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Elena Medel, 30/10/2020

 

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Imagen: (c) Gabriela Cuzepan

Elena Medel: «El heroísmo sirve para la ficción, no para la realidad: dile a alguien que no llega a final de mes, que renuncie a su sueldo por el bien común»

Poeta, editora y fundadora de La Bella Varsovia, autora de ensayos como El mundo mago. Cómo vivir con Antonio Machado, Elena Medel se estrena ahora como novelista con Las maravillas (Anagrama), una más que notable primera obra de ficción en torno al dinero y a cómo este -en especial, a cómo su ausencia- determina las vidas, los lugares habitados, las relaciones y los cuerpos de dos mujeres de dos generaciones distintas cuyas vidas se entrecruzan en la manifestación del 8 de marzo de 2019.

 

“En el fondo se trata de dinero: de la falta de dinero”. ¿No es necesario recurrir al marxismo para observar que no hay mayor determinación que lo material?

Los amigos de María y Pedro, y los propios María y Pedro, te responderían que basta con mirar a tu alrededor sin la teoría como apoyo: la realidad contesta. Pero sí, la novela —y la vida— la escribí desde esa conciencia, y me gusta pensar que una de las lecturas de la novela puede abordarse desde el marxismo. De hecho, durante los primeros meses de escritura se tituló Ideología.

Suele decirse que todas las novelas hablan de dinero porque hablan de relaciones de poder. En Las maravillas esto se ve claramente, es decir, ¿cuánto interfiere el elemento económico en nuestras relaciones familiares, amorosas, de amistad o laborales?

De una manera central. Lo señala Eva Illouz: cómo el capitalismo impregna también nuestras emociones y nuestras relaciones con los demás. Los demás nos importan por lo que nos aportan, y discúlpame el juego de palabras. Establecemos un vínculo según lo que se nos ofrezca a cambio, y esto tiene que ver con cuestiones materiales, pero también con aspectos más íntimos: me acerco a X porque me ayudará a conseguir una mejor posición profesional, más dinero, más reconocimiento; permanezco con Z porque me brinda estabilidad, porque me siento querida o querido. Alicia, que ya concibe sus relaciones desde una posición atípica, cuando menos, toma decisiones con las que quizá no se sienta más feliz —qué significa la felicidad, en todo caso—, pero sí más segura, y a María le sucede lo contrario: vive peor en términos materiales, pero vive más libre, no traiciona aquello que piensa.

Al respecto, quiero detenerme en Eva, que de niña ostenta el dinero de su familia ante sus compañeros que, poco después, se vengan de ella. ¿El dinero como generador de violencia?

Eva exhibe su riqueza ante las compañeras de clase de su hermana Alicia de una forma ingenua: para ella lo normal es tenerlo todo. Se ha criado así, no conoce otra vida. La conciencia de pertenecer a otra clase la vive Alicia ante aquellas a quienes considera inferiores: por simplificar, ellas son pobres y yo soy rica, así que voy a regodearme —a fortalecerme— en esta distancia. Sin embargo, cuando la situación económica de su familia se derrumba y Alicia se relaciona desde su clase baja con adolescentes de la burguesía ella lo hace desde esa diferencia: nunca será igual que ellos. No existe envidia de clase ni en las compañeras de Alicia, demasiado inocentes como para percibir esas diferencias, ni en la de la propia Alicia luego, porque su actitud —al menos lo percibo así— no tiene que ver con lo que ella no tiene y los demás sí, sino con lo que ella ha perdido. La reacción de sus compañeros no la vincularía a la clase o al dinero, sino a ese desajuste ante el que Alicia no sabe cómo enfrentarse: la que viven ellos debería ser su vida, pero ya no lo va a ser. En todo caso, sí: el dinero genera violencia —física, simbólica— contra quienes no lo tienen. Por otra parte, demasiada violencia se ha ejercido ya contra la clase obrera como para seguir conformándonos en la sumisión.

 

Establecemos un vínculo según lo que se nos ofrezca a cambio, y esto tiene que ver con cuestiones materiales, pero también con aspectos más íntimos

Alicia es, asimismo, reflejo del desclasamiento, mientras su madre es reflejo del nuevo rico que se avergüenza de sus orígenes. ¿Hasta qué punto ambas historias no reflejan, en parte, la evolución de nuestra sociedad?

