Recomendaciones

01/08/2017

 

Ir a recomendaciones

Carta (para ti) de una desconocida

Vivimos de fantasmas. Es posible que toda nuestra vida no sea más que una fantasmagoría, que todos seamos espectros para todos; que toda sea apenas la ilusión espectral de un sueño que vivimos (¿voluntariamente?) para despertar de él algún día; para saber quiénes somos, y qué fuimos.

Sobrevivimos de fantasmas, demasiadas veces; por los fantasmas. Por todo aquello que perdimos o aquello intangible que anhelamos alcanzar algún día. Pero la estrategia (la trampa) es a veces mucho más sutil: podemos intuir, allá al fondo, sin siquiera confesárnoslo en el espejo, que la consecución de ese anhelo sería precisamente su conjuro, su final. Para qué hacerlo real entonces, para qué alcanzarlo. Mucho mejor seguir viviendo de esa nada palpitante, oscura, total, en la que puede caber todo, antes que conocer qué hay detrás de ella: en el fondo sabemos, dolorosamente, que la realidad muy extraña vez nos dará algo a la altura del hechizo.

Stefan Zweig (1881-1942) sabía esto muy bien; se diría que pensó en ello, que había vivido mucho en ello, antes de escribir una obra muy breve, conmovedora, magistral, llamada Carta de una desconocida. Hablar de su argumento, a bocajarro, sería desvelar demasiadas cosas. Quizás por ello los responsables de Acantilado –un sello que viene editando de manera entusiasta la obra del austríaco, y que ha tirado ya dieciséis impresiones de este libro desde 2002, la última el pasado año– evitan astutamente glosarlo en la contraportada. Sólo se limitan a estampar el inicio de esa carta que da nombre al volumen, que es el volumen:

“Sólo quiero hablar contigo, decírtelo todo por primera vez. Tendrías que conocer toda mi vida, que siempre fue la tuya aunque nunca lo supiste. Pero sólo tú conocerás mi secreto, cuando esté muerta y ya no tengas que darme una respuesta; cuando esto que ahora me sacude con escalofríos sea de verdad el final”.

“En el caso de que siguiera viviendo”, continúa ese párrafo, “rompería esta carta y continuaría en silencio, igual que siempre. Si sostienes esta carta, sabrás que una muerta te está explicando aquí su vida, una vida que fue siempre tuya desde la primera hasta la última hora”. En el caso de que siguiera viviendo, no se revelaría; “continuaría en silencio, igual que siempre”. Porque para vivir necesitaba el sortilegio. Pero en la muerte el sortilegio se agiganta.

No podemos glosar qué ocurre aquí [no tendría sentido: escribimos esto para que vaya el lector a descubrirlo per se, no a contarle cómo fue la fiesta], pero sí que Stefan Zweig compone una imponente sinfonía escrita y dirigida por una mujer: la parte suya más íntima, más intuitiva, más generosa, que podía ponerse en la piel de una mujer. Es apabullante cómo lo consigue: precisamente porque se nos olvida al leerlo; se olvida al poco que es un libro escrito por un hombre. Lo que estamos leyendo es la confesión en carne viva de una mujer que ya no puede, no quiere continuar celebrando su fiesta sombría de cada año: enviar un ramo de rosas blancas al hombre que está leyendo esta carta (la está leyendo, mientras nosotros la leemos; y quizás nosotros mismos seamos ese hombre, igual que somos también esa mujer). Una mujer que ya no quiere continuar celebrando en su altar más íntimo la ofrenda diaria que durante la mitad de su vida ha celebrado para un fantasma, para una nada mucho más real que si lo fuera, porque no hay en esta vida nada más creíble que lo que furiosamente necesitamos creer. Pues cuánto tiempo nos lleva, en esta vida, ver realmente lo que tenemos delante.

“…No me reconociste, ni entonces ni en ningún otro momento, nunca me has reconocido… Fui consciente de estar predestinada a que no me reconocieras durante toda mi vida…”

Y cuánto tiempo despilfarramos, a manos llenas, con fe infantil e irreductible, en tratar de que otros nos vean, de que existamos para el otro, de que no seamos apenas el espectro errante que pasa por los ojos, por la piel, por las entrañas casuales de otro, sin dejar rastro alguno después de que aquello fue real y fue certeza. Y ahí, ahí la trampa: mientras seamos espectros podremos sufrir sin más consecuencias que las que elijamos –por más dolorosas que sean: son las nuestras. El problema es revelarnos, hacernos realmente presentes para el otro. Carta de una desconocida puede leerse como un hermoso y cordial manifiesto sobre el encuentro, el verdadero encuentro, la vindicación de poder mirarnos a los ojos (hombres y mujeres: seres humanos perdidos y seres humanos perdidos), y vencer finalmente al terror que todos tenemos a quitarnos las máscaras últimas y quedar en cueros: queremos que nos miren, que nos vean, que nos reconozcan, como esa hermosa y heroica adolescente, como esa heroica y bellísima mujer de corazón legendario espera que él la vea; mas sintiendo en el fondo, sin embargo, un terror sin fondo a que eso pase.   

…Pero también, también…

“…ciertamente, sólo te gustan las cosas fáciles, juguetonas, nada pesadas, tienes miedo de inmiscuirte en un destino ajeno. Lo que quieres es entregarte a todos, al mundo, no quieres ninguna víctima…”

Jugamos, sí: demasiadas veces, cuando creemos estar entregándonos a la vida, sólo estamos jugueteando con ella sin consecuencias, sin comprometernos con lo que sucede. Pero vivir compromete siempre:

“…Nunca he conocido a ningún hombre que se entregue en esos momentos con tanta ternura, que ofrezca su profunda intimidad con tanto altruismo y que después lo diluya todo en un olvido infinito, casi inhumano. Pero también yo me olvidé de mí misma: ¿quién era yo, a tu lado y a oscuras?…”

Fantasmas. Dos fantasmas. Un fantasma resbalando despavorido junto a otro, en direcciones opuestas. Vivimos de fantasmas. Del fantasma del anhelo, pero también del remordimiento, de la culpa: cuánto tiempo nos llevará ver realmente lo que llevamos mirando toda la vida, lo que acaso hayamos mirado muchas veces, durante muchos años (criminales). Verlo de verdad, verlo bien, como una magia que apenas con algo de atención se desmontaría como un truco de feria. Este libro escuece, quema en las manos, también, por lo que tiene de purga: alguien puede engañarse anhelando algo sin decir nunca, al mismo tiempo, las palabras mágicas que podrían –quién sabe–hacerlo real; otro alguien también puede engañarse creyendo que es todo un truco sin consecuencias, que el río olvida continuamente los reflejos (los espectros), y que el mal y el bien no siguen un camino silencioso, fatal, hacia nunca se sabe dónde, una vez nos hemos ido.

Cuánto tiempo nos cuesta en la vida saber del daño que podemos hacer; verlo, verlo de verdad.

“… –Pero uno siempre vuelve.
–Sí, uno siempre vuelve, pero entonces ya ha olvidado.”

¿Se estaba escribiendo esta carta a sí mismo, de parte de un fantasma interior a otro fantasma interior, muy antiguo, Stefan Zweig? No podemos saberlo. Sí sabemos que lo estaba escribiendo (misteriosamente, hace un siglo) especialmente para ti.

 

Por  Miguel A. Ortega Lucas

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies