Protagonistas // Autores

Eloy Tizón, 28/05/2019

 

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“Veo la literatura como un diálogo, no como una competición”

Herido leve (Páginas de Espuma) es un libro sobre el amor por los libros y por la lectura, es un recorrido a través de treinta años de lecturas, un recorrido que realizamos de la mano de Eloy Tizón, que aquí recupera los artículos que escribió durante tres décadas en torno a los libros y los autores que más huella le dejaron.

Herido leve se abre con una cita de Jorge Larrosa en la que se dice que la lectura debe ser siempre incómoda, que se debe leer aquello que uno no se espera leer.

Esta cita viene de un ensayo que a mí me gusta mucho, La experiencia de la lectura de Jorge Larrosa, y me gusta especialmente la idea que ahí se plasma de que es bueno leer aquello que nos desestabiliza, aquello que pone en tela de juicio nuestras ideas preconcebidas y no aquello que fortalece nuestra convicción en lo que ya pensamos. Me parece que es una muy buena actitud el enfrentarse a los textos considerando la lectura como un reto, el acercarse a los libros desde una cierta incomodidad, desde la incerteza de no saber cómo el texto nos va a desplazar de nuestras certezas.

Y esta incomodidad, ¿la buscas como lector, pero también como escritor?

La busco y me encantaría poder decir que la encuentro, que consigo incomodar a los lectores, pero, sería pretencioso por mi parte decirlo. Lo que sí puedo decir es que intento hacer una propuesta, que el lector puede aceptar o no, pero que intenta siempre sacarlo de su espacio de comodidad, desestabilizarlo.

Sartre define la lectura como un pacto entre autor y lector, un pacto que, en tu opinión, debe regirse por la autoexigencia.

Sí, Sartre habla de la lectura como un pacto entre lector y escritor basado en la exigencia mutua. Para mí, la lectura es, evidentemente, un pacto de exigencia tal y como señala Sartre pero también debe ser un pacto basado en la autoexigencia por ambas partes. Tanto si somos escritores como si somos lectores debemos exigirnos, antes que nada, a nosotros un cierto nivel y, luego, exigir al otro una determinada calidad. El lector tiene el derecho de exigir buena literatura, pero también tiene que autoexigirse como lector de la misma manera que el escritor exige al lector, pero antes que nada debe autoexigirse a sí mismo.

Sin embargo, estamos en un momento en el que se repite mucho, sobre todo desde la literatura más comercial, que al lector no hay que exigirle, evitándole toda complejidad.

Sí, es un “leitmotiv” que se repite y al que yo me opongo radicalmente. Recuerdo que, cuando empecé a leer, me enfrentaba a libros que no terminaba de entender del todo, puesto que, por entonces, no tenía ni la capacidad ni la cultura necesaria para entenderlos. A pesar de ello, los leía con la sensación de que esa incomprensión era un estímulo importante que me obligaba a hacer el esfuerzo de ser mejor lector. Los textos que te ofrecen cierta oscuridad como lector te mejoran, son estímulos y creo que no se debe perder la idea de la lectura como esfuerzo y estímulo, por mucho que la literatura comercial se mueva en otro terreno y tenga un propósito completamente distinto.

En este sentido, ¿la formación lectora implica siempre una cierta dificultad?

Creo que era Ida Vitale quien defendía que, de niños, era mejor no leer los libros propios de tu edad, los que teóricamente se adecúan a ella. Yo suscribo esta idea en líneas generales; creo que no pasa nada si el libro te supera en determinados aspectos, parte de ese misterio que no terminas de comprender te dejará sin duda una huella.

En cierta manera, tu aprendizaje comenzó con Cien años de soledad.

Para mí la novela de García Márquez tuvo muchas implicaciones en lo referente a lo formativo y al entusiasmo lector. No fue mi primera y única lectura, pero sí que resume lo que significó el descubrimiento de la literatura latinoamericana tanto para mí como para mi generación. Hablo de Cien años de soledad, pero habría podido citar Pedro Páramo o El astillero: todos ellos son títulos que me abrieron los ojos a una nueva concepción de la literatura. Seguramente, leí Cien años de soledad en el momento más propicio, porque supuso todo un deslumbramiento, a pesar de que hubo cosas que se me escaparon; pero su poesía, su elemento irracional, la mezcla entre lo fantástico y lo racional… Me llegó.

¿La has vuelto a leer?

La he vuelto a leer más de una vez. Obviamente, ya no me vislumbra como lo hizo cuando tenía dieciséis años, pero me sigue pareciendo un libro muy sólido.