No tengo muy claro que mi generación viva mejor que la de mis padres; no tengo muy claro que exista ese desclasamiento generacional. La madre de Alicia ha vivido el espejismo de los años noventa, esa España próspera y feliz que asentaba la democracia e ingresaba en los clubes mundiales y organizaba una Exposición Universal y unos Juegos Olímpicos, y en la que podías ganar dinero, mucho dinero, para pagar un piso o dos y un coche o dos. Pero algo sucede, su familia despierta del sueño y regresan —ella, sus dos hijas— al punto de partida. No puedo generalizar, porque además creo que existe cierta trampa en las etiquetas generacionales —no creo que una fecha de nacimiento acerque tanto como el género, la clase o la raza—, pero sí creo que nos enfrentamos a precariedades diferentes a las que vivieron nuestros padres, pero precariedades al fin y al cabo: vivimos la crisis de 2008 cuando nos incorporábamos al mercado laboral, viviremos la crisis que seguirá a la pandemia cuando nos recuperábamos… y pienso en quienes son diez o quince años más jóvenes que yo, y que no conocen otra situación económica que la de la crisis y la precariedad laboral. Por eso mismo no me parece que ese desclasamiento generacional funcione en España de manera tan evidente como en Francia, se me ocurre, y se me ocurre uno de los libros que yo más amo: El lugar, de Annie Ernaux, donde tan bien lo cuenta. Aquí si naces en una familia de clase baja tienes bastantes papeletas para vivir y morir en una familia de clase baja. No funciona el ascensor social. Es un consuelo para que te distraigas mientras te deslomas: venga, sigue así, que lo conseguirás. Pero nunca lo consigues, como sucede en la novela al personaje de María.

 

El dinero es capital económico, pero también capital simbólico. ¿La vergüenza de los orígenes humildes es reflejo de la criminalización que se ha hecho de la pobreza?

Existe cierta vergüenza al hablar de dinero: del dinero que ganamos, del que tenemos… A mí todavía me da vergüenza, cuando recibo una propuesta para escribir un texto o participar en una actividad, preguntar por los honorarios previstos, aunque sea mi trabajo y yo no me pueda permitir hacerlo gratis. Nos da pudor tener poco o nada y ganar poco o nada, y les da cargo de conciencia tener mucho y ganar mucho. El concepto de clase media nos resuelve la papeleta: ahí caben quienes, por una u otra razón, se sienten más cómodos restando o sumando algún cero a la realidad. No sé si lo relacionaría con la criminalización de la pobreza, pero sí traería esos discursos inspiracionales que me parecen profundamente nocivos: si lo sueñas lo vas a conseguir, esfuérzate y tendrás aquello que deseas, etcétera. Como no lo he soñado según debía, no lo he logrado. Como no me he esforzado durante suficiente tiempo, ni con suficiente intensidad, no lo he logrado. ¿Admito mi derrota —mi derrota según ese discurso, claro: para mí no lo es— y asumo que sigo trabajando más horas de las que marca mi contrato, si lo tengo, y por una miseria? ¿Esto ocurre porque no lo he soñado, porque no me he esforzado?

La ciudad de Madrid juega un papel clave en la novela: una ciudad de ciudades en la que las fronteras económicas están muy demarcadas y, con los confinamientos selectivos, han sido aún más si cabe subrayadas.

El centro de la ciudad —en este caso: de las ciudades, te diría; eso es algo sobre lo que querría pensar con más calma— lo ocupan el poder —económico, social, etcétera— y quienes lo ejercen. Luego, fuera, algún barrio con un alto nivel adquisitivo como excepción, casi como paréntesis, y el resto. Yo vivo en Puerta Bonita, una de las zonas de Carabanchel con movilidad restringida desde la primera declaración de la Comunidad de Madrid, y asumo mis privilegios frente a mis vecinos del bloque, por ejemplo, porque trabajo en casa y vivo sola. Carabanchel es una ciudad dentro de otra ciudad, tan amplia y diversa como cualquier otra, pero con una renta media baja que no puede omitirse, y unas circunstancias no absolutas, pero sí mayoritarias, muy concretas: quienes viven aquí se dedican en gran parte a oficios que no permiten el teletrabajo y que implican el traslado a otras zonas de la ciudad, y comparten espacio en viviendas que son pequeñas y muchas veces mal acondicionadas, y en muchos casos perder varios días de trabajo por una sospecha de contagio —o por el contagio de un hijo o una hija— desbarata su economía, porque no todo el mundo tiene unas condiciones laborales óptimas. Esa restricción de movilidad no se acompañó de medidas de apoyo a lo público: ni a la sanidad —sobre todo en los centros de salud, que están colapsados—, ni a la educación, ni al transporte… La estigmatización —más que criminalización, creo— por parte de la Comunidad fue evidente, señalando a quienes vivimos en estos barrios como responsables de los rebrotes, pero también por parte de la oposición, con su insistencia en un estereotipo romantizado —¡ay, los pobres, qué íntegros, qué héroes! — que sospecho que nace de la ignorancia o del desinterés: muchos de esos políticos que subían sus vídeos indignadísimos con la situación no conocen nuestro barrio ni por imágenes de Google. En la novela, si te fijas, tanto María como Alicia cuentan el desplazamiento a esos barrios en los que trabajan casi como viajes: viajes tediosos, claro, con transbordos y muchas paradas de metro, pero asumidos desde el extrañamiento, desde la conciencia de sentirse ajenas. Salamanca, Argüelles, Nuevos Ministerios… Forman parte de Madrid, pero ellas no viven en ese mismo Madrid. Existe un Madrid de las postales y los titulares en los medios de comunicación, pero existe también otra ciudad más allá de las circunvalaciones que se cuenta muchas veces desde el prejuicio y el desconocimiento.

