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Brenda Navarro, 12/04/2022

 

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Brenda Navarro: «Me interesa profundizar en ideas, conceptos y representaciones preconcebidas»

Tras el éxito de Casas vacías, la escritora mexicana Brenda Navarro regresa a las librerías con Ceniza en la boca (Sexto Piso), una novela que gravita en torno a la dignidad de la vida y que se pregunta hasta qué punto un sistema que se sustenta en violencias estructurales de distinto tipo renuncia a garantizar la dignidad para muchos colectivos. Ceniza en la boca comienza con el suicidio de Diego, un joven inmigrante mexicano que llega a España junto a su hermana mayor, la protagonista real de la novela, para reencontrarse con su madre, que, muchos años antes, siendo él todavía un niño, se había instalado en Madrid, dejándoles a los dos al cuidado de la abuela. El suicidio de Diego es solo el punto de partida para indagar en las vejaciones y en la precariedad que vive su hermana y a las que también tuvo que hacer frente su madre, vejaciones y precariedad que no son más que una pieza dentro de una cadena de distintas violencias que se manifiestan en distintos modos, empezando por el lenguaje.

 

Tras leer Casas vacías y, ahora, Ceniza en la boca, tengo la impresión de que tu literatura puede leerse como una crítica a los modelos de representación.

Me encanta que hayas hecho esta lectura, porque precisamente lo que a mí me interesa es profundizar en ideas, conceptos y representaciones preconcebidas. Me da la impresión de que, en términos generales, en lugar de analizar lo que realmente sucede, lo que hacemos es encajarlo todo dentro de conceptos, sin buscar más explicaciones. Por esto, la pregunta central de la novela es sobre hasta qué punto vale la pena vivir. Se nos dice continuamente que la vida vale la pena, pero ¿es realmente así? ¿Lo es para todos? ¿Se puede decir que vale la pena vivir bajo condiciones muy adversas? La novela trata de profundizar en ello y cuestionar la representación en torno a la idea de dignidad, así como del suicidio, a partir de la figura de Diego, un chico migrante en una situación de extrema precariedad, pero también de otros personajes. Por ejemplo, la joven que confiesa no querer seguir viviendo por la violencia doméstica que sufre. Cómo se le dice que siga viviendo y a la vez que acepte el papel precario y rodeado de violencia que se la ha atribuido.

Al final, la pregunta es sobre la dignidad. ¿Hasta qué punto aseguramos la dignidad de todas las vidas?

La vida es per se maravillosa. Todo ser humano lo sabe y quiere disfrutar de ella. Sin embargo, en la práctica, no todas las vidas son maravillosas. Cuando planteas la pregunta sobre qué vida es verdaderamente merecedora de ser vivida y qué formas de transitarla son auténticamente dignas, lo que haces es cuestionar la propia idea de vida que nos dicen que tenemos que llevar. Se nos invita a tener una vida relativamente aséptica sin pensar en los que, para mí, son los verdaderos problemas: la violencia estructural del sistema económico, las violencias intrafamiliares… Todas estas cuestiones marcan las vidas de muchos, pero no se quiere reconocer. Se nos dice que vale la pena vivir y ya está. Si no hablamos de esto en literatura, ¿dónde lo hablamos? Y lo pregunto, porque no encuentro otros espacios en los que plantear estas cuestiones de forma crítica.

Y la novela narra distintas formas de violencia, todas ellas intrínsecas a nuestra sociedad.

Efectivamente. Tras terminar la novela y publicarla, consciente de algunas de las preguntas que me iban a hacer en torno precisamente a esta cuestión, comencé a pensar que más allá de las violencias estructurales, se puede hablar de la violencia como acusación. Es decir, paradójicamente, muchas veces las personas violentadas por las violencias estructurales son culpadas de violentas cuando salen a la calle, alzan la voz y denuncian sus situación. Pienso, por ejemplo, en las mujeres: cuando salimos a protestar o a manifestarnos, siempre hay alguien que termina por tacharnos de violentas. Y esto pasa siempre y con tantos otros colectivos: el violentado que, además, denuncia la violencia sufrida termina por ser acusado de violencia. En el caso de las personas migrantes esto es más que evidente, sobre todo cuando escuchamos frases como que son personas que no se adaptan, que no acatan la cultura del país que las acoge… Y, en torno a esto, me pregunto si no sería ya buen momento para comenzar a poner el foco de la violencia en las personas que verdaderamente la ejecutan constantemente y que son aquellas que ostentan el poder. Es el poder quien genera violencia, quien genera estructuras que violentan a toda una sociedad y quien tacha a los demás de violentos, porque se le presupone la legitimidad para hacerlo. Y lo que yo me planteo es por qué se acusa de violencia a ciertos colectivos o por qué la acusación de violencia es tan habitual a la hora de condenar a ciertos sectores. ¿Porque existimos? ¿Porque no entramos dentro de la representación oficial? ¿Porque no acatamos ciertos roles?

 

El violentado que, además, denuncia la violencia sufrida termina por ser acusado de violencia.

Porque acusar de violencia es la defensa que tiene el sistema ante toda forma de cuestionamiento.

Totalmente. Lo que me asusta un poco es que la opinión pública acepte sin dudarlo que los violentos son aquellos que son tachados como tales por el poder. Esto es muy peligroso, porque es una manera de marcar socialmente a determinados colectivos y, a la vez, una manera de obligarlos a permanecer en silencio para no ser acusados públicamente de violentos. Y esta pasividad que se impone afecta directamente a las vidas de los individuos, abocados a aceptar cualquier cosa.

A propósito de esto, cuando la protagonista, harta de las vejaciones, decide dejar la casa donde trabaja como interna, es insultada.

Todavía hoy, más de uno considera una ofensa que las mujeres no acaten los roles pasivos que todavía muchos les imponen o que decidan por su cuenta tomar sus propias decisiones, incluso si estas decisiones tienen que ver con dejar de sufrir vejaciones. En la novela, el insulto del novio de la mujer que la ha contratado para cuidar a su madre tiene que ver precisamente con esto, con el sentirse ofendido por parte de alguien a la que no se le presupone el derecho a decidir y, menos aún, a protestar por el trato recibido. Y este sentimiento de ofensa es acompañado por un sentido de culpa que no tiene razón de ser: la madre de la protagonista, de hecho, parece sentirse obligada a pedir perdón constantemente, como si se tuviera que disculpar por su propia existencia. Sentir que uno debe disculparse constantemente es muy duro, pero es un sentimiento real, muy presente en los migrantes, que terminan convenciéndose de que deben pedir perdón por estar donde están y por romper con los moldes que les son predispuestos.

 

Antes hablabas de la violencia del poder. Esta se replica en otras esferas, es decir, es como si la sociedad asumiera que la violencia que ejerce el Estado la puede ejercer ella misma sobre los más débiles.

Es así. Ha sido en España donde he encontrado una verdadera normalización del hecho de que hay personas que tienen que servir a otras, hecho que, además, refuerza la idea de que uno vale cuanto tiene. En esta lógica servilista se subrayan mucho más los roles, el que posee económicamente es el que tiene prestigio y valor social y el que sirve es aquel que no vale y, por tanto, sobre el cual se puede ejercer violencia. Y en este contexto, en el que se asume que es normal que parte de la población sirva a la otra, aparece un tema tan importante desde muchos puntos de vista como es el de los cuidados: hablamos muchas veces de las internas que cuidan a los mayores, pero también son muchas las que se hacen cargo de los niños. Hablamos de mujeres que vienen de otros países para cuidar, hacer felices e, incluso, malcriar a “nuestros niños”, y digo “malcriar” porque no me imagino que una interna pueda reprochar determinadas actitudes a los niños que cuida. Y estos niños crecen con la idea de que hay alguien que no solo les cuida, sino que está ahí para servirles. Crecen en esta lógica, sin que nosotros nos preguntemos qué clase de enseñanza les estamos dando. De mayores, estos chicos vivirán un conflicto muy grande, porque sentirán cariño por las mujeres que les han cuidado, pero lo reprimirán, puesto que se les ha enseñado desde el primer día que no pueden sentir cariño por ellas, porque no son sus iguales, porque estas mujeres son “inferiores” a ellos, son las que sirven. A todo esto, está la cuestión económica: hablamos de un trabajo muy poco retribuido por lo que implica. En este sentido, en el caso de las cuidadoras vemos claramente toda una serie de violencias sistémicas que se replican y, además, se proyectan hacia niños que, de mayores, las reproducirán.

 

Ha sido en España donde he encontrado una verdadera normalización del hecho de que hay personas que tienen que servir a otras.

Comenzaba hablando de representación. Reflexionas sobre cómo se asume que, si eres inmigrante latinoamericana, entonces indudablemente vas a trabajar como cuidadora. Algo parecido sucedía en los ochenta, cuando en las series, todas las mujeres que limpiaban eran andaluzas. ¿Había y hay un estigma?

Esto me hace pensar en lo que viví en Barcelona. Cuando llegué, como te puedes imaginar, no tenía ni idea de la gran inmigración que hubo del sur hacia Cataluña ni tampoco el origen del concepto “charnego”. Pero, en la medida en que viví en Barcelona, me di cuenta de que el término “charnego” había sido asumido por algunos inmigrantes o hijos de inmigrantes con orgullo, como forma de reivindicarse. Esto está sucediendo también en la comunidad latinoamericana, con la que yo he tenido mucho más contacto. Me he dado cuenta de que determinados apelativos, ya sea “panchito” ya sean otros, no solo se empiezan a asumir, sino que más de uno se siente cómodo con ellos. Y esto sucede porque, al final, se asume que es más fácil entrar en los moldes que se les impone que pelearse todo el rato para romperlos. Y aquí aparece otro tema clave: las personas que son violentadas, además de serlo, tienen que ser capaces de sobreponerse y exigir sus derechos para, posteriormente, volver a ser vejados porque se les castiga por alzar la voz.

De ahí la naturalización del insulto.

En el fondo, hay una cuestión lingüística y de la relación entre lengua y poder.  De lo que se trata es de qué manera es utilizada la lengua, cuáles son los discursos y las hegemonías detrás de las palabras, qué términos se aceptan y cuales se rechazan. Y no me refiero solo al insulto, sino también a las variantes del español y la hegemonía de una norma que, al dictaminar lo que es corrector y lo que no lo es, deja fuera muchísimas palabras y muchísimas acepciones que reflejan realidades y universos simbólicos que no son tenidos en cuenta. En la comunidad latinoamericana, hay una riqueza de palabras y de conceptos que no se recogen en el lenguaje “oficial”, es decir, que el poder no incorpora, pero que están ahí. Y para mí es muy importante reivindicarlo.

Porque, como dices, el poder se apropia ante todo de la lengua, que se vuelve una forma de discriminación.

Piensa en cuando se critica a alguien diciéndole que habla mal, porque tiene un acento o una pronunciación distinta. Esto pasa también en Latinoamérica, pero lo veo mucho más aquí y esto porque, en Latinoamérica, las personas que nos dedicamos a trabajar con el lenguaje damos por hecho que las personas hablan de formas distintas e incorporamos términos nuevos, sin problemas. Aquí, en España, sin embargo, cuando uno utiliza otro término, en seguida se le corrige diciéndole cuál es la palabra correcta. Me cuesta entender esta idea de corrección y, sobre todo, me cuesta comprender por qué en España se discute tanto en torno a los términos que se deben utilizar y los que no. Quizás sea porque España se considera la patria del español; cree que la lengua le pertenece, si bien, paradójicamente, hay muchos menos hablantes de castellano que en Latinoamérica.

Yo diría que se trata de miedo a la pérdida de poder, del imperio…

Por supuesto. Para Latinoamérica, España es una más de las potencias económicas, puesto que en todo el continente hay corporaciones internacionales. Sin embargo, me da la impresión de que los grupos de poder españoles se sienten como los líderes de una monarquía iberoamericana. Creen tener un poder mucho mayor del que realmente tienen. Me resulta sorprendente que, todavía en el siglo XXI, no se den cuenta de que el poder que ostentan en Latinoamérica ya no es lo que era. Y me refiero también a la industria editorial.

Pero si todavía hay quien no quiere reconocer lo que supuso la conquista…, ¿qué pretendes?

Claro, tienes razón. Muchas veces, como broma, digo que lo que sucede es que España habla siempre de España para pelearse con España, porque no tiene un interlocutor que no sea España. Y como persona que vive aquí, esto me preocupa mucho, porque no se puede estar constantemente hablando de uno mismo, cuando hay un mismo ahí afuera. El otro día, sin embargo, comentando precisamente esto con un compañero tuyo, me preguntaba si, a lo mejor, lo que sucede, en realidad, es que España sí que habla con otros interlocutores, lo que sucede es que yo no soy uno de ellos. Preguntarme esto implicó darme cuenta de que, quizás, yo no soy considerada una interlocutora como tampoco lo son considerados tantos otros. Y esto es terrorífico.

Tan terrorífico como el sentimiento de desarraigo de tu protagonista, que termina no sintiéndose en casa en ninguna parte, no siendo la interlocutora de nadie.

El adulto es alguien que es capaz de revisitar su pasado para asumirlo y ver qué motor encuentra ahí para seguir adelante. Para la protagonista, volver a México implica reencontrarse con los recuerdos de la infancia y con un país que también le estaba haciendo mucho daño, tanto que tuvo que marcharse. Tomar conciencia de ello es muy doloroso para la protagonista y para cualquier migrante, pero es el proceso necesario para comprender que no necesitas pertenecer literalmente a un lugar, sino que debes construir y exigir nuevos mundos.

 

Por  Anna Maria Iglesia

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