Herido leve es un libro que nace de la relectura.

A mí siempre me ha gustado mucho releer. Por lo que se refiere a este libro, podemos decir que, como tú dices, nace de la relectura, en concreto, de la relectura de mis lecturas; no he releído los libros de los que hablo, solamente los textos que escribí sobre ellos. No he encontrado demasiados casos en los que discrepe con lo que escribí entonces; en líneas generales, mi enfoque como lector sigue siendo el mismo. Lo que sí he hecho es matizar algunas cosas y añadir precisión, sobre todo en los datos biográficos de los autores, donde he intentado ser muy riguroso. De hecho, no hay nada inventado en el libro, lo que explico de autores como Tolstoi o Djuna Barnes son hechos reales que he sacado de trabajos biográficos sobre estos autores.

 

A través de la recuperación de estos textos, has podido ver cuál  ha sido tu evolución como lector.

Para mí, Herido leve es mi autobiografía, es una forma de autoficción en la que la ficción son los libros y los autores de los que hablo. Recuperar estos textos ha sido un viaje muy interesante en el que me he reencontrado con mi pasión por la literatura, una pasión que siempre ha estado ahí, pero que ahora he podido verbalizar de una manera más explícita. Mi objetivo prioritario a la hora de construir este libro no era el de ofrecer un tratado sesudo sino el de transmitir al lector esa palpitación que siento hacia la lectura y los libros.

Las lecturas de Herido leve son las lecturas de un escritor, no las de un crítico.

Cierto y hay que añadir que la mirada sobre un texto de un escritor es muy diferente a la mirada que pueda tener un crítico literario. Como dices, aquí, para bien o para mal, quien habla es un escritor. ¿Qué es lo bueno de la lectura que pueda realizar yo como escritor? Más allá de transmitir mi entusiasmo, en tanto que escritor puedo ver desde dentro la cocina literaria, es decir, leo sintiéndome cercano al escritor, conociendo, en parte, sus herramientas de primera mano. Sin embargo, y esto es lo malo o lo menos bueno, no tengo todo el aparato académico con el que se maneja un crítico.

A través de tus textos, construyes tu idea de literatura, que, como dices, padece el mal de la catalogación y de las etiquetas.

En el capítulo “Mentir en nuestro idioma” aparece, en efecto, el autor que se revela en contra del exceso de etiquetas, porque lo que quiere es ganar espacio de libertad para poder escribir con tranquilidad y con esa falta de normativa tan esencial para ser libres. A lo largo del libro, se repite la idea de que la literatura es aquello que rompe los esquemas, aquello que se sale de la normativa.

 

«Yo vengo del mundo de los talleres de escritura, donde imparto clases, y tengo que luchar diariamente contra esa tentación de normativizar la escritura y la forma literaria.»

 

En efecto, defines a los escritores que te interesan como aquellos capaces de “hacer temblar los cristales de la ventana”.

Sí, el escritor que a mí me interesa es aquel que no sigue dócilmente los preceptos que nos han inculcado desde siempre, quizás de manera involuntaria, en torno a lo que debe ser una historia, en torno a cómo debe ser narrada, cuál debe ser su forma y cuáles son sus implicaciones. Yo vengo del mundo de los talleres de escritura, donde imparto clases, y tengo que luchar diariamente contra esa tentación de normativizar la escritura y la forma literaria.

¿Hay más preceptiva en torno al género del relato que en torno a otros géneros?

Yo creo que hay algo en el género del relato breve que invita a parcelarlo y a etiquetarlo mucho. Diría que no hay tantas preceptivas en torno a la novela ni tampoco tantos decálogos sobre lo que debe ser una novela. ¿Cuántos decálogo hay, sin embargo, dedicados al cuento? Infinitos. Creo que nosotros, los creadores, cada uno desde su parcela, tenemos el deber de rebelarnos contra todas estas preceptivas y tratar de no seguir las normas que se nos impone, pues, de lo contrario, todos acabaremos escribiendo el mismo cuento. Y en gran medida lo hacemos, aunque luego caigamos en contradicciones.

¿En qué sentido?

En el sentido en que, por un lado, elogiamos el cuento porque lo consideramos un territorio de libertad y porque lo consideramos un formato narrativo muy adecuado para la experimentación. Por otro lado, sin embargo, estamos constantemente advirtiendo de que un cuento para ser cuento tiene que tener tal y cual característica, debe tener un conflicto que lleve a una transformación final del protagonista… De ahí que mi trabajo como profesor sea el de quitarle hierro a estas normas y no añadir presión a los alumnos, mostrarles que escribir implica siempre romper moldes. Y, de hecho, creo que en Herido leve se puede ver que, a lo largo de la historia, la gran literatura ha sido siempre aquella que subvierte las normas. Piensa en Kafka, en Nabokov o en Clarice Lispector; todos ellos son escritores que hacen cosas “raras” y hacen aquello que no se debe hacer.

Por lo que se refiere a romper moldes, las constelaciones literarias a partir de las cuales organizas Herido leve también rompen con criterios temporales o estéticos.

No quería hacer de Herido leve un libro previsible y para ello tenía que hacer asociaciones más subjetivas, pero, en el fondo, más rigurosas. ¿Cómo ordenas tu biblioteca? No hay un único orden posible y yo no puedo decirte que el orden que tú has escogido sea correcto o no. Lo que yo he intentado plasmar en este libro es el orden o el desorden, según se mire, que todos tenemos en nuestra biblioteca. A veces, el orden que rige ciertas lecturas es el de la contigüidad, es decir, un libro te lleva a otro por una determinada asociación de ideas, pero, en otras ocasiones, el orden que rige es aquel producido por el choque de obras y autores que no tienen nada que ver.

En Herido leve se narra también la evolución del periodismo cultural, los cambios que éste ha sufrido, empezando por los mecanismos de producción. 

No es el objetivo del libro, pero sí es cierto que se ve de fondo cómo ha ido evolucionando el llamado periodismo cultural e, incluso, el propio canon. El periodismo cultural ha cambiado muchísimo: cuando yo empecé todo era muy artesanal, escribía mi texto a máquina, un mensajero lo llevaba al periódico y yo me quedaba sin copia alguna. Empecé a escribir cuando todavía no existía el ordenador y no se hacían copias digitales. Escribía mi artículo a máquina y lo enviaba por mensajero o correo, ya está. Este no es, sin embargo, el único cambio que ha vivido el periodismo cultural; desgraciadamente, uno de los cambios que ha experimentado es que, con el tiempo,  los libros han ido perdiendo presencia tanto en los periódicos como en los suplementos. Recuerdo perfectamente cuando los suplementos culturales eran prescriptivos y no como ahora.. Y no lo digo solo yo, muchos libreros veteranos recuerdan cómo antes la gente iba a las librerías con el recorte del periódico. Dudo mucho que hoy pase esto.

 

Herido leve

(c) Lisbeth Salas

Pones el acento en los errores de prescripción, en cómo desde las páginas de los periódicos se consagraron autores que hoy han pasado al olvido.

Releer estos textos y darme cuenta de cuántos de aquellos autores que consagramos en su momento han pasado al olvido ha sido una lección de humildad, me ha mostrado lo erróneo que puede ser dictar juicios categóricos, algo que hacemos todos, yo el primero. Por otro lado, hay algo de melancolía en esta constatación, una melancolía por el paso del tiempo, que no hace siempre justicia. Es cierto que, en determinados casos, el tiempo pone en su sitio a autores sobrevalorados, pero muchas otras veces comete grandes injusticias con libros que, a mi modo de ver, están llenos de belleza literaria y que, sin embargo, han desaparecido, sin que nadie los vuelva a reeditar. Pienso, por ejemplo, en El puerto de Toledo de Anna Maria Ortese o en La casa Pushkin de Andrei Bítov. ¿Por qué estos libros no ocupan más espacio en el canon? No hay una sola razón que la pueda justificar, seguramente es resultado de una concatenación de circunstancias.

¿Puede ser que nos apresuramos demasiado a la hora de consagrar libros, a la hora de definirlos como “indispensables”?

Puede ser. También es cierto que se edita mucho. Es difícil estar atento a todo e, inevitablemente, muchos libros y autores se escapan sin que les prestemos atención. De todas formas, creo que, cuando haces un libro como este, cuando haces un balance vital e intelectual de tu trayectoria y de tus lecturas, es necesario preguntarse qué fue de todos estos libros maravillosos que se perdieron con el paso del tiempo. En cierta manera, Herido leve quiere recordarle al lector la existencia de todos esos libros que se han olvidado.

Junto a esos nombres olvidados, hay otros que, sin embargo, con el tiempo han ganado presencia.

Es el caso de Felisberto Hernández. Es verdad que es un escritor para escritores, pero tengo la sensación de que, desde la más absoluta marginalidad, se ha ido desplazando con mucha lentitud a un lugar más central. Su caso puede compararse, en parte, con el de Robert Walser, que es un escritor que empieza desde la marginalidad y, sin ser un best seller ni un autor popular, se ha ido convirtiendo en una referencia, al menos para todos aquellos que nos dedicamos a la literatura.