La novela contrapone Madrid con Andalucía, proponiendo una nueva lectura: las diferencias de clase vinculadas a la procedencia, el clasismo y el racismo como dos caras de una misma moneda y la inmigración provincia-ciudad.

Aquí tengo mis contradicciones porque yo, aunque nací en Córdoba, no tengo desde hace muchos años una vinculación real con Andalucía: no vivo allí, apenas trabajo allí, etcétera. En este sentido me cuesta nombrarme andaluza —nunca lo hago, de hecho—, y suelo rechazar las propuestas en este sentido —antología de poetas andaluces, artículo con motivo del 28-F, etcétera—, porque me parece que ocuparía un lugar que no me corresponde —es algo que intento siempre: no ocupar espacios que no son los míos—, y que pertenecen a quienes sí escriben desde allí, con todo lo que conlleva. Creo —discúlpame la ironía— que una es de donde paga sus impuestos, y en este sentido yo llevo años siendo de Madrid; no emigré por necesidad, como ocurre por desgracia a tanta gente, sino que vine porque me gustaba —y me sigue gustando— la vida aquí. Algo tan sencillo como eso. No sucede con el personaje de María, que sí representaría esa emigración durante la dictadura: a finales de los cincuenta fueron tantos los andaluces y extremeños que intentaron instalarse en Madrid que llegó a “prohibírseles”, de manera más exacta, a regularse de una forma salvaje. También hay clases en esa emigración, y también tienen que ver con el dinero: no se recibe igual al andaluz que monta su empresa y trae su dinero que a la andaluza —aquí el género, también— que se muda para limpiar casas; a la mujer del sur que limpia casas, a la mujer de origen rural que limpia casas… E igual ahora, y aquí la raza, también: hay un momento en el que Pedro teme que despidan a María del trabajo, porque las latinoamericanas aceptan más trabajo por menos dinero, y creo que el único momento de empatía que Alicia se permite —y aquí hay cierta superioridad en su actitud— es con una compañera de trabajo latinoamericana. Así que sí, existen esas contraposiciones en la novela, y sobre todo también la sensación de que clasismo, racismo y machismo terminan yendo de la mano.

Mientras María conserva su acento andaluz, Alicia ha hecho todo lo posible por neutralizarlo. ¿Otra forma de vergüenza? ¿El acento como estigma?

Todo aquello que los demás puedan utilizar para atacarla —su acento, su clase, etcétera—, María lo transforma en un escudo: aquello que ante los otros la vulnerabiliza, para ella es una herramienta de defensa o de ataque. Sin embargo, Alicia borra su pasado: no habla sobre su familia, rompe el contacto con ellos, borra su acento, miente si es preciso. No creo que en el caso de este personaje se trate de un estigma, o le avergüence —sí le ocurre a uno de sus amantes—, sino que encaja en su deseo de eliminar su pasado, en el que tiene que ver más el origen social que el geográfico; aunque bien mirado, esos dos orígenes se confunden en muchas ocasiones… Pero sí, claro que existe esa vergüenza, ese estereotipo asociado a una imagen deformada del Ser Andaluz y, ojo, alimentado muchas veces desde las propias instituciones andaluzas. Pienso en los contenidos de entretenimiento de Canal Sur Televisión: la fiesta y la siesta, los chistes, Bertín Osborne y Juan y Medio, etcétera.

María y Alicia son dos generaciones y, al contrario de lo que se podría suponer, en la conciencia política de ambas no se dibuja una evolución, sino una involución. El compromiso político-feminista de María contrasta con la indiferencia de Alicia, tal y como se refleja en la manifestación del 8M.

En este caso tiene que ver con la peripecia vital de ambos personajes: no se trata de una reacción generacional. María rompe con la carga de los cuidados que se le asignan —a su hija, a la familia de su pareja— y en cierto modo teje la suya propia: su vínculo con el feminismo tiene más que ver con la práctica que con la teoría, con el establecimiento de redes de complicidad y de apoyo con otras mujeres. Quiere cuidar a quien ella quiera, y si quiere. A María la salvan el feminismo, la sororidad, también esa militancia en el asociacionismo, ese trabajo de cercanía, por así decirlo; a Alicia le preocupa sobrevivir, sin más. La manifestación le molesta porque le cuesta regresar a casa al salir del trabajo.

¿Hasta qué punto Alicia ha asumido el discurso neoliberal: no sirve la huelga, no puedo dejar de trabajar?

No creo que la actitud de Alicia obedezca a ese razonamiento: en su caso todo es siempre más sencillo, no por ello menos crudo. A Alicia no le importan las huelgas o las manifestaciones, no me parece que las valore en cuanto a su utilidad. Es un personaje apolítico: yo misma no sé qué piensa, no sé a quién vota, ni siquiera sé si vota. Su vida no le disgusta: trabaja y le pagan un sueldo, paga la comida que come y la ropa que viste, duerme bajo techo, ya está.

 

Elena Medel / (c) Lisbeth Salas

En el capítulo final, el de la manifestación del 8M de 2018, se observan dos elementos. El primero es que para muchas mujeres hacer la huelga es un lujo que no se pueden permitir.

Creo que gran parte del peso de las luchas sociales ha recaído en quienes disponían de tiempo para dedicarse a ellas, y el tiempo se compra —como todo— con dinero. Por supuesto que existe implicación por parte de quienes sacrifican su tiempo libre escaso, y pienso en el personaje de María: una mujer que milita —utilizo este verbo porque para mí el asociacionismo es una forma de política más efectiva y consciente que la de partidos e instituciones: fíjate en la manera en la que las asociaciones han reaccionado ante el cierre de comedores sociales, organizando o potenciando sus bancos de alimentos y sus despensas solidarias— primero en una asociación vecinal, luego en una asociación de mujeres, y cuyo día gira en torno a esa militancia. Trabaja, se alimenta, limpia su casa, duerme un poco: el resto del tiempo, el tiempo que le sobra, es para la asociación. Pero si en tu día ocurre como a este personaje de la novela, que debes encajar el activismo, tu horario de trabajo —y las horas extra que correspondan—, el desplazamiento hasta el lugar en el que trabajas, el tiempo para ti por mínimo que sea… El cuerpo y la cabeza se resienten, y resulta que quienes tienen la posibilidad de implicarse de una forma más intensa y más directa —en lo que se hace, se reclama, se decide, se obtiene— son aquellos que disponen de más tiempo, y de más tiempo “de calidad”, como ahora dicen: aquellos que no limpian su casa, que no cocinan la comida que se comen, que llegan a la asamblea bien descansados. Ahí el capitalismo anula también nuestra capacidad de protesta, nuestra posibilidad de reacción. Tu pregunta tiene que ver con un recuerdo de María, cuando ante el 8M enumera las manifestaciones y las huelgas a las que no pudo sumarse, porque estaba trabajando y no podía perder el sueldo de ese día, o no podía no trabajar ante las represalias de sus jefes. Alguien dirá que sin sacrificios nada se consigue. Pero el heroísmo sirve para la ficción, no para la realidad: dile a alguien que no llega a final de mes, a quien le cuesta pagar el alquiler o la comida o la factura de la luz, que renuncie a su sueldo por el bien común.

 

Los cuidados no son productivos: no generan nada material. Por tanto, los oficios que se vinculan a ellos carecen de prestigio social, no se perciben como necesarios, aunque lo sean.

El segundo elemento: María reflexiona, a partir del concepto empoderamiento, cómo hacer inclusivo el movimiento feminista. ¿Este es uno de los grandes retos del feminismo?

