La periodista Margaryta Yakovenko se estrena como narradora con su primera novela, Desencajada (Caballo de Troya). Cuenta la historia de Daria, una joven nacida en Ucrania pocos años después de la caída del Muro de Berlín, en 1992, que, siendo tan solo una niña, emigra junto a su madre a España, país al que un año antes se había trasladado su padre en busca de trabajo. Yakovenko reflexiona sobre la experiencia de la migración, sobre la sensación de no pertenencia y sobre la dificultad de sentirse parte de un país que nunca termina de considerarte un ciudadano más.
Empezando por el título, ¿emigrar implica sentir que no se encaja en ningún lugar?
El título responde precisamente a esto, refleja esa sensación que tiene la protagonista de estar fuera de lugar, tanto cuando está en su país de origen como cuando está en España. Creo que este es un sentimiento compartido por muchos inmigrantes, que terminan sintiendo que no forman parte de ningún lugar, ni el de origen ni el de residencia. En el mejor de los casos, sienten que pertenecen de alguna manera a los dos lugares, pero es poco frecuente, ante todo porque, como señala la protagonista de la novela, el inmigrante nunca es considerado como uno más dentro del país al que ha emigrado. El sistema lo aparta siempre. Daria es plenamente consciente de ello y de que por mucho que se hable de integración es el propio sistema el que la impide. De hecho, hasta no tener la nacionalidad, ella no ha podido acceder al sistema de becas ni tampoco postular a oposiciones, precisamente por ser extranjera. Y es que, por mucho que cumpla las reglas del sistema, este la rechaza.
En otras palabras, el inmigrante siempre es inmigrante.
Sí, aunque cambie de nacionalidad y, documento en mano, sea español, el inmigrante nunca deja de ser inmigrante. Y no solo porque la sociedad sigue considerándote tal, sino porque tú misma sientes que lo eres. La inmigración es una experiencia que marca hasta tal punto que es imposible olvidarte de ella, vives con ella.
Siendo una niña, la protagonista llega a España, donde estudia hasta la edad adulta. Desde un punto de vista cultural, ¿podríamos decir que es más española que ucraniana?
Por supuesto. Daria se siente mucho más española que ucraniana. Ella ha crecido y se ha educado aquí y, en estas circunstancias, es casi imposible que los lazos con el país de origen sean tan fuertes como los que se establecen con el país al que se llega.
¿Esto provoca un salto generacional con respecto a sus padres?
Hay un salto, claro, pero en el caso de Daria no es tan grande como el que se podría esperar en cuanto, como se señala desde la sociología, ella es una inmigrante 1,5. Es decir: ella no es la segunda generación de inmigrantes porque no ha nacido en el país al que han inmigrado sus padres, en este caso, España, sino que ella inmigró junto a ellos. Ella forma parte de aquellos que emigramos, pero crecimos y nos formamos en el país al que llegamos. Y creo que es precisamente esta experiencia la que desequilibra a la protagonista, pues, como te decía antes, ella es plenamente consciente del hecho de haber emigrado. Seguramente, para aquellos que nacieron directamente en el país en el que se instalaron sus padres, el hecho de ser inmigrante sea más fácil de asumir y, por tanto, el salto entre su generación y la de sus padres sea mucho mayor. Y es que, en este caso, los hijos no solo no tienen la experiencia de emigrar, sino que solo han vivido en un país.
Sin embargo, Daria tiene el recuerdo y la experiencia del viaje.
Ella tiene el recuerdo y sabe perfectamente a lo que tuvieron que enfrentarse sus padres a la hora de llegar a España. Muchos inmigrantes de segunda generación desconocen cómo fue exactamente el viaje que realizaron sus padres, porque éstos ocultan u omiten determinadas informaciones, muchas veces por vergüenza. Sin embargo, Daria no tiene otra opción que asumir lo acontecido, porque ella vivió el viaje en primera persona. Y esta experiencia condiciona toda su vida a tal punto que ella llega a la conclusión de que debe rehacer aquel viaje hecho siendo una niña para poder, en cierta manera, liberarse de ese peso y poder así avanzar.
