Suele decirse que el verdadero reto reside en escribir una segunda novela. No digo que no sea así, pero de lo que no hay duda es que, en un contexto como el actual y en medio de tantos títulos nuevos que cada semana llegan a las librerías, destacar literariamente con un primer trabajo narrativo no es fácil. Y Marta Jiménez Serrano lo consigue gracias a Los nombres propios (Sexto Piso), donde la poeta y editora nos narra, a través de la singular y destacable voz de Belaundia Fu, la amiga invisible de la protagonista, el proceso de hacerse adulta. Como lectores, vemos cómo Marta va creciendo, deja la infancia y llega a la adolescencia para, finalmente, alcanzar la edad adulta. Durante este proceso, Marta va descubriéndose y, sobre todo, aceptándose, siempre en diálogo con su abuela y su madre, dos mujeres que son el espejo en el que mirarse y, a la vez, del que distanciarse.
“Escribir y limpiar: la entrega, la atención y el esmero sin esperar nada a cambio, con el simple propósito de hacer el mundo un poco más habitable”. ¿Hasta qué punto esta concepción de la escritura y su relación con la limpieza está estrechamente vinculada con una reflexión sobre el rol de la mujer?
Es uno de los temas de la novela, sin duda. A lo largo del libro vemos el proceso de crecimiento de la protagonista a la luz de la relación con su abuela, y esa relación nos deja entrever qué cosas han cambiado para las mujeres y cómo otras cosas siguen igual. Al ser los protagonistas personajes femeninos de distintas generaciones, creo que el papel de la mujer en el hogar y en la sociedad es algo latente a lo largo de todo el libro.
¿El escribir está muy vinculado a la idea de cuidado o de entrega, conceptos que asocias a la abuela del personaje?
La vinculación que yo planteo entre la limpieza y la escritura no tiene tanto que ver con la entrega a los demás, sino con una tarea que es ingrata, que nadie reconoce, que es solitaria y que no está remunerada. En ese sentido, el trabajo doméstico se vincula con el trabajo de los escritores (mujeres y varones): lo haces para que tu mundo sea más habitable, pero nadie te lo va a agradecer. Cuando hablo de entrega (en la línea que citabas en la pregunta anterior) no hablo tanto de entrega a los demás como de entrega a la tarea en sí misma.
La comparación entre escritura y limpieza también conlleva una reflexión sobre la ausencia de reconocimiento y remuneración.
Silvia Federici hablaba del trabajo invisibilizado para referirse al trabajo doméstico, y suscribo sus ideas en esa línea. La mujer ha trabajado siempre gratuitamente, sin obtener remuneración económica ni reconocimiento social y, además, en este caso el progreso de las condiciones laborales de las mujeres ha resultado tramposo. Las mujeres como la abuela de la novela tenían una jornada laboral (invisibilizada y no remunerada): la doméstica. La generación de la madre se encuentra con la gran trampa: obtiene acceso al mercado laboral, pero cobrando menos que los varones y, además, lo doméstico sigue a su cargo; tiene dos jornadas laborales, una remunerada y otra no.
Realidad que viven muchos escritores, sobre todo las nuevas generaciones.
Eso es exactamente lo que le ha pasado casi siempre a la gran mayoría de los escritores; tienen dos jornadas laborales, una que les paga el alquiler y otra que dedican a escribir. Con el agravante de que, en el caso mi generación, a menudo la jornada remunerada ni siquiera nos permite pagar el alquiler. Dicho esto, espero que no seamos una generación de escritores que ya no aspira a ganarse la vida con la escritura. Creo que se puede intentar que haya más clase media literaria: entre el Premio Planeta y un fanzine hay toda una gama de grises.
No sé si, hace tres décadas, un autor de una primera novela hubiera señalado lo mismo o si, por el contrario, sus perspectivas económicas eran más esperanzadoras.
Supongo que el autor de una primera novela en los noventa tenía motivos para sentirse más esperanzado. El sector editorial, como tantos otros, estaba menos precarizado, y no había un tapón generacional tan potente.
Cambiando de tema, quiero preguntarte sobre la figura de la abuela y la de la madre, de la que se repite que “siempre está”. ¿Los nombres propios es una novela que reivindica a la mujer en ese rol invisible que tiene dentro de casa?