Estos olvidos y estas recuperaciones te llevan a reflexionar sobre la artificialidad del canon.

El canon es totalmente artificial, es de una soberbia de la que el tiempo, tarde o temprano, termina por reírse. No hay un canon definitivo y es que lo que define al canon es su naturaleza variable.  A mí no me inquieta nada que el canon cambie y que se incorporen nuevos nombres. Ahora se está recuperando a muchas escritoras que la historia había marginado y olvidado injustamente. Es hora de que se incorporen al canon y, a lo mejor, paralelamente tienen que salir de él escritores que han sido sobrevalorados y no pasa nada. Para mí, uno de los grandes problemas del canon es que, en más de una ocasión, es utilizado como arma arrojadiza para imponer unos nombres y una estética frente a otros nombres y otras estéticas. Se lo utiliza como arma de combate, como arma de poder. En este sentido, Herido leve está escrito con amor y con cariño, pero sobre todo con un total desinterés hacia el poder literario; no me interesa dónde está dicho poder ni cuáles son los nombres esenciales del canon. Herido leve nace del amor a la lectura.

El segundo capítulo está dedicado a Zúñiga, a quien defines como maestro.

A parte de su valor literario, que es innegable, en este capítulo quiero reivindicar su lado más vital. Zúñiga es un autor que yo he admirado desde siempre y que, siendo yo muy joven, me abrió las puertas de su casa, sin darse aires de grandeza y de una forma natural. Él me enseñó que los autores no eran dioses inalcanzables, sino personas con las que podías conversar y de los que podías aprender, desmontando así la idea de la necesidad de matar al padre. Yo siempre he visto la literatura como un diálogo entre generaciones; en los escritores mayores siempre he encontrado generosidad y a mí me gustaría también ser generoso con los más jóvenes.

 

«Veo la literatura como un diálogo, no como una competición para ver quién llega. Además, ¿llegar a dónde?»

 

Sin embargo, más de uno ha señalado que este diálogo intergeneracional era más frecuente antes.

No lo sé. Es verdad que ahora vivimos más encerrados en nuestros mundos, pero me desagradaría mucho que la competitividad entrase en la literatura. Como te decía, veo la literatura como un diálogo, no como una competición para ver quién llega. Además, ¿llegar a dónde?

¿A la academia? ¿A la tribuna de algún periódico?

Sí, bueno, yo estoy fuera de la academia, fuera de la cátedra y no me gusta considerar ni este ni ninguno de mis libros como herramientas de poder.

¿Qué otros nombres, además de Zúñiga, fueron claves para el joven Eloy Tizón?

Hay tres nombres esenciales en mi formación: Zúñiga, Carmen Martín Gaite y Manuel Longares. Los tres fueron muy hospitalarios conmigo cuando yo no era nadie y los tres me enseñaron la importancia de la cordialidad y de la generosidad hacia los otros. Lo que yo busco es tener esa generosidad que ellos tuvieron conmigo con todos los escritores con los que me relaciono, especialmente los más jóvenes.

A nivel literario, son tres autores de estéticas muy diferentes.

Sí, eran muy diferentes, pero eso era lo interesante de relacionarse con ellos y de aprender de ellos. No buscaba imitarlos y, de hecho, no lo hice, mi literatura no tiene nada que ver con la suya. Lo que yo aprendí de ellos fue, sobre todo, a tener una actitud vital, a interesarse por los jóvenes, por quienes comienzan a escribir, sin pensar en ningún momento que quien viene detrás es alguien que te va a usurpar el sitio.

El libro habla de la herida que provoca la literatura, una herida que algunos parecen curar cuando, llegados a una determinada edad, abandonan esa actitud vital de la que hablas y de interesarse por lo nuevo.

Me daría mucha pena llegar al punto de perder la vitalidad y el entusiasmo. Es una forma muy triste de envejecer, significa envejecer perdiendo toda capacidad de sorpresa. Lo ideal es mantener una actitud de curiosidad permanente. El que ya nada nos sorprenda es muy mala señal, sobre todo porque sigue habiendo libros maravillosos y películas maravillosas. Quien dice que ya no hay grandes películas es alguien que no va al cine y quien dice que ya no se escriben libros tan buenos como antes es alguien que no lee lo que se está escribiendo ahora. Afortunadamente, cada año aparecen libros que siguen renovando esa herida, que nos recuerdan que esa herida, lejos de haberse curado, va a seguir sangrando durante mucho tiempo.

 

Por  Anna Maria Iglesia

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