En su regreso a Ucrania, Daria se enfrenta a un país donde son más que visibles las heridas dejadas por el sistema soviético.
Cuando vuelve, se encuentra, ante todo, con un país que no reconoce, no solo porque ella viene de otro mundo, Occidente, sino porque no es el país de sus recuerdos de infancia. Si bien es cierto que ya han pasado 29 años desde que cayera el régimen soviético, en Ucrania hay muchas cosas que siguen igual o conflictos que no han terminado de resolverse. Daria es testigo de los restos del naufragio de un país que no ha sabido sobrevivir tras la caída de la URSS. Mientras que su padre, emigrando, lo consiguió, el país entero no ha conseguido salir adelante.
Más allá de Bielorrusia, protagonista ahora por las represalias hacia la oposición política, ¿las exrepúblicas soviéticas siguen pagando las consecuencias de haber estado bajo el yugo de la URSS?
Sin duda. Y uno de los principales problemas que tienen todos los países del este es que, por mucho que se declaren democracias, siguen atrapados en sistemas con una fuerte tendencia al totalitarismo. En parte es porque Europa los ha dejado de lado, en el sentido de que, de todas las repúblicas exsoviéticas, se ha permitido la inclusión dentro de la Unión Europea, por ejemplo, de Polonia y Hungría. Y el interés por estos países es muy simple y estratégico: tienen un papel clave como contrapeso de Rusia. Ya está. Todas las otras repúblicas interesan tan poco que a los europeos del este no se nos ve como otros europeos más, sino que se nos sigue considerando de segunda clase. Esta actitud por parte de la Europa occidental favorece a que en los países del este surjan partidos populistas antieuropeístas tendencialmente de derechas y con líderes muy autoritarios.
Imagino que habrá nostálgicos, pero ¿este auge de la derecha puede verse como una respuesta a décadas de sistema comunista?
Hay nostálgicos, aunque, en realidad, ningún país del este quiere volver al sistema comunista. Quizás, Lukashenko sea el político que más se acerque a esta idea de un posible retorno, aunque no del todo. Además, hay que tener en cuenta que Bielorrusia es un país muy pequeño y, por tanto, es más controlable y, sobre todo, es más fácil instaurar un régimen que, en líneas generales, está completamente muerto. Actualmente, ningún país del este es comunista y tampoco sus líderes lo son. Putin no es comunista, más bien todo lo contrario. En Rusia encontramos un capitalismo mucho más salvaje que el europeo. De hecho, diría que el sistema ruso es comparable al estadounidense.
La protagonista habla perfectamente ruso, lengua que fue impuesta por la URSS a los distintos países de su órbita.
Es cierto, solo que el caso de Ucrania es un poco particular. Es un país dividido en dos: hay una parte a la que el ruso se le impuso, pero hay otra parte a la que no fue necesario imponérselo porque ya era lengua vehicular, puesto que hablamos de una zona que había formado parte del imperio ruso. Y todavía hoy hay una parte del país que considera que Rusia es su verdadera patria y que su Iglesia es la ortodoxa que depende del patriarcado de Moscú y no del de Kiev. De ahí el conflicto todavía sin resolver que asola Ucrania, conflicto que, en realidad, debería haberse solucionado con la caída del régimen soviético, pero a nadie le interesó. Y, volviendo al tema de la lengua, es cierto que, en los países de la órbita soviética, el ruso fue una imposición. Y para una parte de Ucrania también lo fue; de hecho, conozco muchísimos ucranianos que, como gesto político, rechazan el ruso y que, aunque lo hablen y lo entiendan perfectamente, nunca lo usarán.
En la novela se narra la sorpresa que provoca en algunos que la protagonista estudie un máster. ¿Se da por hecho que hay determinados ámbitos a los que los inmigrantes no pueden aspirar?
Efectivamente. Pero el problema fundamental es que esto se da por hecho porque, en realidad, casi siempre es así. Todavía hoy la sociedad española no ha avanzado lo suficiente para que los inmigrantes ocupen determinados puestos de trabajo de más relevancia o los puestos de poder, como puede ser dentro de la política, donde los inmigrantes se pueden contar con los dedos de una mano. Algo parecido pasa en los medios de comunicación, donde casi exclusivamente hay latinoamericanos que, provenientes de familias acomodadas, llegaron a España para realizar algún máster, siendo imposible encontrarte ningún inmigrante económico. Esto es curioso, porque si vas a un colegio público, ¿cuántos niños inmigrantes económicos encuentras por clase? Lo que sucede es que, a medida que pasa el tiempo y estos niños crecen, van desapareciendo de las aulas. Al bachillerato llegan muy pocos y a la universidad, aún menos. De hecho, en la facultad de periodismo, en mi curso, éramos solamente tres inmigrantes económicos. Lo que quiero decir con esto es que el sistema está estructurado para impedirnos llegar allí donde sí llegan los españoles. Muchas veces a los inmigrantes no se los contrata por su apellido o porque no son blancos. Afortunadamente, este no ha sido mi caso, pero sí te puedo decir que, poco antes de hacer la selectividad, un profesor del instituto con el que me llevaba muy bien me dijo que, si no me cuadraba la nota final, puesto que yo era una estudiante de sobresaliente, pidiera una revisión. Quiso avisarme del hecho de que, a veces, se evalúa por el apellido y no por el examen en sí. Me lo dijo tal cual. Yo tenía diecisiete años, ya sabía que el sistema era injusto, pero esa fue la primera vez que alguien me avisaba de que podía ser penalizada simplemente por ser inmigrante. Por suerte, una vez más, no pasó.
En este periodo de confinamiento, hemos visto cómo la penalización empieza desde muy pequeños: los niños que, por una razón u otra, no pueden contar con la ayuda de sus padres a la hora de estudiar quedan muchas veces rezagados con respecto a quienes tienen esa ayuda o cuentan con profesores privados.
Este es un problema que afecta a muchos niños sean o no inmigrantes. Yo era la profesora de mis padres. Ellos no podían ayudarme. Recuerdo sentarme junto a mi madre a hacer ejercicios de lengua, por ejemplo, ejercicios sobre refranes castellanos. Ella, evidentemente, no los entendía y no podía explicármelos. Así que, al día siguiente, iba a clase sin los deberes hechos. Y eso que yo tuve mucha suerte, porque cuando llegué al pequeño pueblo de Murcia del que soy, no había otros niños migrantes. Yo fui la primera, así que tuve una atención extraordinaria. Ahora el número de menores migrantes es mucho más elevado y, por tanto, no se ofrece ese acompañamiento tan individualizado que yo sí que tuve. Por esto, aprendí español tan rápido.
Además, a pesar de recibir ayudas públicas, la concertada apenas tiene hijos de inmigrantes en sus clases, que se masifican en los colegios públicos.
Prueba de ello es que, cuando estaba en quinto de primaria, abrieron una escuela concertada y no me admitieron por ser inmigrante. Lo curioso es que, años después, a mi hermano sí que lo aceptaron. Él nació ya en Murcia y, por entonces, mis padres tenían una pequeña empresa. Así que, si años antes la escuela consideró que no era apta, cinco años después, mi hermano sí pudo estudiar ahí. ¿Por qué? Simplemente porque, por entonces, mis padres podían decir que eran propietarios de una tienda.
Y es que el racismo va de la mano del clasismo.
Siempre. El que tiene dinero nunca es inmigrante, siempre es turista. Asimismo, si llegas con trabajo eres un expatriado, pero si llegas sin nada eres un inmigrante económico. Y si llegas huyendo de la guerra eres un refugiado y, por tanto, según las leyes, eres acogido por el país al que llegas. Sin embargo, si huyes de tu país por motivos económicos, eres un inmigrante y no tienes derecho a ser acogido automáticamente. ¿Es peor huir de una guerra que del hambre? Quizás, no sé, es peligroso hacer determinadas distinciones.
