonistas // Autores

Belén Gopegui, 20/09/2017

 

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Imagen: Literatura Random House

«El problema no está en lo que seamos sino en cómo nos tratemos y nos trate la organización social»

“Tú, Google, tiendes a preguntar las cosas que ya sabes. Es demasiado fácil contestar a la pregunta acerca de lo que se puede hacer con alguien cuando cumple los requisitos, cuando posee premios y cursos y las cualidades esperadas (…) Tú, Google, sabes muy bien qué hacer con el personal que seleccionas. Es el tipo de pregunta de la que ya conoces la respuesta. Lo que no pareces saber es qué harás con todas las personas que dejas fuera”. En Quédate este día y esta noche conmigo (Literatura Random House), Belén Gopegui obliga al lector a posicionarse ante preguntas de las que no conoce la respuesta. Y, en primer lugar, obliga al lector a preguntarse quién es, quién ese sujeto que se afirma “yo” y que es receptor de la carta que los dos protagonistas, Mateo y Olga, escriben a Google, en concreto, al Departamento de Selección de Personal. Una serie de algoritmos codifican tanto al personal seleccionado como a los usuarios de la red; ambos, personal y usuarios, responden a una serie de lógicas tan asumidas como naturalizadas. El yo se vacía, se convierte en un automatismo, pero ¿somos conscientes de ello? Y, sobre todo, ¿qué pasa cuando alguien sale del sistema, de esa codificación?

“La resignación empeora, como mínimo, los actos políticos”, apunta Mateo, uno de los protagonistas de la novela. ¿La literatura, al menos para usted, es la no resignación? O, como dijo Tabarovsky de usted, ¿la novela funciona como contrapoder y la escritura como contrapolíticia?

El poder es también una narración en cuanto que intenta, y en gran parte consigue, escribir las vidas, los destinos. Algo en apariencia tan poco literario como la modificación del artículo 135 de la Constitución o la suma de reformas laborales aprobadas por los últimos gobiernos ha precarizado no sólo las vidas, sino, de otro modo, los sueños, de una o más generaciones. Una hipoteca, por ejemplo, no deja de ser una novela de economía-ficción. Y la conocida frase de La Tempestad de Shakespeare, estamos hechos de la misma materia que los sueños, tiene su reverso en que los sueños están hechos de la misma materia que los cuerpos, los astros, el dinero. La respuesta sería entonces que sí, una novela es una narración que puede interferir —aunque sea un poco— en la narración que alguien escribe por nosotras; es decir, la escritura puede actuar como contrapolítica si bien casi siempre actúa como “conpolítica”, sea desde la indiferencia o la complicidad, a veces ni siquiera buscada.

En este sentido, el currículum/historia que envían los dos protagonistas a Google, a la máquina que recibe las peticiones para un puesto de trabajo, ¿puede leerse como un ejercicio de contestación al sistema, como un ejercicio que interpela al sistema tal y como lo puede llegar a hacer el ejercicio literario?

Interpelar al sistema así, de golpe, sería algo demasiado presuntuoso y seguramente inútil, desde mi punto de vista. Creo que los protagonistas se interpelan a sí mismos – y por tanto también a quien les lee– sobre las posibilidades de alcanzar un destino propio —una “muerte propia”, diría Rilke— en una sociedad donde las decisiones que conciernen a nuestra vida en común no se toman en común. A su manera intentan insertar una línea propia en el código, que debiera ser común, de lo que somos.

Olga y Mateo representan dos posiciones encontradas, podríamos decir que Olga es determinista, no cree que las cosas puedan ser diferentes a como son, mientras que Mateo cree en el valor de las acciones y, por tanto, en la responsabilidad de cada uno en el momento de elegir qué hacer. ¿Es Mateo un utópico frente a Olga?

Tal es, me parece, el punto de partida de la narración; después la novela va mostrando cómo ambos puntos de vista son mutuamente invadidos, a la manera en que un diálogo transforma, o podría transformar, las palabras propias al llevarlas hacia un lugar que no es la suma de dos intervenciones diferentes sino su intersección, aquel conjunto rayado de la infancia donde vivir es posible.

“Saber que no tenemos [libertad] nos permitiría cambiar las relaciones, distribuir los esfuerzos de un modo más justo”, afirma Olga. En este sentido, ¿la aceptación del sistema y de nuestro papel dentro del sistema es la única vía para poder cambiarlo?