Sí, sin duda. Las cuatro partes de la novela nos presentan a la Marta niña, adolescente, joven y adulta, y la vemos observando a su madre y a su abuela y contemplando las diferencias generacionales. Sí hay una reivindicación latente del rol invisible que tiene la mujer dentro de la casa. Y también de vidas como las de la abuela, en las que parece que “no pasó nada”, pero que también son interesantes, también importan.
La protagonista señala que hay cosas de su madre que no ve ni se pregunta -las renuncias, la falta de tiempo para sí…-. ¿Crecer es tomar conciencia de aquello que no se veía?
Crecer es responsabilizarse, sobre todo, de aquello que damos por hecho, saber que somos nosotros los que tenemos que encargarnos de nuestra felicidad, de nuestra logística, valorar lo que nos compensa y lo que no: tener un criterio propio que no necesite ser validado por figuras de referencia. En ese sentido, crecer sí es ver a tu propia madre como una persona autónoma: no es sólo tu madre. No creo, sin embargo, que haga falta entenderla. Ella tomó unas decisiones y tú otras, porque cada una tiene su vida.
Lo paradójico de todo esto es que el padre, mucho menos presente por trabajar fuera, es, para los hijos, más visible que la madre que siempre está.
Sí, damos por hecho lo que tenemos cerca todo el rato. El padre brilla mucho más, por supuesto, porque se levanta por la mañana y se va y hace cosas fuera de casa. De esto habla mucho María Sánchez: las niñas a menudo, de pequeñas, queremos ser como nuestros padres y nuestros abuelos, porque tienen una vida más interesante. Genera más misterio lo que no vemos que lo que vemos.
Lo doméstico está muy presente en la novela, es a través de lo doméstico que Marta nos describe a su madre y a su abuela. Me equivoco o, bajo este aspecto, sigues la estela de autoras como Natalia Ginzburg…
Sin duda, mi novela –a la que no le iría mal del todo el título Léxico familiar– emparenta con Ginzburg en todas esas cosas. Y la intimidad de un hogar me parece muy útil para reflejar determinadas tensiones y relaciones de poder. No siempre es fácil empatizar con determinadas abstracciones teóricas, pero siempre nos enfadamos cuando los varones de una casa no ponen la mesa. Lo concreto funciona mejor en narrativa.
En relación con lo que te comentaba antes sobre qué significa crecer, sobre todo en relación con las otras mujeres que te rodean, Los nombres propios se podría definir como una novela de formación y, sobre todo, el proceso de aceptación de una misma.
Absolutamente. Es una novela de formación en la que traza un arco en el crecimiento de la protagonista, desde la infancia hasta que es adulta, y en ese viaje todo el mundo le dice cómo tiene que ser. Hay expectativas en la familia, en la sociedad, en los amigos. Creo que el viaje culmina con esa aceptación de la que hablas. Hay un discurso neoliberal hoy en día del self made man y del constrúyete a ti mismo con el que no me identifico. “Puedes ser lo que te propongas”. Pues no, no puedes ser cualquier cosa: te han tocado unas características, un rol en tu familia, etc., y con esas cartas tienes que jugar.
¿Nos cuesta tanto aceptarnos en nuestras múltiples y contradictorias identidades?
Nos cuesta muchísimo, y en este mundo binario y polarizado cada vez más. Si te llevas bien con uno no puedes llevarte bien con el otro, si eres de izquierdas no te puede gustar esto y si eres de derechas no puedes ir a tal sitio… También las redes sociales han contribuido a definirnos por categorías: la música que te gusta, la comida que comes o que no comes, etc. Hay una cierta apología de la coherencia que a veces no tiene sentido, pero no es que seamos incoherentes, es que somos complejos.

La escritora Marta Jiménez Serrano / © David Jiménez
“Qué es querer, qué es querer, qué es querer (…) No sabes qué es querer, pero desde luego mentirte no es querer y te ha mentido, humillarte no es querer y te ha humillado”. ¿Hasta qué punto el amor adolescente es, en muchas ocasiones, un amor tóxico, basado en la dependencia de la joven a los deseos del chico?
