En el año 1999, Valeria Bergalli dio forma a una idea, a un sueño; la editorial Minúscula. Su cuidado catálogo cuenta hoy con cinco colecciones: Alexanderplatz, Paisajes narrados, Con vuelta de hoja, Tour de force y Microclimes. Mujer que siembra y arriesga, nos ha hablado sobre las andaduras de su viaje editorial.
Joseph Roth, aludiendo a su obra Viaje a Rusia (Minúscula), escribió lo siguiente: <<Es una suerte que haya emprendido este viaje, de otra forma no me habría conocido jamás>>. ¿Qué supone para ti el viaje que comenzaste, hace ya quince años, con Minúscula?
La realización de un sueño, eso es un hecho (Roth dijo a propósito de las ciudades del sur de Francia: «A los treinta años pude ver por fin las ciudades blancas con las que soñara de niño». Las ciudades blancas, Minúscula, 2000), pero también un largo proceso de aprendizaje . No hay día en que no dé con algo por aprender. Y eso es así gracias a varias cosas. En primer lugar, como es lógico, a lo que me brindan los textos de nuestros autores. A lo que allí encuentro. Pero también al notable grado de complejidad que supone editar un texto y a los constantes estímulos que el proceso de edición acarrea. También he aprendido mucho de mí misma, claro, como en la cita de Roth: gracias a las alegrías y a las muchas zozobras que acompañan a este oficio he acabado conociendo aspectos de mi personalidad que desconocía. Aunque supongo que todo tiene su reverso y no descarto, por lo tanto, que una parte de cómo soy ahora sea también un poco el resultado de estos casi quince años de trabajo editorial.
¿Has arriesgado mucho? El catálogo de tu editorial dice que sí…
Creo que esa ha sido una constante a lo largo de estos quince años. Se me ocurren tres tipos distintos de riesgo. En primer lugar, está el hecho mismo de existir. Cuando empezamos –la editorial nació en 1999 y nuestros primeros libros aparecieron en el año 2000-, no se daba por sentado que con una estructura mínima como la nuestra se pudiera poner en marcha -y mantener a lo largo del tiempo- un proyecto editorial con vocación cultural y con un notable grado de ambición. (Con esto último me refiero a cierta aspiración a la excelencia, a querer hacer las cosas bien, a pesar de no contar con demasiados recursos económicos.) Ese fue un primer gran riesgo que hubo que correr y que quizá ahora, a la vista de lo sucedido después en España, en particular a partir de 2005, más o menos, año en que empezaron a aparecer varias editoriales literarias pequeñas, puede parecer menos aventurado de lo que en realidad fue entonces.
En segundo lugar, creo que hemos arriesgado porque nunca hemos hecho las cosas muy deprisa y en este mundo, en cambio, todo se mueve muy rápido. Desde 2000 hemos publicado 101 títulos, una cantidad que refleja una actitud algo tímida, sí, aunque muy acorde con nuestra manera de trabajar.
En tercer lugar, nunca hemos dejado de querer construir un catálogo en el que encuentren un lugar escritores que no son conocidos por todos; en este sentido, nos interesan particularmente aquellos autores cuya obra no se inscribe en una corriente determinada, o sea, escritores que han abierto territorios nuevos desde su condición de excéntricos. Si pienso en mi experiencia como lectora, debo decir que siempre me ha gustado mucho descubrir autores nuevos, tener una intuición al coger un volumen en una librería y sorprenderme con sus páginas. Esa sensación de sorpresa me gusta especialmente y lo que más deseo es poder proporcionarla a los lectores de Minúscula. De hecho, confío en que la tengan al llevarse a casa un libro de Anna Maria Ortese, de Marisa Madieri, de Annemarie Schwarzenbach, de Hans Keilson, de Ilse Aichinger, de Edgardo Franzosini, de Jesús del Campo, de José Luis de Juan, de Svetislav Basara, de Ludwig Hohl… En ese marco y durante estos años, poco a poco, y pese a nuestras dimensiones, también hemos podido llevar a cabo un trabajo de autor con algunos de esos escritores que acabo de mencionar (Madieri, Schwarzenbach, Keilson) y con otros como Irmgard Keun y Giani Stuparich. Todo esto supone que, como editores, creemos mucho en el trabajo a largo plazo, libro a libro, pasito a pasito. Y estamos obligados, en cierta manera, a ser fieles a nuestro proyecto, porque, lo sabemos, los lectores que se sienten atraídos por él permanecen atentos a lo que publicamos. De hecho, si se me permite la distinción, en Minúscula siempre hemos apostado mucho por los «lectores cautivados» y nada por los «clientes-lectores cautivos», estos últimos piedra angular de ciertas teorías de la mercadotecnia.
¿Cómo y por qué elegiste los primeros libros que publicaste?
Los primeros libros que publicamos, en octubre de 2000, fueron Las ciudades blancas, de Joseph Roth, y Verde agua, de Marisa Madieri. El primero lo tradujo Adan Kovacsics, el segundo, yo. Ambos aparecieron en la colección Paisajes narrados. En ambos está presente ese factor de la sorpresa que mencionaba antes. Porque aunque uno, el de Roth, es de un autor conocido por los lectores españoles, lo era gracias a una faceta distinta, la de novelista. Eran poquísimos los lectores de aquí que entonces conocían al Roth cronista, como el que presentamos entonces y seguimos haciendo después, con Crónicas berlinesas y Viaje a Rusia. Personalmente, esta faceta de Roth es la que más me interesa, me parece más estimulante que sus novelas, en sus crónicas están su gran capacidad de observación y su asombrosa agilidad a la hora de plasmar lo que ve. Y sus crónicas, además, sean quizá el mejor argumento para demostrar hasta qué punto el buen periodismo puede ser también gran literatura. En cambio, Marisa Madieri, con su relato-diario Verde agua, era una perfecta desconocida para los lectores de aquí. Y con ella, por cierto, muy pronto, pudimos descubrir qué significa dar a conocer a un autor y que, por suerte, su obra sea leída, comentada y compartida. Ambos títulos, por otra parte, aunque no comparten época, estilo, geografía, son bastante representativos del tipo de textos que nos estimulan más, es decir, aquellos que, sin renunciar a la narración, exploran caminos distintos de los de la novela.