La novela reflexiona sobre la imposibilidad de compartir la experiencia de emigrar con quienes nunca la han tenido.
Muchos inmigrantes terminan saliendo con otros inmigrantes porque se dan cuenta de que la experiencia tan traumática que han tenido -el tener que abandonar sus países- solo la puede entender quien la haya tenido. Yo nunca he formado parte de ellos, pero, tanto en Madrid como en Barcelona, hay círculos en los que se reúnen ucranianos, celebran sus fiestas, reviven sus tradiciones… Yo nunca me he sentido atraída por estos círculos, ante todo, porque siempre me he relacionado con españoles, siendo consciente de que, aunque lo intenten, nunca terminan de comprender del todo la experiencia de emigrar.
¿Estos círculos terminan por convertirse en una especie de guetos?
Sin duda. Por esto siempre he preferido mantenerme al margen de estos círculos, donde se intenta reproducir la vida del país de origen, aunque sea en pequeña escala.
Antes hablábamos de los llamados “inmigrantes de segunda generación”. ¿No es acaso una fórmula con la que, como sucede en Francia, se sigue marginando incluso a aquellos que han nacido y, por tanto, son españoles por nacimiento?
Sin duda. El problema es que, a diferencia de lo que pasa en Estados Unidos, en España no te dan la nacionalidad simplemente por nacer aquí. En España, tu nacionalidad depende de la de tus padres: si son españoles, eres español, pero no lo eres si naces aquí, pero ellos tienen otra nacionalidad. Mi hermano, de hecho, nació aquí, pero no tuvo la nacionalidad hasta hace dos años. Volvemos a lo de antes, el sistema insiste hasta el último momento en tu condición de inmigrante.
¿De ahí que se pongan tantas dificultades a la hora de adquirir la nacionalidad?
Claro. La adquisición de la nacionalidad depende del tipo de inmigrante que eres. Los latinoamericanos, por venir de países que son excolonias hacia los cuales España tiene todavía hoy un cierto sentimiento de culpabilidad, pueden obtener la nacionalidad a los dos o tres años de estar trabajando aquí legalmente. Si certifican que tienen raíces españolas, entonces la nacionalidad es automática. Luego están los inmigrantes que provienen de los llamados “terceros países” -China, Pakistán, Europa del este, gran parte de África…-. Ellos deben vivir legalmente diez años en España antes de optar a la nacionalidad. Este fue mi caso, solo que, puesto que había sido educada en el sistema español, no tuve que hacer ningún examen sobre lengua y cultura española, como sí tuvieron que hacerlo mis padres. Aparte de esto, en todos los casos, el proceso de obtención de la nacionalidad es muy largo y solo se resuelve si pagas un abogado que te lo gestione. Es mucho dinero, son muchos papeles… Lo que intenta el sistema es que desistas, y es que no interesa el voto de los inmigrantes y, sobre todo, no interesa tener que incluirlos en sus programas. De hecho, si te fijas en los partidos actuales, hay dos líneas: los que abogan por la acogida de los refugiados o los que defienden un endurecimiento de los permisos de trabajo. Por tanto, a ninguno les interesa de verdad el voto de los inmigrantes que viven y trabajan aquí.
¿Era más fácil para un inmigrante llegar a España, como hiciste tú y tus padres, hace veinte años?
Sí, porque por entonces hacíamos falta. Eran los años del Gobierno de Aznar y del “papeles para todos”. Se necesitaba mano de obra barata. Por esto, los que llegamos hace veinte años tuvimos más suerte. Nos dieron el permiso de residencia en apenas un año, puesto que al Gobierno le interesaba legalizar rápidamente a los inmigrantes para incorporarlos al mercado laboral. Ahora, sin embargo, lo que se nos dice es que los inmigrantes sobran, porque no se necesita mano de obra, pero, en realidad, no es así, pues todavía hoy se sigue contratando temporeros fuera de España, porque nadie de aquí realiza ese trabajo. El inmigrante nunca roba el trabajo del español y, si trabaja por cantidades irrisorias, no es porque él quiera, sino porque el empresario no le ofrece más.