¡Hasta todos los puntos! Jajaja. No todas las experiencias son negativas, pero es cierto que a las mujeres se nos enseña a estar pendientes de ellos. Lo cuenta muy bien Tamara Tenenbaum en El fin del amor: en la adolescencia, las chicas hablan de chicos y los chicos hablan de cosas. Además, es lo que todos hemos vivido. Casi todas las estructuras familiares están supeditadas a los horarios y las necesidades del hombre, y es la mujer la que se adapta. ¿Cuántas veces hemos visto a una madre o a una abuela haciendo algo que a ella le viene mal para-que-el-marido-no-se-enfade o porque es como-le-gusta-al-marido? Lo hemos mamado, nunca mejor dicho.
De ahí que muchos amores de adolescente estén tantas veces marcados por la renuncia o por la aceptación de lo que el chico impone.
Sí, nos han enseñado desde todos los aspectos de la sociedad que ellos son los que marcan el ritmo. Aunque tengo que decir que la idea de la mujer superindependiente que se siente Beyoncé y no necesita a nadie me parece igual de nociva. Me planteé mucho que la protagonista no se enamorara al final de la novela, que acabase soltera y reivindicar ese modo de estar en el mundo. Pero lo cierto es que el relato basculaba entonces hacia ese otro punto de “yo sola puedo con todo, no necesito a nadie”, que me parece igual de estéril. Necesitamos los afectos, pero los necesitamos de otra manera.
¿Hemos crecido con una idea equivocada de lo que es el amor?
Bueno, es difícil hablar de “una idea equivocada”, porque el amor ha sido muchas cosas diferentes a lo largo de la historia. Creo que quizá la problemática reside en que en todas esas ideas de lo que ha sido el amor a lo largo de la historia ha habido una constante, el machismo. Las reglas del juego siempre les han beneficiado a ellos. Quiero creer que eso está empezando a cambiar.
¿La vergüenza -“mostrar tus inseguridades, hablar de Charlie, de tus inquietudes: ni muerta”- o el silencio ha permitido la perpetuación de ciertos roles?
Sin duda alguna. Si no tenemos referentes para la tristeza, el enfado o la crisis, es mucho más difícil enfrentar todos esos estados. Hemos idealizado socialmente a esa madre/abuela que “todo lo hace con alegría”. Hay que poner sobre la mesa lo que nos duele para poder cambiarlo. Pero, claro, es doloroso hacerlo.
Por todo lo que comentas, la protagonista crece en los noventa, pero su historia es la de tantas jóvenes de hoy.
Yo quiero pensar que la historia que se cuenta en la novela puede ser, en cierto sentido, la de cualquier generación, porque se alude a temas universales (la soledad, el amor, la muerte). En ese sentido, sí, podría ser la de tantas jóvenes hoy.
Desde un punto de vista formal, la narradora de la historia es la amiga invisible de la protagonista, es decir, es una proyección de ella, pero no es ella. ¿Una forma de huir de la primera persona?
No era tanto un modo de huir de la primera persona, como un recurso narratológico que reflejase lo que yo quería contar. Si quería contar la historia de una Marta que no se ha adueñado todavía de sí misma, no podía contarla en primera persona.
Y la voz se acalla solo cuando Marta alcanza la madurez y la independencia, pero, sobre todo, cuando se acepta a sí misma…
Son todas esas cosas las que van haciendo que esa voz se acalle, progresivamente. Es todo un proceso de formación (el de la novela) el que lleva a la protagonista a adueñarse de su historia, a contarla ella: a darles a las cosas los nombres que les son propios.
Trabajas como editora, es decir, sobre los textos de los demás. ¿Cómo influye esto a la hora de enfrentarte a tu propia escritura?
Escribo desde muchísimo antes de editar, y creo que la edición me afecta poco a la hora de escribir. Cuando edito me adapto a la voz de otro autor y soy normativa. Además, edito textos de no ficción. Escribir algo propio es distinto, lo siento como más natural, y la distancia con el texto solo la consigo dejándolo descansar unos meses.
Por tanto, no influyó, por ejemplo, en el hecho de que el proceso de escritura haya sido lento.
La gestación del texto fue lenta, y es verdad que desde que surge la primera idea hasta que se termina pasa mucho tiempo. Rumio muchísimo los textos antes de escribirlos y soy muy obsesiva, así que puedo estar años dándole vueltas a una idea.