A lo largo de este año, la editorial segoviana La uña rota cumple 22 años. Durante estas dos décadas, la editorial fundada por Carlos Rod, Mario Pedrazuela, Arcadio Mardomingo y Rodrigo González, ha conseguido, ante todo, reivindicar el teatro como texto para ser leído. Rodrigo García, Angélica Liddell o Juan Mayorga destacan en el catálogo de La uña rota, cuyo principal objetivo es descubrir textos todavía inéditos: por ello, la editorial no solo ha apostado, desde el primer momento, por autores actuales, sino ha buscado sacar a la luz para el público español textos que todavía no se habían traducido. Prueba de ello, es la reciente publicación de la correspondencia entre Jacques Rivière y Marcel Proust, un excelente trabajo de edición y traducción gracias al cual descubrimos la conversación que mantuvieron el autor de En busca del tiempo perdido y uno de los críticos más relevantes de la Francia de primeros del siglo XX y, además, descubridor del genio proustiano: “Haga cuanto pueda para hacerse con él: créame, más adelante será un honor haber publicado a Proust”, le escribirá Rivière a Gallimard.
En este 2018, La uña rota cumple 22 años. Echando la vista atrás, ¿el fanzine fue vuestra escuela de edición? ¿Fue allí donde aprendisteis el oficio?
En gran parte sí. Éramos estudiantes, no habíamos tenido ni tan siquiera tiempo de pensar qué queríamos editar. La experiencia de editar fanzines fue esencial para cuando comenzamos a pensar en crear una editorial. Nuestra trayectoria es un tanto singular en cuanto hemos ido muy poco a poco y hasta transcurridos algunos años, no hemos tenido la conciencia de ser editores profesionales; además, aunque desde el primer momento hemos intentado trabajar con profesionalidad, la parte comercial del proyecto tardó un tiempo en llegar. En este sentido, si bien ya no hacíamos fanzines, el espíritu del mismo, de su escritura y de su edición, nos ha acompañado muchos años y, en cierta forma, todavía permanece. Yo asocio el fanzine a la libertad. Por tanto, el fanzine fue un campo de prueba, aunque no lo hacíamos porque estuviéramos pensando en crear La uña rota.
Y ese campo de prueba lo frecuentasteis en los años universitarios.
Por aquella época, yo estaba estudiando Publicidad en Segovia y, un día, me encontré con Miguel Díaz, con quien nos unimos para crear un fanzine, que aglutinó lo que vino después. Por entonces, Rodrigo González estaba haciendo un fanzine muy similar al nuestro y, finalmente, los proyectos se juntaron y, de hecho, Rodrigo tiempo después formó parte de la editorial. En ese momento, además, comenzamos a recibir poemas de Mario Pedrazuela y fotocomposiciones de Arcadio. Ambos también formarían parte de la editorial. Tras los cinco números del fanzine, que no estaban numerados, sino nominados, pues cada uno tenía un nombre diferente, ya nos conocíamos los cuatro -Rodrigo, Arcadio, Mario y yo-, que poco después terminaríamos por crear La uña rota. Fueron años de plena libertad, con el fanzine podíamos hacer aquello en lo que creíamos y queríamos, era un espacio de plena libertad creativa.
¿Quisisteis hacer de La uña rota un espacio de libertad en un mundo literario algo cosificado?
Sí y no. Cuando hablo de libertad, me refiero a tener un criterio libre e independiente, palabra que, para mí, solo se puede utilizar en relación al criterio y no a la editorial. Creo que cuando se habla de editoriales independientes habría que plantearse qué entendemos con ello y qué es una editorial independiente. En este sentido, reivindicábamos un criterio libre para decidir qué publicar y cómo publicar. Mi formación era la de un lector de biblioteca, tanto la de casa como la pública. Cuando empecé con el fanzine era un estudiante al que los últimos años de carrera se le hacían pesados, puesto que no me interesaban asignaturas como Marketing, aunque con el tiempo aprendí que era más útil de lo que pensaba. El fanzine fue una vía de escape de la universidad y una búsqueda de libertad, era una manera de cuestionar aquello que se estudiaba en clase y, de hecho, muchos fanzines nacieron a partir de lo que nos decían los profesores. Volviendo a tu pregunta, sí había algo de contestario en nuestro proyecto y en nuestro criterio.
¿No estabais conforme a cómo se editaban los textos de los que vosotros erais lectores?
