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Joan-Carles Mèlich, 23/10/2019

 

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Joan-Carles Mèlich: “Leer es aprender a perderse en un libro como quien se pierde en un bosque»

Doctor en filosofía, Joan-Carles Mèlich es autor de una extensa obra filosófica, en la que destacan libros como Ética de la compasión, Contra los absolutos y La religión del ateo. En la editorial barcelonesa Tusquets acaba de publicar La sabiduría de lo incierto, un ensayo que reflexiona en torno al ser entendido como ser lector. Partiendo de que todos somos homo legens, Mèlich indaga sobre qué relación hay entre la lectura y la condición del hombre, entre la lectura y el estar en el mundo del hombre. Texto abiertamente antimetafísico, en La sabiduría de lo incierto encontramos algunos elementos de sus obras anteriores, como la reflexión sobre la ética, sobre el hombre como ser finito y sobre la necesidad de descreer de todo sentido y de todo valor absoluto.

 

Libros sobre la lectura hay muchos, pero diría que su ensayo no se puede definir como tal, a pesar del subtítulo.

No, en absoluto. En este libro quise reflexionar sobre la relación entre la lectura y la condición humana. En efecto, hay muchos libros sobre la lectura, pero muy pocos sobre la condición lectora del ser humano, sobre el ser humano como ser lector. Una de las tesis del libro es que, en general, la filosofía y la historia de la cultura occidental han pensado el ser humano desde diversos puntos de vista. Lo han pensado como animal que tiene logos y, por tanto, razón y habla; como homo faber o como homo ludens, pero no lo han pensado suficientemente como homo legens. El reto del libro era precisamente preguntarse qué significa que el ser humano es un ser lector.

Podría decirse, a raíz de su libro, que vivir es leer el mundo, leer todo lo que nos rodea.

Sí, pero añadiría algo más: leemos todo lo que nos rodea, pero también somos leídos. Nuestra vida es leída por historias, por relatos, por personas y personajes que operan en nuestro modo de ser en el mundo, aunque no nos demos cuenta. Te pongo un ejemplo: en breve, la mayoría de nosotros celebrará la Noche Buena y muchos padres llevarán a sus hijos a entregar su carta a los Reyes Magos. Independientemente de sus creencias e independientemente de si han leído el Nuevo Testamento, en estos actos opera el relato cristiano. Otro ejemplo, que nada tiene que ver con lo religioso: la película Mátrix es una recreación del mito de la caverna. Podemos no haber leído a Platón, pero todos reconocemos el dilema que nos plantea la película. Por tanto, somos leídos por textos que, sin embargo, no necesitamos haber leído. En la vida cotidiana, la gente utiliza el adjetivo “kafkiano” o “dantesco” para definir determinadas situaciones. No necesita haber leído la Divina Comedia o conocer la obra de Kafka para utilizar dichos adjetivos.

En relación con lo que comenta, en las primeras páginas de su ensayo señala que no podemos abandonar del todo la gramática que hemos heredado. Por tanto, ¿vivimos en una gramática heredada a la que somos fieles y a la vez transgredimos?

Yo parto de la base de que el ser humano es un ser finito; de hecho, sobre todo a partir de la publicación de Filosofía de la finitud, entiendo al ser humano como un ser finito y entiendo la finitud a partir de la idea de herencia: que seamos finitos significa que no empezamos con las manos vacías. Nacer es heredar. Pero ¿qué heredamos? Por lo general, se hace énfasis en el hecho de que heredamos unos valores, unas costumbres, una historia… A mí, sin embargo, lo que me interesa es la herencia gramatical. Heredamos signos, símbolos y también una biblioteca. Una de las novedades de este libro frente a otras cosas que he escrito es que, por primera vez y de forma muy explícita, afirmo que todos nosotros somos la herencia de una biblioteca. Lo que quiero decir es que hay una serie de obras que nos han constituido, que operan en nosotros y que, a veces para bien y a veces para mal, nos están formando y transformando. Algunas de las obras de esta biblioteca son una herencia envenenada de la que nos gustaría liberarnos, pero no es fácil, porque dichas obras han quedado inscritas en nuestros cuerpos a modo de heridas que no acaban nunca de cicatrizar.

Y uno de los libros centrales de esta biblioteca heredada es la Biblia.

