La literatura, cuando es verdadera, es música. La vida, cuando se parece a lo que uno soñó, también. César Altable y Jesús Gil, amigos, residentes en Madrid y estudiantes de Físicas en la misma facultad, se confabularon hace ahora trece años para dejar sus respectivos trabajos en el sector de las telecomunicaciones y lanzarse a emprender una aventura que a ambos rondaba la cabeza durante años, asentada ya “la sensación creciente” de no estar haciendo, ninguno de los dos, lo que realmente querían con su vida. Lo que querían, entre otras cosas, era “vivir entre libros”, como lectores compulsivos que ambos eran y siguen siendo. También les unía su pasión por la música, con gustos que podían o no coincidir. De esa combinación –amistad, libros, música, formas de ver el mundo– nació El Argonauta.
Pero el arte al que consagraron su negocio fue producto de una idea tan romántica como realista: tras un proceloso sondeo del panorama librero madrileño, concluyeron que no había, en aquel inicio de siglo en Madrid (2004), muchas librerías dedicadas a la música, en un sentido amplio y más allá de lo que pudiera encontrarse en las tiendas de instrumentos. Muy pensado el concepto, y también el sitio: tuvieron claro asimismo que el emplazamiento debía ser esta parte de Chamberí, estudiantil y bulliciosa, más cercana ya a Argüelles (están en Fernández de los Ríos, 50). Un barrio tradicionalmente poblado de librerías, aunque muchas de ellas se han visto obligadas a echar el cierre en los últimos tiempos por las consabidas razones que siempre emergen en cualquier conversación sobre el tema. La crisis económica ha traído consigo “un cambio de comportamiento” por parte de quienes siempre han sido consumidores estables de libros, dicen; gente de clase media con hábitos culturales arraigados que, ante los nuevos agujeros en el bolsillo, ha relegado la compra de libros a otro lugar en su escala de prioridades. (Algo que, combinado con la piratería, las descargas para e-book y demás formatos amigos de ese tramposo equívoco llamado cultura gratis, vienen provocando una tormenta perfecta contra el tejido de la industria, sobre todo contra los más pequeños de esa industria).
Pero El Argonauta resiste (“que no es poco”, dice César); como un largo silencio íntimo en el trasiego de estas calles, un pentagrama en el que no cabe el ruido: “Intentamos que el ambiente acompañe”. Y tanto. En un lugar en que conviven armoniosamente Beethoven y Bob Dylan, la música ambiental es sin embargo “lo más neutra posible” para que no distraiga al curioso de esa ceremonia tan íntima y placentera de husmear entre los títulos (“música, misteriosa forma del tiempo”, escribió Borges). Para que todo aquel que se interne en ella pueda dedicar “todo el tiempo que necesite” a ojearlos, con mesa redonda y hospitalaria incluida.
En El Argonauta –como viene siendo ya norma entre este tipo de libreros–, se sienten “especialmente cómodos” con los sellos relativamente pequeños. Chelsea Ediciones, por ejemplo, o Blackie Books, la casa que lanzó en castellano los fenómenos editoriales (confesionales) del pianista James Rhodes. Pero la cuestión esencial es abarcar todo lo relacionado con la música, desde manuales de solfeo e instrumentos a las memorias de Neil Young, o textos especializadísimos para musicólogos. Por eso su público es tan ecléctico como los mismos palos que pueden encontrarse aquí, de la música clásica al heavy, del flamenco al jazz y el rock. Y por “el perfil tan técnico” de muchas cosas que los lectores les encargan, están en contacto permanente con editoriales norteamericanas, francesas, inglesas, alemanas… La música posee un abanico bibliográfico “gigantesco” –sólo el de las partituras de piezas clásicas es inabarcable.
Necesario, para ello, el librero como siempre se entendió, como guía y proscriptor de lo que uno está buscando, o de lo que no sabe aún que busca: la “pasión” que César y Jesús ponen a su trabajo incluye indefectiblemente dominar su territorio; no ser “expertos” en todos los posibles aspectos de la música, “porque es imposible” –aunque ambos formaron parte de algún grupo de manera amateur–, pero desde luego saber qué libros de su catálogo “van por un lado u otro, cuáles pueden funcionar en cada caso”, sea “por el prestigio de la editorial, el trabajo anterior de los autores”, etc. “La información ahora mismo es tremendamente accesible”, dice César, pero –o precisamente por ello– son esenciales los filtros que sepan distinguir las voces de los ecos.
“Merece la pena luchar por esto”, añade; nadie sabe cuál puede ser la deriva que depara a este tipo de establecimientos, con tanto cambio de paradigma junto, revuelto y aliñado –el salto (planetario) tecnológico, la crisis, el cambio en los hábitos de consumo…–, de modo que solo queda hacer lo que está en la propia mano: seguir remando hacia el horizonte en que uno cree. Afortunadamente, los cómplices de este lugar lo respaldan: “Esto no es sólo un negocio; es una referencia para mucha gente. No es sólo un lugar. Es otra cosa”. Y no quieren que sea otra más: a pesar de lo tentador que podría resultar ampliar las posibilidades de la librería, tratándose de un lugar consagrado a la música, los responsables del Argonauta tienen claro que quieren que su lugar sea ni más ni menos que eso, una librería (“ni una papelería, ni una tienda de instrumentos, ni una cafetería”).
Lo que sí les gustaría es que el Panorama cambiara para mejor, pues este tipo de negocio, interviene Jesús, “lo va a seguir pasando muy mal” en cuestiones de subsistencia. Al fin y al cabo, los libreros ofrecen un producto –como se dice ahora para calificar cualquier cosa– que sólo puede disfrutarse con unos niveles mínimos de bienestar: la gente, antes de comprar un libro, debe estar tranquila respecto a lo materialmente básico. Como este mismo lugar, un libro está concebido para disfrutarse siendo dueños de un tiempo, y un silencio, cada vez más raros, más difíciles de defender del ruido de ahí fuera.