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09/07/2019

 

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Concha Méndez, una paseante libre

La editorial Somos Libros publica Poemas elegidos de la poeta y editora Concha Méndez

“Me gusta andar de noche las ciudades desiertas, cuando los propios paseos se oyen en el silencio”, escribió Concha Méndez, una mujer que, desde muy joven, transitó las ciudades sin pedir permiso, buscando y conquistando esa libertad que le era negada. Antes que poeta, quiso dedicarse al cine y al teatro, ante la estupefacción de su padre, un hombre tradicional de la alta burguesía madrileña que estaba convencido de que el único destino posible para las mujeres era la vida matrimonial. “En mi vida de juventud me tenía prohibido salir a la calle sin sombrero y sin guantes; era una distinción de clase”, recordaría la poeta, ya anciana, en sus memorias, escritas por su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre. Las prohibiciones, sin embargo, nunca fueron un obstáculo para la poeta que, desde muy pronto, decidió romper los esquemas. Así, deseosa de conocimiento, acudió a la Universidad a pesar de la prohibición familiar para asistir a un curso de literatura geográfica. Al volver a casa, “mi madre hablaba por teléfono y me llamó: ‘Venga usted aquí’. Al acercarme, me dio con la bocina en la cabeza. (…) Me abrió la sien y me salió un chorro de sangre; (…) Tuvieron que vendarme la cabeza y aún guardo la cicatriz. Ya era mayor de edad y pisar la universidad era imposible.” Sin embargo, lejos de achatarse, Méndez sabía que su camino no era aquel que sus padres habían trazado. No estaba dispuesta a renunciar ni a la libertad ni a la palabra, así que, tras días encerrada en casa en constante supervisión, no vaciló un momento en coger a su madre de un lado y decirle: “Mira, o me dejáis salir, o me tiro por la ventana. No puedo más. Os diré a dónde voy. Vais a tener mi pista por todas partes, porque lo único que quiero es reunirme en un café con un grupo de gentes que me interesan”. Nada pudieron hacer para cortarle las alas: no solo obtuvo el título de maestra de español, sino que fue alumna de Dámaso Alonso y entabló amistad con los nombres más significativos de la generación del 27. Se enamoró de Buñuel, con quien compartió siete años de noviazgo, fue íntima amiga y entusiasta lectora de García Lorca y compartió correrías urbanas con la pintora Maruja Mallo. Su deseo de dedicarse al cine fue menguando y nació su pasión por la poesía, a la que dedicaría toda su vida, no solo como poeta, sino también como editora, tras fundar con su marido, Manuel Altolaguirre, la editorial La Verónica.

 

La generación del toro

 

Como señala Elvira Lindo en la introducción de Poemas elegidos de Concha Méndez, la reciente reivindicación de Las Sinsombrero ha rescatado del olvido a poetas y artistas que formaron parte de esa Generación del 27 que paradójicamente las invisibilizó. Frente a esta etiqueta crítica, usada, en palabras de Nieves Muriel, “como un falso universal (siempre masculino) y que no incluye a las mujeres”, María Zambrano acuñó el concepto de Generación del Toro en busca de una etiqueta crítica más inclusiva y más universal que no solo no dejara de lado a las mujeres, sino que no se limitara tampoco al mundo del arte. Con esta etiqueta, la filósofa quería no solo subrayar el sacrificio que había padecido toda una generación de españoles, sino también su propia concepción de la historia, entendida como una historia sacrificial cuyos verdaderos protagonistas eran las víctimas, a las que nunca se nombran. Como diría Emilio Prados, su generación fue echada al ruedo y, como un toro, ofrecida en sacrificio, un sacrificio que, para muchos, como es el caso de Concha Méndez, se traduciría en un exilio, del que nunca regresaría.

Ese espíritu de sacrificio al que apelaba Zambrano describe, en gran medida, la vida de Méndez, una vida marcada por una abierta e incesante lucha contra los acontecimientos y el contexto. De la misma manera que se enfrentó al aparentemente inquebrantable orden impuesto por su padre, Méndez rompió con todos los muros que su género le imponía, tomando siempre sus propias decisiones: “liberarme fue algo que me preocupaba en la vida”, recuerda la poeta que, tras trabajar como ayudante del doctor Batrina, partió hacia Londres. Era 1930, ya había publicado un par de poemarios, pero necesitaba viajar: “Me lancé en un viaje aventurero, sin recursos de ninguna clase, pero con un gran bagaje de ilusiones que aún conservo. Iba en busca de mi independencia, de mi libertad. La libertad había de ser mi primera conquista” y así fue. De Londres viajó hasta Montevideo y Buenos Aires, donde frecuentó el círculo intelectual de Guillermo de Torre, entablando amistad con Norah Borges y Alfonsina Storni. Cuando volvió a España, ya con la República, Méndez había dejado ser la “novia de Buñuel” para convertirse en editora de los poetas de su tiempo. Si bien más de uno quiso ver en ella la sola colaboradora de su marido Manuel Altolaguirre, como dicta su poema, Méndez era por sí sola: “Ser./ Fábrica de ideas. / Fábrica de sensaciones. / ¡Revolución de todos, /los motores!”. Fiel a sus versos –“Ser y ser.”- Méndez fue, sus poemarios y su labor editorial así lo atestiguan.

La editora

 

La historia de la Generación del 27 hubiera sido muy distinta sin revistas como Poesía, Héroe, 1616 o Caballo verde de poesía, todas ellas editadas por Concha Méndez y Altolaguirre en su imprenta. Publicar estas revista, como destacaría tiempo después Vicente Aleixandre, no solo fue una “labor heroica”, sino que significó la consolidación de una serie de autores y de una estética compartida. Héroe, de la que se publicaron seis números, es particularmente relevante porque, por deseo y convicción de Méndez, reunió en sus páginas a nombres como Rosa Chacel, Ernestina de Champourcin, Genaro Estrada o Alfonso Reyes. Méndez abrió las puertas tanto a ellos como a ellas, huyendo de una visión cerrada de la literatura. En Héroe compartieron espacios autores diversos, de estéticas y géneros dispares; la revista no buscaba ser el altavoz de una sola generación, sino el espacio para la creación literaria en su sentido más amplio. Con este espíritu, se fundó también 1616, cuyo título aludía al año de fallecimiento de Shakespeare y Cervantes: “Con ella intentábamos lograr un acercamiento entre la poesía inglesa y la española”, recuerda la poeta, para quien siempre fue importante establecer vínculos y vías de diálogo entre tradiciones literarias y generaciones diversas. De ahí que en 1935, fundara la revista Caballo verde para la poesía, cuya dirección fue dada a Pablo Neruda, que por entonces residía en Madrid. Méndez fue, además, la editora de Primeras canciones de García Lorca, de Primeros poemas de amor de Pablo Neruda, de El rayo que no cesa de Miguel Hernández y de La realidad y el deseo de Luis Cernuda.  En su imprenta, rompió esquemas, como ella misma recordaba en 1970 a lo largo de una entrevista para ABC: “Me ponía un mono para trabajar, entonces no se le ocurría a nadie que una mujer anduviera de pantalones”. Consciente de que la emancipación de la mujer solo puede lograrse a través de su incorporación en el mundo del trabajo, Méndez trabajó en su editorial hasta su exilio en Cuba, donde fundaría El ciervo herido, imprenta que cerraría al viajar a México.

 

La poeta

 

Durante sus años como editora, Méndez nunca dejó de escribir: “Seguía escribiendo; la mayoría de los poemas los concebía en las sillas que no roba nadie de los paseos de Madrid. En aquel tiempo yo no había hecho reflexión alguna sobre la poesía; los poemas me salían a todas horas y en todas partes sin proponérmelo. Por esto creo ahora que la poesía sale porque sí; el que nace, nace; pero tiene que haber un resorte para que surja, como surtidor que de repente suelta aquella”. Si bien pasó una larga temporada sin publicar, la poesía formó siempre parte de la vida de Méndez, una mujer autodidacta que, desde muy joven, supo absorber la lección de los maestros. Leyó a sus contemporáneos y a quienes le precedieron, mezcló el surrealismo con elementos del folclore popular -ahí está su poema Verbena, que tanto nos remite a ciertos cuadros poéticos lorquianos-, aprendió de Neruda y de Alberti, hizo convivir en un mismo poemario las metáforas marítimas con las descripciones urbanas, haciendo de ella una flâneuse contemporánea: “Ya pasea la luna sobre las azoteas. /En calles y avenidas los perfiles se agrandan. /En el momento lívido, que hace inclinar las hojas /las farolas encienden su luz de madrugada. /Un cielo, barnizado de cemento, sostiene/ entre sus anchos dedos escasas luminarias.” Su Paisaje urbano nos remite a Baudelaire, a Whitman y al Lorca de Poeta en Nueva York, mientras que el mar nos evoca a Alberti: “¡Vámonos a la mar!/ ¡Vámonos en busca/ de su soledad.”

Además de la pérdida, muy presente en los versos escritos desde el exilio y en los versos dedicados a su hijo fallecido, el viaje es uno de los temas recurrentes en la poesía de Méndez, un tema que va estrechamente ligado a sus descripciones urbanas, a esos paseos por ciudades, a veces sin nombres, que la poeta realiza como solitaria observadora. La experiencia urbana así como la experiencia del viaje a la construcción de un sujeto poético femenino que busca, aspira y reclama la libertad, un sujeto poético femenino que se reivindica a sí mismo, que se constituye precisamente como sujeto y no como objeto. “¿Adónde debo de ir/para gritar lo que siento/ y que se me pueda oír? / Quisiera ser Voz-Campana, /que en todo lugar sonase/ para que oyeran las gentes/ que el mundo muere de hambre”, escribe en 1970 Méndez. En estos versos, no solo observamos el deseo de alzar la voz y de que esta voz, con toda legitimidad, sea escuchada, sino también su compromiso social y político, algo que queda muy patente, sobre todo si tenemos su experiencia de exiliada, en su poema de 1930 Así: “No me pidáis pasaporte/ porque no soy extranjera, /que las puertas de mi casa /son las de cada frontera.” Méndez no entendía ni de fronteras ni de diferencias entre personas, sus poemas, desde los primeros hasta los más reflexivos e intimistas de los últimos años, son un canto a la libertad, una afirmación de sí misma, una reivindicación de la emancipación de la mujer: “Mis brazos/los remos. / La quilla/ mi cuerpo./ Timón: / Mi pensamiento. / (Si fuera sirena/ mis cantos/ serán mis versos)”, leemos en su poema Nadadora. Los pensamientos fueron su timón y el cuerpo su quilla, de su mano se adentró en puertos y en las zonas oscuras de la ciudad, de su mano escribió y alzó la voz, se hizo editora y, a pesar de los vaivenes de la vida, nunca renunció a vivir por sí sola, reclamando a la muerte más tiempo: “No vengas, Muerte, todavía/ que aún tengo que tejer la larga escala/ que ha de subirme allá donde deseo”.

 

Por  Anna Maria Iglesia

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