Yo por entonces no sabía qué era una editorial independiente, yo leía los libros que me interesaban en las ediciones de Alianza, Alfaguara, Pre-Textos, Quaderns Crema, que me encantaban… Digamos que gracias a estas editoriales me fui formando como lector y cuanto más leía y me formaba, más interesado estaba en poder editar mis textos y en descubrir cómo hacían los editores para publicar aquello que yo leía con interés. Dicho esto, no se trataba solo de emular, sino también de hacer aquello que no se hacía; a mí, por darte un ejemplo, me gustaban mucho los Cuadernos Anagrama, pero, cuando empezamos con la editorial, me di cuenta de que ya no se hacían, que lo que se publicaba era todo más comercial. Me gustaban también mucho los Cuadernos Ínfimos de Tusquets, determinadas ediciones de Pre-Textos o de Alfaguara y no entendía por qué estas editoriales dejaban de editar ciertas colecciones o ciertos títulos. Evidentemente, entendía que la decisión de no publicar tenía que ver con el mercado, pero no me gustaba esta tendencia a la comercialización de ciertas editoriales, que habían dejado de actuar en relación con sus principios.
¿Tuvisteis, desde el primer momento, claro vuestros principios?
Nosotros empezamos, dando prioridad a textos cortos y nuestro propósito era romper con ciertos cánones. En esa época no era tan común ver libros donde se mezclaba texto e ilustración, donde se jugaba con la grafía y con la estructura del libro y nosotros lo hicimos por pura intuición. Es verdad que en otros países algunas mezclas eran más comunes así que, en parte, es cierto que había por nuestra parte una voluntad de ruptura. Sin embargo, como decía antes, había también una voluntad de emulación: a mí me gustaban mucho los primeros libros de Anagrama, que tenían algo de libertario.
Por cómo has hablado antes, intuyo que no te gusta demasiado el término “editorial independiente”.
Es la típica etiqueta para denominar algo, pero hay que cuestionarla cómo hay que cuestionar siempre todas las etiquetas. Ahora se utiliza la etiqueta “editoriales independientes” de corrido, parece que ya no puede existir simplemente una editorial, sin nada más, y hay que ponerle siempre el adjetivo “independiente”. Nuestro lema es que somos una editorial dependiente de lectores independientes, es decir, dependemos de muchísimas cosas para poder publicar, lo único que nos puede distinguir es el criterio que tenemos. Somos independientes en cuanto al criterio, pero en todo lo relacionado con el capital somos completamente dependientes. El capital es esencial en el mundo editorial y, en este sentido, las editoriales grandes, en cierta manera, son más independientes que nosotros porque tienen más capital. Otra cosa es que dependan de bancos, pero es otro tema. Por tanto, cuando hablamos de editoriales independientes, habría que preguntarse de qué son independientes, pues no se puede ser independiente y punto, siempre se es independiente en relación a algo.
En un mercado editorial, donde el teatro es casi anecdótico, vosotros habéis apostado desde el primer momento por publicar textos teatrales, tanto clásicos contemporáneos como de dramaturgos actuales.
En nuestra apuesta por el teatro, hay intuición y hay también un deseo de dar protagonismo a este género. Mi trayectoria, además, está muy ligada al teatro, sobre todo desde que decidí, tras terminar Publicidad, hacer Dramaturgia. Por entonces, la estructura de la editorial ya existía, solo que publicábamos muy pocos libros al año y bastantes de esos libros tenían que ver con nuestras lecturas. Mis lecturas de entonces, los libros con los que más me relacionaba y que más buscaba, tenían que ver con el teatro. Muchas veces, iba a ver una obra de teatro y, al terminar la función, le preguntaba al autor si el texto teatral estaba publicado o no, puesto que me interesaba poder publicar los textos teatrales actuales. Así nació Borges de Rodrigo García, con quien hablé y me permitió de inmediato publicar su texto. Y después de Rodrigo, llegó Beckett, cuyos textos leía muchísimo por aquel entonces, y editamos textos que eran inéditos en castellano. Además, también restauramos algunos de sus textos: la traducción de Beckett en Tusquets a mí no me satisfacía y creía que era importante buscar un editor afín a las estrategias beckettianas y lo encontramos en Miguel Martínez Lage, a quien le debemos muchísimo, por su labor y por su apoyo. Tuvimos la gran suerte de colaborar, desde el primer momento, con personas de una categoría y de una sabiduría enorme, con las cuales yo no hice otra cosa que aprender.
En vuestra apuesta por el teatro hay también una reivindicación del teatro como texto escrito, no sólo como puesta en escena.
Es un gran tema analizar las diferencias entre la parte textual y la parte representativa del teatro, es un tema que daría pie a una conversación por sí sola. Vengo ahora de Argentina, donde participé en un encuentro llamado Volumen, donde se reunían editores de teatro y donde se puso sobre de la mesa cuestiones como quién publica teatro, qué significa un texto teatral y qué diferencia hay entre un texto teatral y un texto de otro género. Me pareció un lujo poder compartir reflexiones con otros editores de teatro y con especialistas. Para mí, un texto teatral tiene sus características y tiene sus especificidades, pero, admitido esto, creo que un texto es interesante independientemente de sus especificidades, es decir, el texto teatral es interesante independientemente del género al que pertenece. A mí me interesa el discurso y no tanto el género del texto. Es cierto que los textos teatrales están escritos para ser recitados en voz alta y que hay gente que prefiere la representación a la lectura, pero no siempre sucede así.
¿Podemos, por tanto, hablar de unos textos teatrales más “dirigidos” a la lectura y otros más “dirigidos” para la representación?
En este sentido, sí. Yo distinguiría entre textos dramáticos y textos no dramáticos. No es lo mismo Juan Mayorga que Rodrigo García o Angélica Liddell. No me refiero a si uno es mejor que otro, sino que los textos son distintos. Con los textos de Rodrigo, de inmediato te das cuenta de que están escritos para ser recitados, son textos que suenan bien, piden ser leídos en voz alta.
Una particularidad de los textos teatrales, en concreto los firmados por Juan Mayorga, es que pueden cambiar en cada representación.
Esta es una de las características que solo se puede aplicar al teatro. Hay autores que distinguen entre el texto para publicar y el texto para representar: mientras el texto para publicar es siempre el mismo, el texto para representar va modificándose a medida que se ensaya. El texto de Esperando a Godot, por ejemplo, se ha mantenido invariable a lo largo de los años, fiel a la primera versión, a pesar de que Beckett fue quitando y añadiendo cosas cada vez que llevaba a escena la obra. Juan Mayorga es el caso contrario: le interesa que se publique el texto último, añadiendo a cada publicación cada nueva modificación, introducida por Juan a partir de las nuevas representaciones que hace de la obra. Rodrigo García, por el contrario, mantiene bastante intactos los textos teatrales una vez que los ha publicado, a pesar de los cambios que puede realizar en las distintas representaciones.
Hemos hablado de Juan Mayorga, de Rodrigo García, pero hay que mencionar a Angélica Liddell que, a pesar de su éxito internacional, aquí no era muy reconocida y cuyas obras habéis publicado casi desde el principio.
El caso de Angélica no es nuevo, pasa muchas veces que en España el reconocimiento tarda en llegar. Pasa también con Pablo Gisbert, a cuya compañía le cuesta mucho encontrar bolos en España.
¿Por qué?
En España no hay una estructura teatral importante y tampoco hay comunicación entre los teatros. Existen las salas independientes y alternativas, pero no hay un circuito de teatros que te permita mostrar tu obra 30 o 40 veces. Esto solo lo consiguen autores como Juan Mayorga, que con El cartógrafo habrá hecho 100 bolos en toda España, recorriendo pueblos y ciudades de todo tipo. Pero el éxito de Mayorga es una excepción, giras así se producen en contadas ocasiones y la situación que viven las compañías profesionales menos conocidas es completamente opuesta. Con su último trabajo, Pablo Gisbert está de gira por todo el mundo, mientras que en España solo la ha representado uno o dos días. Si se apostara por el teatro y se creara un circuito teatral en condiciones, muchas compañías dejarían de ser tan precarias como lo son ahora, trabajando tres y cuatro meses seguidos para conseguir solo tres o, como mucho, cuatro bolos. Angélica Liddell pasó por todo esto, figúrate lo que podía ganar cuando la sala se lleva el 50% de la taquilla. ¿Qué te quedan? ¿30€? Y con estos 30€ tienes que pagar un montón de cosas. La suerte de Liddell es que logró ir más allá y llegar al llamado limbo europeo y, entonces, participar en festivales a nivel internacional, algo que te permite no sólo sobrevivir, sino vivir. Y nosotros como editores estamos consiguiendo poner en valor ciertos textos teatrales: publicando con nosotros, Pablo, Angélica y Rodrigo se han convertido en escritores. No sólo son personas de teatro, no sólo se les percibe como gente de teatro, sino que, además, gracias a la publicación de tus textos, se les considera autores.
Dejando de lado el teatro, no puedo sino preguntarte sobre vuestra colección Libros inútiles. ¿Por qué este nombre? ¿Una declaración de intenciones?
El nombre de la colección es una herencia del fanzine y de la libertad de la que gozábamos. Cuando editamos el último fanzine y decidimos publicar los textos de algunos de los autores que colaboraban con nosotros, nos reunimos para pensar en la idea de crear una editorial y allí surgió la idea de formar una colección con este título. Si en aquel momento hubiéramos tenido un plan empresarial detrás y una inversión económica que nos sustentara, ese nombre no hubiera sido viable y, seguramente, ni tan siquiera se nos hubiera ocurrido. Sin embargo, puesto que cuando creamos la editorial no había nada de todo esto, el nombre “libros inútiles” para una colección nos pareció perfecto, sobre todo porque subrayaba que los libros no eran útiles según una idea fenicia de utilidad.
Como diría Nuccio Ordine, se trata de la utilidad de lo inútil.
Efectivamente. Queríamos poner el acento en la parte inútil. El título se quedó y ahora, tras un tiempo parada, hemos revitalizado la colección a través de la edición de poesía.
A lo largo de estos años, habéis sumado otras dos colecciones -Libros del apuntador y Libros robados- y, tras editar casi exclusivamente autores actuales, habéis introducido textos de clásicos contemporáneos.
Sí, con esta idea de introducir textos ya reconocidos, pero todavía inéditos en castellano, surgió la colección de Libros del apuntador: el objetivo es apuntar ahí donde está un libro interesante para los lectores afines a nosotros. Yo creo que, en este sentido, la nuestra fue una evolución natural: uno comienza siendo editor para publicar textos nuevos, porque creo que esta es la principal función de un editor, descubrir y dar a conocer textos actuales, pues son los textos que retratan tu época.
Alguien podría decirte que apostar por autores ya conocidos es más seguro y que, por tanto, es preferible dejar para un segundo momento la apuesta por autores nuevos.
Desde luego, pero nosotros siempre quisimos publicar aquello que no estaba publicado y, de hecho, aunque recuperemos autores conocidos, como es el caso de Beckett, los recuperamos publicando textos inéditos. Publicar aquello que no está publicado, lo inédito, es para nosotros una premisa que intentamos cumplir siempre y, en el momento de publicar algún texto que ya se había editado, buscamos el modo de editarlo de una manera nueva. Por ejemplo, publicamos los prólogos de Conrad: éstos ya estaban publicados separadamente con las obras a las que prologaban, pero nunca se habían editado conjuntamente en un único libro solo de prólogos. Nuestra labor tiene que ver tanto con rescatar textos publicados en otros idiomas como con dar una nueva imagen a textos en castellano que se habían editado no de la mejor forma o que habían pasado desapercibidos. Nuestra intención es hacer que todos los textos que editamos sean contemporáneos, mostrarle al lector que puede leer un autor clásico o un autor de ahora y que ambos le pueden interesar porque están atravesados por la misma mirada contemporánea.
La publicación de las Cartas a Hawthorne y, ahora, de Agatha, donde Sara Mesa y Pablo Martín Sánchez escriben el relato que nunca llegó a escribir ni Melville ni Hawthorne refleja este intento de establecer una constante relación entre lo “clásico” y lo “actual”.
Claro, este ejercicio tiene mucho que ver con lo que comentas y también con nuestro deseo de jugar, entendiendo por jugar el tener la libertad de hacer cosas nuevas y distintas. Agatha responde a nuestro deseo de traer a la actualidad el relato que no escribió Melville. Se lo pedimos a dos autores, Sara Mesa y Pablo Martín Sánchez, muy distintos entre sí, pero este experimento se hubiera podido hacer todavía más grande si, en lugar de ser solo dos autores los que escribieran el relato, le hubiéramos pedido a autores de generaciones diferentes que escribieran el relato que Melville no escribió. Sin embargo, hubiera sido muy complicado y creo que el libro ha quedado muy bien tal y como se pensó, con el relato de Sara y de Pablo. Este tipo de juegos es lo que, a ti, editor, te activa y te hace seguir editando, porque te lo pasas bien.
Insistes mucho en la idea de jugar con la forma o de buscar nuevas formas a la hora de editar.
Hay muchas formas de editar y una de ellas es la de impulsar publicaciones. Para nosotros, editar es mucho más que limitarse a publicar el texto que te llega o que buscas. Editar para mí es pensar y crear el libro y, por tanto, hacer del editor un creador del libro. Sin embargo, decir editor-creador no significa convertir al editor en protagonista, en absoluto. Hay editores que son pequeñas estrellas del mundo de la literatura, cuyos nombres suenan constantemente y que van a todos los congresos posibles. Para mí, sin embargo, el editor es aquel que está a la sombra; no creo en esta idea de que el editor es el “creador de su catálogo”, porque quien hace el catálogo son los autores que publicas. Tú, en tanto que editor, eliges los textos, cuyos autores son otros. Si el editor puede llegar a definirse como creador es solo cuando impulsa un libro, como hace, por ejemplo, el editor de La Felguera.
¿Crees, por tanto, que el editor no debe ser el protagonista, que no debe imponerse al catálogo?
Tabarovsky habla del “editor-Rey” refiriéndose a los editores que se convierten en protagonistas de su catálogo y terminan imponiéndose al escritor. Es evidente que, tras un catálogo, hay uno, dos o tres editores, pero quienes componen el catálogo son los autores. Ahora se habla mucho de la cocina de autor, pero el editor no es un cocinero: el editor es aquel que elige los platos, pero no quien los cocina. En este sentido, un editor puede hacer una muy buena selección, o tal vez tenga la virtud de elegir muy bien, pero no es el que cocina, no es el que crea.