Protagonistas // Autores

Belén López Peiró, 23/12/2020

 

Ir a protagonistas
Imagen: Foto cedida por la autora

Belén López Peiró: “Los abusos suceden de puertas para adentro. La inseguridad no está solo en la calle”

Por qué volvías cada verano (Las afueras) es un libro duro y, a la vez, necesario. Es, en palabras de Gabriela Cabezón Cámara, “una obra exquisita, una intervención política poderosa”. No se puede definir mejor este libro en el que la escritora y periodista argentina Belén López Peiró narra, a través de un relato polifónico, los abusos sexuales que sufrió de manos de su tío siendo una adolescente. López Peiró va más allá de su propia historia y, a través del coro de voces de todos los que, de una manera u otra, fueron partícipes y/o cómplices de aquellos hechos, nos recuerda que los abusos a menores son un problema social y político, algo que nos atañe a todos.

 

Mauro Libertella dice de ti que relatas “el abuso sexual sin ambigüedades, pero con mucha literatura” y, efectivamente, junto al valor testimonial de tu libro hay que destacar el valor literario. ¿Qué importante era convertir en literatura una experiencia personal?

A partir de estudiar periodismo, ciencias de la comunicación y un poco de letras en la Universidad de Buenos Aires, me entusiasmé por la no ficción y me atrapó ese cruce de géneros que la conforma, así como su origen tan asociado, sobre todo en América Latina, a la denuncia social y política. Pienso, por ejemplo, en Rodolfo Walsh, seguramente uno de los autores más reconocidos dentro de la no ficción, pero también en autores provenientes de Norteamérica, donde hay una amplia tradición de este género. Sin embargo, una cosa es la teoría y otra la práctica: yo entendía que un hecho, aunque sea importante en la vida personal de cada uno, no se convierte en un hecho artístico así por así, sino que se necesita de un trabajo para poder transformar ese hecho en una obra de arte, dotándolo de una mirada y de una voz. Es importante, además, mantener una distancia con lo que se narra para darse cuenta de que lo que importa va más allá de la historia y tiene que ver con la manera en la que ésta se cuenta. Para mí, era absolutamente imprescindible trabajar la forma narrativa. Fue durante el taller literario que hice con Gabriela Cabezón Cámara cuando me di cuenta de que era a través de la polifonía como yo podía narrar los abusos. No los podía narrar en primera persona, sino que necesitaba otras voces que circulaban alrededor de cuanto aconteció. Y es que quería mostrar que el abuso no tiene que ver con el hecho en sí, sino con lo que sucede antes, durante y después. Junto con la polifonía, trabajé mucho el lenguaje, la puntuación, el uso de la elipsis… La no ficción se nutre de toda una serie de recursos literarios que yo traté de aprovechar.

Por lo que se refiere al lenguaje, Libertella hace hincapié en la ausencia de ambigüedades. Y es cierto, no hay metáforas ni hay fórmulas indirectas, nada se esconde, todo se nombra directamente.

Estamos acostumbradas a leer las noticias de violaciones y feminicidios a través de un lenguaje que suaviza y que matiza. Yo me di cuenta de que no debía replicar este gesto, más bien tenía que hacer todo lo contrario: el libro debía ser un golpe. Si te expulsa de la lectura es porque te está haciendo sentir lo que siente una persona abusada. Y si no puedes terminar de leerlo es porque te pones en la piel de la víctima. A mí me hubiera gustado huir de los abusos, escapar de ellos, pero no podía. Y con el libro quería reproducir ese golpe que sentimos cuando sufrimos abusos, cuando nos enfrentamos a determinados comentarios, cuando hacemos frente a la justicia patriarcal…

Asimismo, la polifonía nos recuerda que el abuso a una menor es un hecho social, nos implica a todos.

Sin duda. Para mí era fundamental subrayar el papel de instituciones como la familia, la justicia, la medicina…, porque el abuso está atravesado por lo social y, por tanto, por estas instituciones. Es fundamental ponerlo sobre la mesa y recordar que todas ellas, de una manera u otra, estuvieron ahí. Hay formas de prevenir los abusos, pero falla toda una generalidad y lo único que se consigue es revictimizar constantemente a una mujer que habla.

Al respecto, recuerdas cómo en una visita tu ginecóloga no vio las consecuencias físicas del abuso. Te creyó cuando dijiste que se había tratado de un accidente yendo en bicicleta. ¿No vio o no quiso ver?

La reacción de la doctora es muy similar a la de la familia. Muchas veces nos encontramos con personas que no quieren ver porque, ante los protocolos, los procedimientos y las consecuencias, se dan cuenta de que lo más fácil es mirar hacia otro lado. Que una mujer hable es un hecho que incomoda, mucho más teniendo en cuenta que más del 80% de los abusos son intrafamiliares. De ahí que siempre haya alguien cercano involucrado en los hechos y, por tanto, que la denuncia de los abusos conlleve que la vida cambie, deje de ser lo que era. Por esto, siempre que una mujer habla y denuncia rompe con el orden establecido. Los abusos sexuales en la infancia casi siempre se dan en estos entornos familiares y, por esto, es tan importante dar visibilidad a estos contextos, señalar lo que puede llegar a suceder ahí. Por esto es importante la implicación de todos, no solo del médico, sino también de los docentes. Normalmente, los profesores asocian el malestar de un adolescente a una cuestión de la edad, pero no podemos pararnos ahí: hay que mirar e ir más allá, ver qué se esconde tras ese malestar.

Lo que comentas me hace pensar en tu tía, la mujer del abusador: ella es incapaz de reaccionar, no quiere dejar a su marido, sigue diciendo que le quiere y le necesita.

Por lo general, cuando suceden estos hechos, siempre hay cómplices que, aunque no estén de acuerdo con el abuso, no están dispuestos a cambiar la situación ni tampoco a denunciarla. La cuestión de los cómplices es de las más complejas. Obviamente hay toda una estructura que sostiene al varón que abusa. Y no me refiero solamente a su pareja, hay todo un entramado que le otorga al abusador un lugar de poder, empezando por su trabajo. Todo este entramado se conforma de personas que, en definitiva, por su situación de poder dependen de él, son sus allegadas, quieren quedar bien con él. Por esto, decía que en todos los casos de abusos encontramos estas figuras que lo hacen posible. Quizás digan que no están de acuerdo con lo que ha hecho el abusador, pero, con su silencio y con su no hacer nada, terminan siendo cómplices. Me parecía importantísimo prestar atención a estas figuras cómplices para alertar a los lectores: si vos sos una vecina que escucha o ve algo raro en el apartamento de al lado, no mires para otro lado. Al final, se trata de preguntarnos qué lugar ocupamos cada uno de nosotros en situaciones de este tipo y qué papel tenemos para que se sigan reproduciendo.

Lo paradójico es que los cómplices, por ejemplo, de un asesinato pasan a disposición judicial, pero los cómplices de los abusos permanecen impunes.

Nunca les pasa nada, porque no hay una figura penal que reconozca su responsabilidad.

 

Ese no querer ver del que hemos hablado desmiente a tantos cómplices que afirman que ellos no vieron ni sabían nada. ¿De verdad es posible no saber que se está produciendo un abuso en tu círculo más cercano?