Mantienes un hilo conductor muy claro, comprometido y consecuente en cada uno de los libros que seleccionas. Existe un diálogo entre las diferentes colecciones, una fuerte presencia de obras que muestran una sensibilidad poética, un compromiso social, cultural, humano. Retratos de la humanidad. Viendo esto, ¿qué papel consideras que tiene un editor a nivel cultural?
Prefiero responder de manera más concreta que teórica, es decir, más de acuerdo con cómo concibo mi actividad de editora que en términos de un editor ideal. En este sentido, me atrevo a decir que en nuestro catálogo se refleja un especial interés por escritores que, en épocas decisivas, descifraron con gran sensibilidad el signo de los tiempos. Pienso en el ya citado Joseph Roth, pero también en Varlam Shalámov, Victor Klemperer, Giani Stuparich, Hans Keilson, Rachel Bespaloff, etcétera. Diría que nuestro reto para los próximos años es reconocer a los autores que lo hacen en la actualidad.
Y desde el otro lado; eres una persona a la que le gusta viajar, que ha viajado mucho. Antes de comenzar a vivir en Barcelona, lo hiciste en varios países, principalmente en Argentina, Italia y Alemania. ¿Tienes mucho que agradecer, en tu trayectoria de editora, a la cultura de esos países? ¿Está ahí el origen de algunas publicaciones, como las de la gran Irmgard Keun, Joseph Roth, Annemarie Schwarzenbach, Hans Keilson, Alberto Vigevani, Marisa Madieri…?
Sí, indudablemente. No sería quien soy, en lo bueno y en lo malo, en lo personal y en lo editorial, si no hubiese empezado a viajar muy pronto, si no hubiese vivido en esos lugares, si no hubiese comenzado a aprender distintas lenguas desde muy pequeña. Sería, seguramente, otra persona, otra lectora, otra editora. Y, claro, no habría tenido ocasión de leer a Klemperer, por ejemplo, cuyo libro LTI. La lengua del Tercer Reich leí de muy joven en Alemania y pude al fin ver cumplido el sueño de publicarlo en 2001.
Más allá de los espacios geográficos citados, felicidades por la publicación de los seis volúmenes de Relatos de Kolimá, de Varlam Shalámov. A ti y al traductor.
Muchas gracias, acepto de buen grado las felicitaciones, sobre todo las que van dirigidas al traductor, Ricardo San Vicente. Ricardo, maestro de traductores, es probablemente quien más sabe acerca de Shalámov en Europa. Publicar los seis volúmenes del ciclo completo de relatos es una obra titánica, tanto para el traductor como para quien los publica, pero es una de esas empresas que justifican, ellas solas, la existencia de una editorial. Shalámov es uno de los escritores esenciales del siglo xx. Lo suyo es una auténtica proeza: aunó testimonio y gran literatura. Y creó algo nuevo. Hizo arte a partir de una experiencia concentracionaria, la de los campos de trabajo siberianos, que, si uno la ha vivido y ha sobrevivido, se siente obligado a transmitir, pero que no se puede transmitir porque no existen las palabras adecuadas para hacerlo, y a pesar de eso lo intentó. Y nos dejó uno de los monumentos literarios del siglo pasado. Es imposible seguir siendo la misma persona después de leer a Shalámov.
Además de ser editora, has traducido algunos libros. ¿Qué lugar ocupan los traductores en Minúscula?
En el proceso de edición, tal como yo lo entiendo, la traducción ocupa un lugar importantísimo. Traducir es una labor creativa y difícil. Es el eslabón que permite que una obra acceda a la literatura universal.
La traducción, en mi caso, está directamente relacionada con el trabajo de edición: a veces entro en diálogo con los traductores como editora de las obras que publicamos y otras me enfrento yo sola a los textos originales. Pero siempre me implico, de una forma u otra, en el proceso.
Fácilmente te imagino escribiendo, ¿también escribes?
Prefiero encaramarme a hombros de gigantes, o sea, nuestros autores.
Has conseguido una editorial con alma, con una variedad de voces que a pesar de las diferencias se complementan y cada autor es importante para el conjunto. ¿Imaginas tu vida dedicándote a algo diferente?
Muchas gracias por el cumplido, sobre todo porque en él hay mucho cariño por nuestros autores. Aunque me resulta difícil imaginarme haciendo otras cosas –todas las actividades que se me ocurren están relacionadas, de un modo u otro, con la literatura-, a veces creo que podría ser una aceptable jardinera. No lo parece, pero la edición y la jardinería tienen algunos puntos en común: ambas son actividades cíclicas, tienen sus rutinas, sufren los condicionantes del entorno, requieren disciplina y mucha paciencia, y el resultado, o sea, los libros y las flores, solo a ojos superficiales e inexpertos pueden parecer iguales a otros libros y a otras flores; en realidad, cada uno es bello a su manera y requiere, por lo tanto, cuidados distintos.
Por Ana Corroto