Las reflexiones de Olga están más cerca de Einstein cuando decía no creer en la libertad desde el punto de vista filosófico y citaba a Schopenhauer: «un hombre puede, acaso, hacer lo que quiere pero lo que no puede es querer lo que quiere». Einstein, creo que también Olga, encontraba en esa idea cierto consuelo, una fuente de piedad hacia los demás, y una forma de aliviar el sentido de la responsabilidad que a veces nos paraliza y nos hace tomarnos demasiado en serio. Pero la libertad en sentido filosófico no coincide en todo con la libertad en sentido político, tal como para mover una mesa no pensamos en la trayectoria de sus electrones. En este sentido Quédate se centra en la idea de que para modificar el rumbo primero es necesario querer modificarlo. Un querer nada fácil de sostener, sobre todo desde la soledad.

 

En la novela, el determinismo de los algoritmos que utiliza Google termina convirtiéndose en metáfora, del naturalizado determinismo que la estructura social y sus poderes hegemónicos imponen al sujeto. ¿La novela apela a la no naturalización de esa “extensa lista de instrucciones” representada por el algoritmo?

Si la historia de Olga y Mateo fuera metáfora de algo, me gustaría que lo fuera de las vidas reales, con sus circunstancias sociales y sus no-libertades concretas: edad, género, ingresos económicos, habitus, piel, miedos, deseos. En cuanto a los algoritmos, se trata precisamente de no naturalizarlos, de observar sus efectos sobre las relaciones sociales y personales para que no nos pasen inadvertidos.

La carta dirigida a Google, se dirige tanto a la máquina o sistema como al becario que puede hacer su función. Como apuntaba Eudald Espluga en su artículo, ¿quién es la verdadera máquina? O, dicho de otra manera, ¿la naturalización del algoritmo nos lleva a convertirnos en máquinas programadas para seguir “la lista de instrucciones”?

Por ahora, y todo parece indicar que, durante bastante tiempo, es el trabajo el que hace las máquinas y no las máquinas quienes hacen a los trabajadores, del mismo modo que, en otro contexto y como decía Juan Carlos Rodríguez, los explotadores necesitan a los explotados, pero no a la inversa. Pensar lo contrario es la novela que el poder está publicando con gran éxito, de momento. Cuestión distinta es la de si las personas somos máquinas, es decir aparatos con partes que se interrelacionan con funciones separadas y que desempeñan trabajos. Probablemente sí y no creo que esto deba generar escándalo alguno: máquinas únicas, irremplazables, tal vez autopoiéticas. El problema no está en lo que seamos sino en cómo nos tratemos y nos trate la organización social.

La novela se refiere al supuesto “buen trato” que reciben los trabajadores –salas de reposo, salas de juego, buen salario, flexibilidad horaria-, sin embargo, ¿acaso lo que se plantea no es que estas estrategias funcionan marxianamente como un opio, como una alienación para único beneficio de la empresa?

La palabra clave para mí sería irremplazable, ni Google ni ninguna otra empresa considera esta palabra en relación a la fuerza de trabajo, porque esa palabra no concierne sólo a la tarea realizada sino a la vieja máxima filosófica de no tratar a las personas como medios sino como fines. Por lo demás, aún no he encontrado en Google ni en otros buscadores referencias sobre el personal que limpia las oficinas, los baños, etcétera: ¿son subcontratados, disponen también de derecho a usar los sillones-cabaña y el futbolín? Todo esto sin contar que las personas empleadas en Google en todo el mundo no llegan a las sesenta mil. Una gota en el océano de personas cuyos sueldos medios no alcanzan para una vida razonable, a las que hay que añadir todas, y son muchísimas, las que no tienen trabajo.

¿Se quiere hacer olvidar al trabajador asalariado que para la empresa no es más que una herramienta para el beneficio?

Se quiere hacer pensar que sin empresarias o empresarios no habría trabajadores o trabajadoras. Esa línea narrativa tiene, como hablábamos antes, bastante éxito.

La pregunta que de ahí deriva es ¿dónde está la conciencia crítica sobre nosotros mismos y nuestro entorno?

Centrándonos sobre todo en el ámbito de la literatura y el arte, creo que son pertinentes estas palabras de Iris Murdoch: «La libertad es, pienso, un concepto mixto. La mitad verdadera de él es simplemente el nombre de un aspecto de la virtud que tiene que ver especialmente con la clarificación de la visión y la dominación del impulso egoísta. La mitad falsa y más popular es el nombre para los movimientos autoafirmativos de la falsa voluntad egoísta que, debido a nuestra ignorancia, consideramos como algo autónomo».  Ahora bien, esa clarificación de la visión no se logra, a mi parecer, con el mero impulso de la voluntad. Como es sabido, el entorno no preexiste al ser vivo, sino que al surgir el ser vivo aparece el nicho ecológico, el espacio con oxígeno que lo hace posible. Creo que este proceso es también aplicable a la conciencia crítica.

 

Literatura Random House

Imagen de Belén Gopegui cedida por Literatura Random House

En la novela, dirige una crítica a la consideración del sujeto como sujeto fluido, líquido.  Usted plantea esta crítica observando cómo las empresas pretenden dar carta de naturaleza a ese yo fluido, pero ¿podríamos ampliarla a la llamada postmodernidad y a autores como Vattimo?

Con la posmodernidad el yo se diluía y la autoría y sus certezas, y la imaginación pasaba a ocupar un papel central frente al papel secundario de la realidad, había juego, pastiche, inestabilidad y un cinismo amable. Para quienes gozaban de una situación económica viable, no era un mal sitio en donde estar. Pero con la crisis hubo quienes, y coincido con su análisis, atribuyeron el origen de la posmodernidad a un momento de impotencia política, al cambio de las relaciones de fuerza en las luchas y a cierta resignación encandilada. Es la idea del «yo libre para venderme» del que hablaba Juan Carlos Rodríguez al analizar el capitalismo.

En El comité de la noche planteaba la necesidad de imponer un nosotros colectivo ante el yo individual. Aquí, plantea la dificultad de afirmar el propio “yo”. ¿Cómo vehicular el nosotros cuando al yo se le niega la subjetividad?

No recuerdo haber usado la palabra imponer, no considero que se trate de una imposición sino de una necesidad. ¿Cómo construir subjetividad sin el encuentro con las otras y los otros? ¿Cómo sé qué soy si no puedo relacionarme con un nosotras, las personas? La individualidad y el nosotras no son “momentos” contrarios.

El individualismo se revela como una construcción del sistema. ¿El discurso del “uno puede conseguir lo que quiere”, “todo depende de cada uno” responde a esa construcción de idea de libertad? Y, por tanto, ¿interesa excluir el nosotros en pos de un yo que cree poder afirmarse autónomamente?

La cuestión es que el discurso del “uno puede conseguir lo que quiere”, “todo depende de cada uno” aun siendo tan o más utópico que una revolución, responde a nuestra ilusión de control, y esa ilusión trata de calmar la angustia de un mundo desordenado y difícil que es, a su vez, más difícil, a mi modo de ver, porque nos han expropiado, y hemos renunciado a, nuestra facultad para establecer en común un orden de prioridades. En todo caso, el problema no sería, me parece, la autonomía del individuo sino la lectura de la autonomía como autarquía.

Y volvemos a la pregunta sobre la conciencia crítica, Mateo hace referencia a un texto según el cual “quienes buscamos las causas sociales de nuestros problemas sólo estamos poniendo excusas».

Mateo atiende a lo que esa raya tiene de supuesta. Se trata de intentar aprender a pensar de otra manera que nos lleve a un lugar diferente al de los análisis del tipo: todo fue culpa del entorno, o todo fue culpa de su yo privado. Preguntas como quién tuvo la culpa o de quién es el mérito no suelen ser muy útiles para avanzar, a mi parecer.

La idea del dolor como algo que impide concentrarse y, por tanto, “es útil para sobrevivir», ¿puede relacionarse, en parte, con el discurso algo complaciente del fracaso, idea sobre la que se detenía en su libro Rompiendo algo?

En Rompiendo algo  me detenía en la especie de narcisismo o regusto que subyace en la narración del fracaso. Porque el fracaso narrado por quien tiene capacidad y tiempo para hacerlo además de vías para que esa narración se escuche, de algún modo habla de un fracaso que ha quedado atrás, y sin embargo apenas nunca se suma a esa narración el triunfo, aunque sea pequeño, que permitió elaborarla.

Los dos protagonistas se conocen en una biblioteca. Retomando el inicio de la entrevista, ¿es la biblioteca imagen de una emancipación del sujeto y de un cambio de las reglas sociales?

Es un lugar de encuentro, y una imagen de lo común, sí. Un espacio donde se promueve la igualdad política y social sin rasgarse las vestiduras, donde tener algo no significa que ese algo le falte a otra persona, pues se ha dejado fuera, al menos hasta la irrupción del llamado préstamo de pago, la lógica mercantil.

Por último, ¿acepta o le gusta la definición de autora “política” o autora de “literatura social”? O, por el contrario, ¿no entiende una literatura que no sea política, es decir, comprometida con la “polis”?

Son distinciones o etiquetas que provienen de quienes siguen diferenciando entre la forma y el contenido, entre el cuerpo y el alma. Cristianos de la literatura, podríamos decir. Soy bastante agnóstica al respecto.

 

Por  Anna Maria Iglesia

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