Más allá de que trato de universalizar, porque lo que yo viví es algo que han vivido y viven muchas mujeres, lo que puedo decir pensando en mi historia es que a veces no se ve y a veces no se quiere ver. Depende de las circunstancias. El hecho de que los abusos sean intrafamiliares hace que haya una cercanía entre el abusador y todos los demás, una cercanía que dificulta todavía más el ver y el querer ver. En mi caso, fue la pareja de mi madre, una persona ajena a la familia que, al no estar implicado emocionalmente con todo el sistema familiar, pudo observar los detalles y darse cuenta de que la mirada de mi tío no era la de un tío hacia su sobrina, sino que era una mirada con deseo. En lugar de optar por no meterse, la pareja de mi madre lo comentó y gracias a él pude hablar. Él fue mi posibilidad para poder finalmente hablar y contar lo que nunca había contado. Pero ¿cuántas otras posibilidades hubieran podido aparecer, por ejemplo, en el colegio o en las visitas médicas? Yo me agarré a la posibilidad que él me ofreció como si fuera un salvavidas. Y estoy convencida de que, en parte, fue gracias a la distancia emocional que mantenía con mi familia que la pareja de mi madre pudo romper con la impunidad comentando lo que había visto.

Leyendo el libro vemos lo difícil que es romper el hielo: a partir de que tú denuncias, comienzan a aparecer en el pueblo otras mujeres que no hubieran contado nunca nada si tú antes no abrías el camino con tu denuncia.

Cuando una mujer habla se da cuenta de que su palabra provoca acción en otras, siendo muy fuerte el choque con aquella otra mujer que, por distintos motivos, no puede hablar. Es muy importante respetar los tiempos de cada una. Lo que entendí con el tiempo es que para hablar es necesario tener un respaldo, ante todo, económico, porque para denunciar es necesario tener una economía que pueda sustentar los gastos administrativos, los abogados, la terapia. Además de todo esto, para poder hablar es necesario haber establecido una distancia entre vos y los hechos. No por nada, yo vivo en la capital y no en el pueblo donde todo sucedió y donde es más difícil hablar, porque en los pueblos chicos todos se conocen. No digo que haya más hipocresía, pero está más concentrada con respecto a las ciudades.  Tras publicar Por qué volvías cada verano, son muchas las personas que me han escrito para decirme que gracias al libro se animaron a hablar sobre lo que habían vivido o, por lo menos, a través de él se sintieron escuchadas y acompañadas.

Por tanto, ¿denunciar e, incluso, recibir ayuda terapéutica se convierten en un lujo?

Totalmente. En todos los sentidos. No sé cómo es la situación en España, pero acá es casi fundamental tener una abogada para que la denuncia no quede encajonada en medio de la investigación. Quise introducir la denuncia en el libro, porque no todas las personas tienen acceso o conocen cómo es una denuncia por violencia y quería que los lectores sintieran lo mismo que sentí yo cuando me enfrenté a mi expediente, donde se contaba con una voz y un lenguaje propio lo sucedido, nombrando las cosas de una manera completamente distinta a como lo habría podido hacer yo.

Como ya has señalado, en el libro haces referencia al lenguaje de la justicia, un lenguaje cosificador muy alejado de la necesidad de la víctima de contar lo que ha vivido.

Obviamente la justicia tiene sus términos y su forma de dividir los delitos según su gravedad, pero, al menos desde mi experiencia, la gravedad debería medirse en las consecuencias físicas y emocionales que tuvo el delito. Pero bueno, de nuevo, la justicia habla en otros términos, muy distintos de los que utiliza la víctima y esto que comentás es una de las tantas deudas que tenemos en términos judiciales. Todavía queda mucho que hacer en cuanto a la agilidad de procedimientos y a los tiempos de los procesos, por ejemplo.

¿La duración de los procesos atrapa a la víctima en su condición de víctima, le impide girar página?

En verdad, al ver que pasan los años y no conseguís ningún tipo de reparación por parte de la justicia, lo que hacés es buscarla en otra parte. La justicia como reparación es muy difícil. Yo hice la denuncia en 2014; yo no podía pasarme estos siete años a la espera del veredicto de un juez para poder reparar algo que viví. Diría que la reparación depende de cada persona, cada una tiene que encontrar la reparación por sí sola, pero no esperar encontrarla en la justicia. Es cierto que la justicia debería hacer posible que la denuncia fuera una forma posible de reparación, pero no lo hace. Y en mi caso, encontré la reparación en la escritura, que fue la forma de registrar, de volver a los hechos y transformarlos, de poder ayudar a las personas e iniciar también mi carrera como escritora. La escritura fue la mía, pero hay un montón de reparaciones posibles.