No es nada fácil dejar de ser cristiano. Hay mucha gente que cree que ya no es cristiana tanto desde un punto de vista religioso como cultural, sin darse cuenta de lo difícil que es pasar página. Hay una moral cristiana que está inscrita en nuestro inconsciente que nos genera, por ejemplo, el sentimiento de culpa delante de determinados eventos de la vida cotidiana, sentimiento que no tendríamos si no tuviéramos esa herencia.

Usted distingue entre libros divinos y libros sagrados, cuya interpretación no admite interpretación.

En principio, no me preocupa que alguien diga que un libro como el Antiguo Testamento es un libro divino. El problema no es este, el problema aparece cuando alguien toma este libro como escritura sagrada, es decir, como un texto incontestable ante el cual hay que arrodillarse para rendirle pleitesía. ¿Qué consecuencias tiene esto? Pues que el libro, en tanto que escritura sagrada, tiene el beneplácito de lo absoluto y, por tanto, los actos que motiva su lectura, pudiendo ser buenos, pero también terribles, están legitimados por la sacralidad del principio absoluto. Sin embargo, hay otra manera de leer los textos revelados y es la manera que propone Dostoievski en La leyenda del gran inquisidor: a través del silencio, de la incertidumbre, de la duda. Y esta manera de enfrentarse a los textos ya está presente incluso en los evangelios. En el episodio de la adúltera, en Juan 8:1, le dicen a Jesús: “La ley de Moisés obliga a que esta mujer, sorprendida en adulterio, tenga que ser lapidada”. Al principio guarda silencio y, luego, Jesús contesta: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”.

 

La lectura de un libro que no puede ser discutido implica la imposición de una moral y la anulación de la ética, que es la que te lleva a la duda.

En Ética de la compasión, intenté establecer una distinción muy clara entre moral y ética y en esta distinción me he mantenido hasta hoy. La moral moderna, así entendida a partir de la Ilustración, se caracteriza por determinados principios supuestamente racionales que te dicen lo que uno debe hacer. Yo tomo la definición de Michel Foucault, quien sostiene que la moral es un conjunto de valores y normas propios de una cultura concreta en un momento determinado de su historia. La ética, en cambio, es la respuesta ahora y aquí a una interpelación. El ser humano es un ser que tiene que vérselas con la exterioridad, que está sometido a los avatares del tiempo y de la historia. Y en estos avatares está Dios, para los que crean en Dios, los otros, que pueden ser seres humanos o animales, los objetos y las cosas, entre las que está el libro. Por tanto, el libro es una exterioridad que nos desafía y a la que hay que responder. Ser ético no es, sin embargo, responder bien, sino responder sabiendo que nunca ninguna respuesta será suficientemente buena. Ser ético es vivir en lo incierto. El que sabe seguro que su respuesta es la buena, la justa, la correcta, nunca será ético. Puede ser moral, pero no ético. Es un fanático, es alguien peligroso, porque no duda. Y mi libro es una defensa de lo incierto, de la duda, del no saber.

Por su crítica al concepto de absoluto y de verdad última, podríamos decir que su ensayo es una crítica a la tradición metafísica.

Desde hace ya algunos años, mis libros se caracterizan por ser una crítica muy insistente a la tradición metafísica. ¿Qué es la tradición metafísica? Es la tradición dominante en la filosofía occidental consistente en creer que hay principios, valores y normas absolutas que están fuera del espacio y del tiempo y, por tanto, que son inmutables. Normalmente a estas normas se accede o bien por vía revelada, como sería el caso de los textos sagrados, o bien por vía racional, que es el caso de la metafísica filosófica. La tradición metafísica, sea religiosa o sea filosófica, niega algo que yo creo que no se puede negar: el hecho de que el ser humano es finito, de que el ser humano es un ser enredado en historias, es un ser que siempre vive a salto de mata, que siempre se queda en lo penúltimo, pues nunca llega a cruzar las puertas del paraíso, que no es más que un anhelo.

La idea de un ser finito que está en el mundo y es un ser relacional me remite a Heidegger. ¿Cuán esencial ha sido el filósofo de Friburgo en su obra?

En Heidegger he encontrado elementos muy importantes para mí, pero algunos muy perversos. Comparto su idea de que el ser es un ser-en-el-mundo, es decir, no hay un yo previo al mundo, una identidad anterior al mundo y, por tanto, las cosas no existen, sino son. El Dasein, el ser humano, se proyecta en el mundo, se hace a sí mismo en el mundo en relación con otros y en las diversas situaciones del mundo. En este sentido, Heidegger es uno de los grandes críticos a la tradición metafísica. El problema que yo le encuentro es que en su filosofía no hay ética y, de hecho, lo que le critica a Heidegger Emmanuel Levinas, uno de mis autores de cabecera y discípulo suyo, es precisamente su falta de ética. En Heidegger no hay ni preocupación ni responsabilidad por el otro y la prueba más clara de ello, dice Levinas, la encontramos en su idea de muerte. Para Heidegger, la muerte es siempre mi muerte, no le importa nada la muerte del otro. Esto se ve de forma clarísima en su interpretación de La muerte de Iván Ilich de Tolstói, obra que, para mí, es un gran ejemplo de compasión.

 

La lectura abre las puertas al sentido y el sentido de la lectura es infinito, precisamente porque nosotros, “los de entonces”, diría Neruda, ya no somos los mismos.

 

Su crítica metafísica y, sobre todo, su afirmación de que no hay nunca una única y definitiva interpretación de los textos me remiten a las posturas postestructuralistas de Jacques Derrida y Paul De Man.

Cierto, solo que hay una distinción que yo propongo y que no acaba de coincidir con las definiciones de significado y sentido propuestas a partir de esta tradición que comentas. El significado se puede establecer de una manera concluyente; piensa, por ejemplo, en los lenguajes sígnicos: la raíz cuadrada de cuatro es dos. En esta proposición matemática se puede establecer un significado concluyente. Y si un estudiante dice que la raíz cuadrada de cuatro es uno, el profesor le corregirá, porque la veracidad o la falsedad de dicha proposición se puede establecer, como decía, de forma completamente concluyente. ¿Qué pasa en el lenguaje filosófico, literario, pictórico o cinematográfico? Pues que, en líneas generales, se trata de un lenguaje no sígnico, sino simbólico. Es un lenguaje que no significa nada, porque lo que hace es abrir las puertas al sentido y no al significado. Y el sentido siempre es infinito. Precisamente porque cada lectura es finita, La lectura es infinita. Por tanto, para mí finitud no se opone a infinitud, pero sí se opone a absoluto. La lectura abre las puertas al sentido y el sentido de la lectura es infinito, precisamente porque nosotros, “los de entonces”, diría Neruda, ya no somos los mismos. El texto es el mismo, pero nosotros cambiamos.

Esto es lo que comenta George Steiner cuando señala que la lectura debe transformarnos.

Sin duda. Lo contrario a todo esto que propongo está representado por los textos sagrados. La lectura de un texto sagrado no pretende capturar el significado, sino capturar el sentido. El lector que rinde pleitesía a un texto sagrado lo que hace es tener claro el camino correcto. Lo que propone, a fin de cuentas, el texto sagrado es la no lectura. Porque leer significa estar abierto a lo incierto, a un sentido infinito. Si convertimos la lectura en una mera decodificación, cosa que está pasando, entonces reducimos el sentido al significado. La vida no abierta al sentido y a la infinitud, pero sí al significado y a lo concluyente, se convierte en un universo totalitario.

A través de Don Quijote y de Madame Bovary, usted define la ficción como una relación dialéctica entre lo real y lo posible.

¿Cómo se puede acceder a lo real si no es a través de la ficción, es decir, a través del lenguaje? Para que tú pudieras decir que algo es real y no es ficción, deberías poder acceder a lo real desde lo real. Y esto es justo lo que un ser finito no puede hacer. Nosotros siempre accedemos a aquello que definimos real a través de un relato, a través de una historia… Ya lo dice Kant en la Crítica a la razón pura: solamente conocemos fenómenos, no conocemos las cosas en sí. Lo que pasa es que Kant, cuando llega a la Crítica a la razón práctica y debe aplicar lo dicho en la primera de sus tres críticas, da marcha atrás. Yo lo que intento, sin embargo, es ir hasta al final. De ahí que adopte una postura perspectivista, la misma de Nietzsche. Para mí lo peligroso no es el perspectivismo, lo peligroso es convertir una perspectiva y, por tanto, una lectura, en La Lectura. Dicho de otro modo: si convertimos una lectura en La Lectura negamos la lectura.

En este sentido, propone una dialéctica negativa en la que no hay síntesis.

