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04/09/2018

 

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La casa: Modos de (no) habitar

“Las habitaciones difieren radicalmente: son tranquilas o tempestuosas; dan al mar o, al contrario, a un patio de cárcel; en ellas está la colada colgada o palpitan los ópalos y las sedas; son duras como pelo de caballo o suaves como una pluma”, escribía Virginia Woolf. Hay tantos tipos de habitaciones como de casas, éstas también difieren las unas de las otras: pueden ser tranquilas o tempestuosas, estar frente al mar, a los pies de la montaña o en un abandonado suburbio urbano, pueden ser blancas, pulcras y de grandes ventanales o duras y grises como el cemento con el que están hechas. Las casas, sin embargo, no solo difieren en cuanto a su estructura y a su imagen, sino a su significado, porque la “casa” es mucho más que un espacio físico, es algo más que el referente que se esconde detrás de nuestra dirección de correo. Nuestra casa es, ante todo, un espacio que tiene más que ver con nuestra historia que con el espacio que realmente habitamos o hemos habitado; tiene más que ver con la experiencia que con el uso, con el significado que le atribuimos que con su valor de uso. Para el  flâneur, tal y como escribía Benjamin en su inacabado Libro de los pasajes, “los brillantes carteles esmaltados de los comercios son tanto mejor adorno mural que los cuadros al óleo del salón para el burgués, los muros con el prohibido fijar carteles son su escritorio, los quioscos de prensa, sus bibliotecas, los buzones sus bronces, los bancos sus muebles de dormitorio y la terraza del café el mirador desde donde contempla sus enseres domésticos”. La ciudad se convirtió, principalmente de la mano de Baudelaire, en la casa del flâneur y sus pasajes fueron “para ellos su salón. Más que en cualquier otro lugar, en el pasaje se da a conocer la calle como el interior amueblado de las masas, habitado por ellas”.

 

“La casa natal es más que un cuerpo de vivienda, es un cuerpo de sueño”

El flâneur nos enseña que la palabra “casa” trasciende su definición, pues no tiene que ver con el tipo de espacio que se habita, sino con la manera en que se habita. Las calles se convierten en casa porque se habitan como tal y es que la casa es, ante todo, una proyección, es el espacio en el que encontramos nuestro sitio, en el que nos hallamos en esa extraña intimidad que aparece entre nosotros y ese espacio que, más que real, es una proyección nuestra, donde los recuerdos, las aspiraciones y los anhelos cohabitan. Decía Gaston Bachelard en su famoso ensayo La poética del espacio que “la casa natal es más que un cuerpo de vivienda, es un cuerpo de sueño”, un espacio que, para el crítico francés, solo “existe para cada uno de nosotros una casa onírica, una casa del recuerdo-sueño, perdida en la sombra más allá del pasado verdadero”. Sus palabras, sin embargo, bien podemos referirlas no solo a la casa natal sino también a las otras casas en las que vivimos, más o menos tiempo, y en las que quedaron inscritas una historia y una experiencia que, como dice Bachelard, retorna como un recuerdo, como un sueño, como un espacio perdido. Si la casa es una forma de habitar, su existencia, tal y como dice Bachelard, depende más de nuestra proyección íntima que del espacio objetivamente definible. Sin embargo, sin querer desmentir a Bachelard, la cuestión se complica cuando nuestra domicialización es forzada, cuando, como nos recuerda Susan Buck-Morss, el espacio habitado, aquel que debe convertirse en casa, es un espacio impuesto, una no alternativa. En su lectura sobre el flâneur, la crítica estadounidense nos recuerda muy acertadamente que “existe una diferencia real entre hacer de la calle la propia sala de estar y tenerla como habitación, baño o cocina”. Puede ser poético hablar de la ciudad como la casa del paseante, sin embargo, lo poético se agota cuando esa calle se convierte en la casa obligada de quien no puede elegir.

La casa o la búsqueda de una intimidad

 

Siendo honestos, deberíamos volver hacia atrás y empezar de nuevo este texto, porque, si bien es cierto que hablar de “casa” es referirse a algo más que a un espacio físico, es también cierto que la casa y, sobre todo, la experiencia de la casa es un privilegio, porque, como nos narran Duby, Arés y los otros autores que participan en la extraordinaria Historia de la vida privada, reeditada recientemente por Taurus, el verdadero privilegio era lo privado, el poder tener un “espacio privado”. La habitación propia de Virginia Woolf no solo era símbolo de la emancipación de la mujer, sino también de un privilegio de clase. Como observan Michelle Perrot y Alain Prost en esta obra colectiva, las habitaciones, entendidas como “el testigo, la guarida, el refugio, la envoltura de los cuerpos, dormidos, enamorados, recluidos, lisiados, enfermos, agonizantes”, fueron, hasta casi la primera mitad del siglo XX, un lujo del que las clases trabajadoras estaban excluidas. Perrot y Prost rastrean el concepto de intimidad, que se afianza a finales del XVIII y principios del XIX con la eclosión de la burguesía y paradójicamente se afianza junto a otro concepto, el del confort. En su ensayo La casa. Historia de una idea, Witold Rybczynski señala que el concepto de “confort”, entendido modernamente como comodidad, fue muy tardío; en un primer momento, el término significaba “confortar”, “consolar”, y no fue hasta el siglo XVIII que comenzó a utilizarse este término “para indicar un nivel de agrado doméstico”.

La consolidación de estos dos conceptos nos describe una nueva manera de concebir la casa y, sobre todo, una nueva manera de habitarla. La búsqueda de confort y de intimidad se convierte en un objetivo principal en las viviendas de la nueva clase burguesa, una búsqueda que, sin embargo, como observan Perrot y Prost, está siempre abocada al fracaso en los barrios obreros, donde las condiciones higiénicas y sanitarias -basta leer La situación de la clase obrera en Inglaterra de Engels para darse una idea- eran deplorables. El hacinamiento no solo borraba cualquier posibilidad de confort, sino también desdibujaba la idea de intimidad, sobre todo la sexual. Los hijos eran testigos directos o indirectos de la sexualidad de unos padres, que, cuando querían esa intimidad que su habitáculo les negaba, debían echar a sus hijos de casa; niños que, muchas veces, esperaban jugando en la calle o en las escaleras del edificio a que la puerta se volviera a abrir.

 

La búsqueda de un espacio de la intimidad es la búsqueda de un espacio propio, del espacio de la experiencia del yo. En este sentido, el término “confort” en su primera acepción de “reconfortar” tiene particular sentido cuando se habla de la casa como espacio de intimidad, porque no se trata solamente de la comodidad, sino del sentirse reconfortado con uno mismo. En los barrios obreros descritos en Historia de la vida privada, la gente buscaba entre los límites que le imponía el espacio esa intimidad y ese confort que la clase burguesa gozaba. En otras palabras, buscaba construirse su propia casa, ese espacio en el que vivir la experiencia de la domicialización. Aquí volvemos al inicio del artículo, puede que no tan errado como se creía: la búsqueda de la casa como experiencia es intrínseca a cada uno de nosotros, lo que cambia son las condiciones materiales a partir de las cuales construimos y, sobre todo, vivimos esta experiencia. ¿Cómo construir un espacio propio en los habitáculos en los que están condenados a (sobre)vivir un gran número de estudiantes, obligados a cambiar de ciudad para ir a la universidad? La trabajadora de Elvira Navarro es el relato de esta experiencia frustrada, es la historia de una joven que experimenta la incomodidad de compartir su intimidad con una persona que le es extraña, una incomodidad que debe sobrellevar por motivos económicos, que le impiden habitar un espacio para sí misma, una casa en el que los límites de la intimidad no se vean franqueados por otro. ¿Cómo poder hablar de casa, de intimidad y de confort cuando la precariedad impide pagar el agua, la luz o el gas? ¿Cómo hablar de casa con una orden de desahucio encima de la mesa? Hay circunstancias en que la casa, ahora sí, como espacio, pero también como experiencia solo puede vivirse como un desiderátum y reclamarse como un derecho. En 1872, en su Contribución al problema de la vivienda, Engels ponía el foco en el modo de producción capitalista, origen del problema de la vivienda; para el economista, “la abolición del modo de producción capitalista hará posible la del problema de la vivienda”. Más allá de su análisis y de sus soluciones, el problema de la vivienda no ha dejado de existir, y hoy menos que nunca.

Las palabras de Engels no solo ponen el foco sobre la precariedad a la que estaba condenada la clase obrera, sino que subrayan cómo el modo de producción capitalista ha modificado el propio concepto de casa, convertido ya no en un espacio de la intimidad, ya no en el refugio del yo, sino en un producto más dentro del sistema capitalista. “Los pasajes comerciales del siglo XIX” escribe Buck-Morss, terminaron por convertirse en “la réplica de la conciencia interna”, en “el inconsciente del sueño colectivo”, y “todos los errores de la conciencia burguesa podían hallarse allí”: “el fetichismo de la mercancía, la cosificación, el mundo como interioridad”. Lo mismo podría decirse de la casa, que se ha terminado convirtiendo en el espacio del fetichismo, en el mundo de la interioridad mediatizada por un afuera que, en forma de mercancía, atraviesa los muros de la casa, expulsando a un sujeto que ya no construye su propio espacio, sino que imita -compra- el modelo impuesto.

Expulsados de casa

 

Cuenta Adolf Loos: “[El arquitecto] Fue a la vivienda del hombre rico, tiró todos sus muebles e hizo que fuera allí un ejército de hombres para poner parquet, encalar, hacer trabajos de carpintería y albañilería, revocar. Llamó a fontaneros, alfareros, tapiceros y pintores y escultores. Tendrían que ver ustedes cómo se introdujo y custodió el arte en casa del hombre rico. Éste era más que feliz y en ese estado de ánimo deambulaba por las nuevas habitaciones. Dondequiera que mirase había arte, arte en todo y en cada cosa. Cogía arte cuando cogía el picaporte, se sentaba sobre arte cuando se dejaba caer sobre un sillón. Su cabeza tocaba arte cuando, cansado, la apoyaba sobre la almohada; su pie se hundía en arte cuando pisaba una alfombra. Con inmenso fervor se entregaba al arte. Desde que su plato fue un plato decorado volvió a cortar con firmeza su boeuf à l’oignon. Se le alababa, se le envidiaba. Las revistas de arte le enaltecían diciendo que era el primero de los mecenas. Sus habitaciones se copiaron y se pusieron como modelo”. Al finalizar las obras, la casa resultó ser “cómoda, pero, para la cabeza, muy fatigante. Por ello, durante las primeras semanas, el arquitecto vigiló en qué forma se desenvolvían para que no incurrieran en ningún error. El hombre rico se esforzaba. Pero ocurrió que, distraídamente, dejó un libro que sostenía en la mano en el cajón destinado a los periódicos. O que depositó la ceniza de su cigarro en aquel hueco de la mesa destinado al candelabro. Cuando se había cogido un objeto, adivinar y buscar el antiguo lugar que le correspondía no tenía fin”. El hombre rico de Loos, si bien feliz, pasaba cada vez menos tiempo en casa –“¿Podría usted vivir en una galería de cuadros?”-, un espacio que le era completamente ajeno. Todo se precipitó cuando un día el arquitecto pasó a visitar al hombre rico y lo encontró con unas zapatillas bordadas y le recriminó el utilizarlas por toda la casa, pues su uso se limitaba al dormitorio. “Usted está estropeando todo el ambiente con esas dos horribles manchas de color”, le espetó el arquitecto al hombre rico con un tono no mucho más afable del que utilizaría para recriminarle que quisiera comprarse un cuadro nuevo. “Entonces se produjo un cambio en el hombre rico. El hombre feliz se sintió de repente profunda, profundamente desdichado”, pues estaba “cortado del futuro vivir y aspirar, devenir y desear”. El hombre que había sido rico se vio, de repente, atrapado en un espacio que ya no podía llamarse “casa”.

 

¿Cómo construir nuestra casa cuando la construcción de nuestra experiencia está supeditada a un afuera, el del mercado, el de las tendencias, el de la emulación?

Más allá del carácter hiperbólico de su relato, Loos narra la expulsión del sujeto de su propia casa, la anulación de la experiencia “casa” en pos a un espacio de simulacro, un espacio que imita, replica y, sobre todo, responde a las exigencias de la moda, del mercado. ¿Cómo construir nuestra casa cuando la construcción de nuestra experiencia está supeditada a un afuera, el del mercado, el de las tendencias, el de la emulación? “Lo hogareño no es lo ordenado. Si no, todo el mundo viviría en réplicas del tipo de las casas estériles e impersonales que se ven las revistas de diseño de interiores y de arquitectura”, apunta Witold Rybczynski. Sin embargo, lo hogareño, lo que podemos definir como la experiencia de la casa, ha sido lentamente desdibujado en la sociedad del capital, que ha convertido la casa en símbolo de un estatus. “La vida misma está al servicio del medio de vida, y nosotros, los que comemos, somos su alimento” escribía Karl Kraus, de quien la editorial Taurus publicará en breve Contra los periodistas y otros contras, y Loos lo comprobaba cuando se sorprendía ante la incomodidad del sillón de moda, que nadie renunciaba a adquirir. No se busca ya el confort, no se amuebla la casa según el propio gusto o las propias necesidades; se compra tendencia, se adquiere lo que la moda y el mercado imponen. Y no es necesario mirar hacia atrás, hacia la Viena fin de siècle, para observar estos mismos fenómenos. Hoy en día, desde las revistas o los blogs en que, antes la alta sociedad, ahora famosos televisivos, nos muestran sus “ideales” casas hasta los innumerables programas y publicaciones varias de decoración de interiores, se nos dice cómo debemos decorar nuestra casa. Todos ellos son ejemplos del vaciamiento progresivo de la experiencia de la casa, convertida en fetiche.

 

La casa de Paco Roca, donde tres hermanos se resisten a vender la casa familiar, entre cuyas paredes se conservan sus recuerdos, su pasado, su vida, o La casa 1908 de Giulia Alberico, donde es la propia vivienda la que narra la vida de quienes la habitaron, rescatan a través de la escritura una manera de vivir la casa que pasa, antes que nada, por la experiencia del yo. Obviamente, no todo se reduce al yo que habita, pero es el hecho de habitar como forma de expresión y de interrelación con un espacio que uno se hace propio el que termina definiendo la casa. “He sido la casa más hermosa del pueblo durante muchos años. Quizá es por eso por lo que no me resigno a que me vendan. Pero no puede ser solo por eso: quien me compre ya tendrá pensadas las reformas y acabaré recuperando el esplendor de antaño”, escribe Alberico. Una casa solo tiene sentido si es habitada, pero habitar solo tiene sentido si es a partir de uno mismo, si es desde un yo al que se le permite -el contexto social, económico y cultural- y que se permite a sí mismo afirmarse en ese espacio de intimidad y de confort del que nunca nadie debería ser excluido.

 

Otras lecturas relacionadas

 

La casa lúgubre, de Charles Dickens (Penguin Clásicos)

Una casa para el señor Biswas, de V. S. Naipaul (Debolsillo)

La habitación de Jacob, de Virginia Woolf (Piel de Zapa)

La casa del lago, de Thomas Harding (Galaxia Gutenberg)

Por la parte de Swann, de Marcel Proust (Alianza Editorial)

La abadía de Northanger, de Jane Austen (Penguin Clásicos)

Cumbres Borrascosas, de Emily Bronte (Alba)

Otra vuelta de tuerca, de Henry James (Alianza Editorial)

El hotel encantado, de Wilkie Collins (Eneida)

La caída de la casa Usher, de Edgard Allan Poe (Nórdica)

La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca (Cátedra)

 

 

Por  Anna Maria Iglesia

 

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