Para mí la inclusividad es un reto del feminismo, pero es, sobre todo, uno de sus ejes vertebrales. El feminismo —muchas veces hablo en plural, los feminismos, porque me parece que subraya esa condición múltiple y abierta: las muchas maneras de entender el feminismo— no solo tiene que ver con la consecución de la igualdad de derechos para las mujeres, sino con la consecución de la igualdad de derechos: de género, de clase, de raza. Nada me incomoda más que los carnés de feminista, que ese empeño en definir quién es feminista y quién no, pero sí me cuesta pensar que el feminismo excluya, persiga y discrimine, y aquí estoy pensando de manera directa en el discurso tránsfobo de algunos sectores del feminismo. Regresando a tu pregunta: cuando María piensa en la palabra “empoderamiento”, piensa en que expulsa a muchas de las mujeres de su barrio, compañeras de la asociación, que la comprenden extraña, para quienes esa palabra no forma parte de su vocabulario. Me da miedo que en muchos momentos se omita esa perspectiva de la realidad, y que el feminismo expulse a mujeres de otras generaciones, orígenes sociales, etcétera, que pueden sentirse marginadas por ciertos mensajes.

Antes señalaba que el clasismo le da la mano al racismo, pero habría también que añadir una tercera pata: el machismo. ¿El hecho de que, por ejemplo, trabajos más precarios o los cuidados estén en manos de las mujeres son causa y consecuencia de la interjección clasismo y machismo?

Por supuesto: de hecho, en la novela se plantea de manera continua lo diferentes que habrían sido sus vidas si los protagonistas fuesen hombres. Los oficios de los cuidados suelen ejercerlos las mujeres —hay excepciones, por supuesto, pero fíjate en que siempre los nombramos en femenino: la limpiadora, la cocinera, la camarera de piso, etcétera—, y en qué condiciones los ejercen. ¿Cuántas horas trabajan? ¿Qué sueldo tienen? ¿Están dadas de alta? Si enferman, ¿tienen derecho a una baja? Si les despiden o no les renuevan el contrato, ¿tienen derecho a paro? ¿Qué pensiones tendrán cuando se jubilen? Esto tiene que ver también con el hecho de que los cuidados no son productivos: no generan nada material. Por tanto, los oficios que se vinculan a ellos carecen de prestigio social, no se perciben como necesarios, aunque lo sean. No sé si tiene que ver, pero pienso en la consideración que durante ese primer confinamiento más estricto se dio a quienes trabajaban en alimentación, transportes, mensajerías…

En Las maravillas vemos precisamente cómo los cuidados están en manos de las mujeres, pero, al mismo tiempo, le das la vuelta a la idea de familia y de maternidad. Las madres no “cuidan” a sus hijas y éstas no sienten apego hacia sus madres.

Sí, las dos protagonistas se rebelan de una forma engañosa: hasta donde les dejan. María no puede fijar ese vínculo maternal con su hija: da a luz y a los pocos meses emigra a Madrid para trabajar y mandar a casa dinero con el que mantenerla; cuida al hijo de otros, en lugar de a la suya propia. Su hija se convierte en una extraña, y cuando intenta recuperar ese nexo —porque ya tiene la independencia que le proporciona el dinero— es demasiado tarde. Y para Alicia, su madre representa —sea cierto o no— la imposibilidad de mantener una vida acomodada: necesita una culpable a la que achacar el fracaso y la muerte de su padre, y la culpa recae en quien sobrevive. Nunca sabemos qué piensa la hija de María sobre María, qué piensa la madre de Alicia sobre Alicia. En este sentido, me interesaba retratar a ese personaje común desde los extremos, gracias a esa voz narrativa que es tan subjetiva, tan parcial y tramposa: si te acercas a ella desde la historia de María, te parece una víctima; si te acercas a ella desde la historia de Alicia, te parece una villana. Y me interesaba también, en cierto modo, presentar qué situaciones generan esas renuncias: que alguien en una situación de vulnerabilidad, lejos del privilegio, actúe no como se le exige, sino como desea.

Volvemos así al dinero, cómo el sustrato económico determina para bien y para mal las relaciones de afecto.

El dinero lo determina todo. Nada se le escapa. La vida, por ejemplo: ¿cuántas personas quieren tener hijos, pero renuncian a ello porque no tienen una estabilidad económica, o porque cuando la consiguen ya es demasiado tarde? Y aquí podríamos hablar del negocio de la reproducción asistida, del desembolso económico que exige la adopción internacional, o de esa mercantilización del cuerpo de la mujer que es la gestación subrogada. Alicia acepta una relación sentimental porque le garantiza protección: vive en el piso de su marido, él le ayuda a encontrar un trabajo. Si Nando no tuviera ese dinero, ¿seguiría ella con él?

 

Por  Anna Maria Iglesia

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