Efectivamente. Se trata de una dialéctica sin reconciliación. Pensar que la conversación debe llegar a término implica negar la conversación y también la lectura. De ahí el título del ensayo de Blanchot, La conversación infinita: toda conversación o es infinita o no es. Y lo mismo pasa con la lectura: una lectura no infinita es simple decodificación.

 

Un ser que abandona la lectura o, como diría Kafka, esa hacha que le quiebra a uno por dentro, abandona el pensamiento.

 

Se habla mucho de que cada vez se lee menos, pero ¿cómo afecta el leer menos a la condición humana?

Se pierde el pensamiento. Un ser que abandona la lectura o, como diría Kafka, esa hacha que le quiebra a uno por dentro, abandona el pensamiento. Una sociedad no lectora es una sociedad que no estudia y no piensa, es una sociedad que solo busca información y que repite consignas. Yo defiendo un pensamiento lector. Como diría Steiner, una persona lectora lee con un lápiz en la mano, es decir, lee pensando y piensa leyendo. ¿Qué significa esto? Significa que se somete a una exterioridad, a algo que viene de fuera y le desafía, obligándole a repensar. Porque pensar es repensar. Hoy la gente no lee, decodifica. Y esto pasa también en la universidad, donde los estudiantes y, por desgracia, muchos profesores no estudian, sino que investigan, e investigar no es lo mismo que estudiar.

¿Qué nos ha llevado hasta aquí?

Hay que darse cuenta de que vivimos en una sociedad en la que la técnica se ha convertido en tecnología, es decir, en una forma de vida, dejando de ser lo que siempre fue: un instrumento. Nosotros no utilizamos la tecnología, sino que vivimos en ella y los valores que ésta propugna se imponen. El sistema tecnológico, como todo sistema, no es neutral, y si hay un valor clave para que éste pueda sostenerse es el de la velocidad. La tecnología o es rápida o no es tecnología. El problema, sin embargo, no es la velocidad de por sí, sino la colonización del mundo por parte de la velocidad convertida en un valor. Las tres relaciones más importantes en la vida, la maternidad, el amor y la amistad, no soportan el valor de la velocidad, necesariamente necesitan el tiempo adecuado. El cronos se ha ido acelerando y hemos reducido el Kairós, que es el tiempo adecuado.

¿Esto tiene que ver con la idea de que ahora todo tiene que ser útil, todo debe ser productivo?

Sí, claro. Lo explica muy bien Nuccio Ordine en La utilidad de lo inútil. Junto al de velocidad, otro de los valores clave de nuestro tiempo es el de la productividad. Todo tiene que servir para algo, todo tiene que ser competente para algo. La lógica de las competencias, de hecho, es la lógica imperante en nuestra educación y es perversa, porque es la lógica de la producción y de la utilidad. Desde un punto de vista filosófico, es la lógica del cierre de la pregunta. Por tanto, tiene sentido desde un punto de vista técnico, pero no vital, no humanístico. La lógica de las competencias extrapola la noción de competencia del plano técnico al plano vital y, por tanto, la lectura, el estudio, el amor, la amistad…, todo termina siendo secuestrado por dicha lógica. He aquí la perversión. Y es que una vida sometida a la lógica de lo útil no es vida. Es un infierno.

Antes señalaba que estudiar no es lo mismo que investigar.

En Claros del bosque, María Zambrano dice que no hay que buscar el centro del bosque, idea que yo retomo para pensar qué significa estudiar. Si tú buscas algo concreto y no estás atento a lo que el bosque te pueda deparar, lo que haces es investigar, es decir, ir a la búsqueda de la respuesta a una pregunta previa. Esto no es estudiar. Yo no estoy en contra de la investigación, pero sí de su lógica aplicada al estudio y a la lectura. A mí me parece muy bien que la gente investigue, gracias a su investigación, a lo mejor, algún día, el cáncer se podrá curar. Dicho esto, hay que decir que no solo de investigación vive el estudiante. Es más, el estudiante vive de los límites de la investigación. Y lo que hay que hacer, además de enseñar a investigar, es enseñar a estudiar. En su maravillosa Infancia en Berlín hacia 1900, Walter Benjamin dice: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad, perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en un bosque requiere aprendizaje”. Es una frase maravillosa. Yo diría que estudiar y leer es aprender a perderse en un libro como quien se pierde en un bosque.

 

Por  Anna Maria Iglesia

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