Haces hincapié en el libro en las consecuencias físicas y emocionales de sufrir abusos en la infancia y en cómo estos abusos dificultan las relaciones sexuales y sentimentales cuando se es adulta. 

Sin duda. Esto es algo cotidiano. Una vez que una persona sin consentimiento toma el cuerpo de otra, éste se vuelve un cuerpo expropiado de sí mismo. Es un trabajo cotidiano y un proceso largo, lleno de altos y bajos, el que te permite recuperar el dominio sobre el propio cuerpo. Y, como abordo en el libro, muchas veces, una vez que el abuso termina, la víctima replica ese dolor que le ha sido infligido de distintas maneras, como si no existiese la posibilidad de un cuerpo saludable. Y es que quienes padecimos abusos terminamos por aceptar y acostumbrarnos a que nuestro cuerpo sea un cuerpo dañado y usado. Para mí, uno de los trabajos más complejos es el de volverse a apropiar del propio cuerpo y hacerlo de una manera sana.

Más allá del carácter reparador, la escritura ha sido una forma también de intervención política.

Sí, la escritura me permitió salir del ámbito privado al ámbito público y el abuso dejó de ser un hecho que me provocaba vergüenza, que me hacía sentir vulnerable y que me recordaba lo que era el estereotipo de víctima -una mujer que no tiene voz, que no desea y que no se muestra-. Fue un proceso largo que comenzó con las primeras páginas escritas y siguió con la lectura del manuscrito en el taller hasta completar el libro, que me permitió distanciarme del hecho y verlo con la perspectiva necesaria para darme cuenta de que no tenía que sentir necesariamente todo lo que sentía. Al contrario, me di cuenta de que la experiencia del abuso me ponía ahí, escribiendo, intentando hacer algo a través de la escritura. El logro fue este, pasar de lo privado a lo público y, sobre todo, entender que contar en voz alta aquello que muchas personas ocultan era un gesto político, un gesto que podía ayudar a quienes hayan pasado por algo similar a sentirse menos solas. Lo que yo puedo hacer lo he hecho con el libro; es a través de la escritura que yo puedo acompañar a todas estas personas que han sufrido abusos, pero, más allá de mi acompañamiento, debe haber un Estado que sea capaz de hacer algo.

Y este hacer algo pasa por ver y no esconder, como se ha hecho desde siempre, las violencias que ocurren de puertas para adentro.

Sin duda. Yo lo que quería decir era: los abusos suceden de puertas para adentro. Dejen de decir que la inseguridad está solamente en la calle. Dejen de decir estas pelotudeces. Ustedes están abusando dentro de sus casas. Por esto, la educación sexual integral tiene que estar en la escuela, no puede depender de una familia que esté dispuesta a educar a sus hijos. La educación sexual tiene que ser integral, estructural, sistemática. A las niñas y a los niños, que también sufren abusos, hay que educarles sobre el consentimiento, sobre los límites del cuerpo. Tienen que aprender a nombrar. Tienen que aprender la diferencia entre abuso y violación y a saber cuándo existe violencia y cuándo no.

Y tienen que aprender que la culpa no es de la víctima, pues muchas veces se suele culpar a la víctima de los abusos y violencias que sufre.

Cuando denunciás, la primera pregunta que te hacen es: ¿por qué vuelves al lugar donde te abusaban? ¿Te gustaba? ¿Por qué seguís con tu marido si te violenta? Hacen preguntas de este tipo a mujeres que sufren malos tratos como si tuvieran un sitio a donde ir con sus hijos tras abandonar a sus maridos o a menores que sufren abusos como si tuvieran las herramientas para huir de la situación. El libro trabaja sobre todo con el después, pero es fundamental trabajar con el antes, porque sino siempre llegaremos tarde.

 

Por  Anna Maria Iglesia

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies