Juan Gómez Bárcena es una voz singular dentro del panorama literario español, y es singular porque el autor la ha construido al margen de tendencias, escuelas narrativas o etiquetas generacionales. Quizá se le pueda hermanar con Cristina Morales, pero lo cierto es que, más allá de comparaciones, Gómez Bárcena ha conseguido construir a través de los relatos y la novelística un proyecto literario más que sólido. Ni siquiera los muertos (Sexto Piso), su última novela, es buena prueba de ello. La novela es un viaje a lo largo del tiempo y del espacio, desde el México colonizado por los españoles en el siglo XVI al muro de Trump en la frontera entre Estados Unidos y México. Es una novela sobre la dominación, sobre el peligro de las utopías y, fundamentalmente, sobre todos aquellos que quedan a los márgenes de un relato histórico construido sobre grandes nombres y sus cadáveres.
“Ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer”. Tú tomas estas palabras de Walter Benjamin en Tesis de la filosofía de la historia no solo para ponerle título a tu novela, sino para asumir también la lectura que de dicha tesis hace Reyes Mates: impedir que aquellos muertos queden en el olvido.
En efecto, esa es una de las claves de la novela. Reivindicar, no la memoria de los grandes nombres, sino el papel de los grandes perdedores de la historia; aquellos que han habitado los márgenes, que han padecido las injusticias de los poderosos y han sido arrastrados por revoluciones que rara vez han mejorado sus condiciones de vida.
Dice Benjamin que el historiador tiene el “don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza”. ¿En cierta manera estableces un paralelismo entre el historiador y el novelista?
Exactamente, porque el novelista también contribuye a forjar, como el historiador, una imagen del pasado. Y esa imagen no es inocua: al fin y al cabo, es nuestra reconstrucción del pasado la que justifica nuestra visión del presente.
La figura del Padre es de carácter mesiánico, sin embargo, tu novela precisamente es una crítica al mesianismo, a esa idea de salvación.
No creo en los grandes redentores. Diría que aquellos que más han hecho por el género humano se caracterizan menos por acumular un gran poder, aunque teóricamente vaya a ser usado para salvar a la humanidad, y más por ofrecer alguna clase de resistencia al poder que otros detentan.
El Padre, el Patrón, el Padrote… Al final, ¿el “salvador” no es más que la representación de quien tiene el poder y domina, del amo que decide por y para su esclavo?
Diría que casi siempre las revoluciones -al menos las revoluciones que triunfan- suelen en efecto hacerse “desde arriba”; y que incluso cuando esto no sucede y las fuerzas populares alcanzan una gran influencia -estoy pensando, sin salirme del ámbito de la novela, en los ejércitos campesinos de la revolución mexicana-, las élites suelen encontrar la forma de mitigar o reconducir esta energía revolucionaria. Por otro lado, creo que incluso cuando un “salvador” intenta transformar el mundo de manera benéfica y honesta es muy probable que acabe convirtiéndose en un nuevo agente de dominación. No es tanto la tópica idea de que “el poder corrompe” -aunque sin duda algo de eso interviene-, sino que gobernar implica crear unas leyes de aplicación general que siempre dejan desfavorecidos en los márgenes.
La novela comienza al final de la Conquista de México por parte de los españoles y llega hasta el muro de Trump. ¿Podría decirse que es la narración de una historia no solo que se repite, sino que no se ha terminado?
Termina, sin duda, mi novela, y con el final he buscado -no sé si acertadamente- dar una cierta sensación de cierre. Pero creo que las tensiones que retrata mi novela están lejos de resolverse en el plazo corto. En muchos sentidos, México -e Hispanoamérica en general- sigue y seguirá padeciendo las consecuencias de la dominación colonial que vivió en el pasado, y continuará habiendo millones de seres humanos que seguirán luchando por emigrar a Estados Unidos, donde no encontrarán ese sueño americano de libertad y oportunidades ilimitadas que Hollywood les ha vendido.
En este sentido, ¿los argumentos esgrimidos por Trump son los mismos que se esgrimían en el XVI?
El discurso de Trump hereda muchos elementos que podemos encontrar en el siglo XVI, e incluso antes, lo que no quiere decir en absoluto que el discurso de Trump sea un discurso del pasado. Toda ideología está fundada en una serie de discursos y conceptos que proceden del pasado; es la jerarquización de esos conceptos y sus intensidades la que cambia. Mussolini, por citar un ejemplo, encuentra en el pasado imperial de Roma numerosas fuentes de su política, pero las descontextualiza hasta transformarlas en otra cosa. En ese sentido, diría que la política de Trump es sin duda innovadora, aunque el racismo en el que se sostiene y su obsesión con la construcción de grandes murallas segregadoras no sean elementos precisamente nuevos.
Resulta interesante cómo dichos argumentos y determinadas lógicas de dominación se repiten a lo largo de la novela, donde lo que cambia es el lenguaje. Su mutación es lo que indica el paso del tiempo, en el que, como diría Lampedusa, todo cambia para que nada cambie.
En efecto, a lo largo de la novela se repiten unos mismos patrones de opresión y de control; cambian los rostros, pero en lo esencial no ha cambiado la lógica de dominio. Por eso ciertos discursos gotean de una época a otra de la historia, aunque adopten fórmulas teóricamente nuevas. Me di cuenta de esto escuchando cierto discurso de Trump en el que comparaba a los mexicanos con serpientes; una imagen extraída de una fábula de Esopo, que perfectamente podría haber estado en el imaginario de aquellos que cinco siglos atrás encontraron también razones para justificar la exclusión del indio de la vida política. Como sucede en los mitos, no cambia la estructura esencial del relato; sólo se experimentan transformaciones superficiales. Por eso di tanta importancia en la novela al trabajo sobre el lenguaje; quería que se transformara en cada momento de la Historia, pero que al mismo tiempo sirviera como vehículo de unos mismos discursos.
Quiero hacer hincapié en el tema del lenguaje, pues creo que es precisamente ahí donde reside tu concepción de novela y, más en general, de literatura. ¿La obra se sostiene no tanto en la trama o los hechos, sino en el lenguaje?
Sin duda. No concibo una novela que no tenga como principal objetivo la renovación o la exploración de los límites del lenguaje, lo mismo que no concibo un cineasta para quien la investigación de la imagen no sea una prioridad. En el caso de Ni siquiera los muertos, el reto era dificilísimo: crear un lenguaje que por un lado resultara homogéneo -debíamos tener la sensación de que está contando toda la historia un mismo narrador, focalizado en un mismo personaje- y por otro tuviera una gran capacidad de transformación -para adaptarse a cada época y a cada nueva cosmovisión-. En suma, un lenguaje que mostrara las repeticiones de la Historia, pero también sus novedades. El lector juzgará si ese objetivo ha sido alcanzado.
«No concibo una novela que no tenga como principal objetivo la renovación o la exploración de los límites del lenguaje»
En una entrevista, comentabas que la novela es, ante todo, una crítica de la utopía. ¿Toda utopía, para teóricamente llevarse a cabo, implica el sacrificio de alguien?
Sí, creo que toda utopía necesita, como señalaba Isaiah Berlin, “romper algunos huevos”. Y ahí surge el problema: cuando estamos convencidos de la perfección de una ideología o de un sistema, podemos estar tentados a romper muchos y hasta muchísimos huevos; cómo resistirse, cuando lo que está en juego es hacer la tortilla perfecta. Pero esa tortilla perfecta, ¿dónde está? ¿En qué época de la historia, en qué sociedad hemos degustado un manjar semejante?
De ahí que la novela sea una crítica hacia el mito del progreso, sea la historia de los cadáveres que la carrera hacia un supuesto progreso deja tras de sí.
Habría que empezar por preguntarse a qué llamamos progreso. En los últimos siglos sin duda hemos vivido un progreso material, en el sentido de que somos más capaces de intervenir en la Naturaleza; lo que no tengo tan claro es si esa capacidad es positiva, o si está siendo utilizada correctamente. Pero lo que es más importante, experiencias como Auschwitz demuestran que el progreso material no implica ningún progreso espiritual. Nos gusta sentirnos superiores a las culturas del pasado, pero sólo hemos hecho más sofisticada y sutil nuestra forma de ejercer la barbarie.
“A lo mejor era esto lo que buscábamos, ya desde el principio del viaje: un mundo sin nosotros”. Leída esta frase en estos momentos cabe pensar en lo que decía Adorno sobre la ilustración y el progreso y preguntarse ¿a dónde nos han conducido?
Diría que nos ha conducido a un sistema económico que cada vez somete a mayor tensión los límites de nuestro ecosistema, porque entiende erróneamente al ser humano como un ente que puede separarse de la Naturaleza. Un mundo que además está hecho a la medida de las mercancías y de los flujos de capital y no a la medida del ser humano.
Ni siquiera los muertos dialoga con Kanada, donde, a partir del Holocausto, se reflexiona precisamente qué sucede cuando se ha perdido todo, cuando nos hemos quedado sin nombre, sin lugar y sin memoria.
Me parece una observación atinada, aunque curiosamente no había reparado en ello. En efecto, en Kanada se exploran los límites de la resistencia del individuo ante el poder dominante, mientras en Ni siquiera los muertos esta exploración tiene lugar a nivel más colectivo.
¿Podríamos decir que en tu narrativa se ha ido consolidando un diálogo con la historia y, sobre todo, la pregunta sobre cómo narrar la historia y cómo narrar la historia que ha quedado en los márgenes?
Tengo la sensación de que el diálogo con la historia no me ha abandonado nunca, y diría que está ya presente en mi primer libro, la colección de relatos Los que duermen, donde cada cuento está ambientado en una época -pasado, presente y futuro- y todos juntos buscan configurar una visión global de la Historia. Sin embargo, el esfuerzo por narrar la historia de aquellos que han quedado en los márgenes sí ha ido ganando peso progresivamente en mi literatura; lo que no pasaba de ser un tema secundario en El cielo de Lima -los pocos capítulos dedicados a la pobreza de la Lima finisecular, por ejemplo- se ha convertido ahora en el epicentro de mi última obra.