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29/04/2017

 

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Diarios: el testimonio llamado Pizarnik

Hay seres que parecen venir a este mundo sólo para dar testimonio de él: impugnándolo. Seres cuya arquitectura –hecha de ramas fragilísimas, de claroscuros tenaces, de cristalería que atardece siempre– no soporta la intemperie brutal de esta vida en este mundo. Vienen a cuestionarlo todo con su vida; su propia vida es un grito mudo, escandaloso de puro No, de voz que apenas se oye en mitad de esta farsa violenta, esta mentirosa ordinariez (también llamada Realidad), erizada por todas partes de gritos como inmensos rascacielos de nada, soberbios de nada, que no dejan oír la melodía encriptada del silencio.

Fe en ti sola, Alejandra. Fe en ti sola.

Imposible la plena comunicación humana. Los otros siempre nos aceptan mutilados, jamás con la totalidad de nuestros vicios y virtudes. Seguramente nos rechazan por ese aspecto de mendigos repelentes que proporcionan la angustia y la soledad.

Fe en ti sola, Alejandra; en ti sola. Furiosamente (¿equivocadamente?): en tu angustia y tu soledad.

La angustia y la soledad, en este caso que nos ocupa, pesan más de mil páginas. Casi mil cien páginas escritas con la urgencia del miedo, con la precisión del asesino, con el clamor de quien sólo pidió, a la postre, que alguien le abriera la puerta de una pared sin puerta. Más de mil páginas que podrían resumirse (aunque imposible resumir tanto, tanto) en un cuadro nocturno: una mendiga imperial que pide limosna en una calle desierta, titilante de frío, acechando un muro tras el que se escondiera la fiesta que alguien debía estar preparando para ella, sin llegar a invitarla nunca –pero ¿hubiera ella accedido a entrar, finalmente?: aquel orgullo infernal.

 

 

Más de mil páginas supuran en el volumen publicado en España por Lumen, hace poco más de tres años, que recoge los Diarios que Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936-1972) escribió con determinación febril a lo largo de su vida. (Su vida: todo ese tramo de tiempo en que pudo defenderse de la realidad con este idioma heredado de unos extraños, hasta que el lenguaje no pudo ya servirle más de escudo). Los diarios de Pizarnik son el testimonio de una lenta, minuciosa, conmovedora aniquilación. La suya propia, la perpetrada por ella contra la otra ella misma, harta de sentirse atrapada durante 36 años de alucinación en una soledad irreparable. Porque es cierto: hay seres que no pueden, por más que quieran, salir del abismo al que van cayendo, casi sin tregua, como al fondo de un pozo sin fondo. Y no es que no exista una agarradera en el precipicio, una salida en el laberinto, una puerta última en el sótano; pero nunca es cuestión de que exista: es cuestión de poder verla.

¿Qué vio, Alejandra Pizarnik, desde su más tierna y desolada adolescencia? Lo que vería toda su vida: fantasmas improbables de una orilla; la muerte acechando desde la otra; y el lenguaje, como la barca de un Caronte indeciso, llevándole de una a otra alucinación: “¡Morir! ¡Claro que no quiero morir! Pero debo hacerlo. Siento que ya está todo perdido. Lo siento claramente. Me lo dice la fría noche que nace desde mi ventana enviando mil ojos que claman por mi vida. Ya nada me sostiene. Pienso en usted [ella misma, o el espectro redentor improbable], y algo, desde muy hondo, rompe a llorar. ¿Debo pensar que por usted es necesario vivir? Mi razón así lo afirma. Pero la orden imperativa de este momento es un terrible grito que sólo dice ¡sangre!”. Todo este largo párrafo no pertenece al final de su vida sino al principio. Lo escribió en septiembre de 1955, con 19 años.

El descomunal libro (en todos los sentidos), su compilación, orden y comentarios, corrieron a cargo de Ana Becciu, persona de su confianza que ya nos advierte, en la nota introductoria del volumen, de que se trata “forzosamente” de “una selección”, pues asume “el principio de respeto a la intimidad de la autora y de su familia, y de las personas aludidas que aún viven y podrían reconocerse”, excluyendo así todo un cuaderno de su último año de vida con entradas en que figuran personas “con sus nombres y apellidos”. [Becciu y Olga Orozco, esta última tutora poética de Alejandra, rescataron todos estos papeles tras su muerte, que hubieron de dar muchas vueltas, de Buenos Aires a la casa en París de Cortázar, y hasta la Universidad de Princeton, hasta su publicación.]

El  valor de Pizarnik

 

El libro es amplísimo, aun así, sin las censuras pueriles que pudo sufrir en anteriores ediciones, y ofrece una panorámica más que suficiente para saber quién era (quién creía ser, de manera siempre irreparable) quien ya en algún fulgor futuro se intuyó a sí misma como “la mayor poeta en lengua castellana”. Una sentencia que en cualquiera otra hubiera resultado ridícula; en este caso, lo intuía –acertando, en opinión de este lector– como intuía el resto de sus pesadillas. En cualquier caso este volumen es también testimonio de ello: escrito en prosa, atesora más poesía que la mayoría de libros que llevan tal etiqueta.

Y, como bien apunta Becciu, es evidente que la conservación de sus cuadernos indica que la escritora era perfectamente “consciente de su valor intrínseco”: los fue escribiendo, a esa manera febril, porque de ninguna otra manera podía Alejandra enfrentar una página. Literalmente, le iba la vida en ello. Sus diarios, como su poesía, son el templo íntimo y aterido donde sólo ella podía ser realmente (Yo no quiero morir: yo quiero dejar de ser). La jovencísima Alejandra toma nota de los autores que le ayudan a respirar en este mundo, los confronta, los despide; examina hasta la extenuación sus lecturas y su escritura propia; reflexiona sobre el amor, la soledad, la orfandad, el sexo; testifica de manera implacable sobre su entorno, su familia, sus amigos y su absoluta incapacidad para vivir aquí, para soportar los códigos de una especie que no entiende, que airadamente jamás querrá entender:

Y estos seres son la ‘sociedad’. Los representantes del orden, de la corrección, de la moral (…) que ellos establecen a su criterio y sin derecho. Y nosotros somos los expulsados, los rechazados, ¡los sifilíticos espirituales!” “Mi tiempo es mío –escribe ya mucho después, en París, cuando todo el mundo debía considerarle adulta y yo debiera ser dueña de gastarlo y malgastarlo según mis ganas. (…) Me pasé la mañana buscando papeles justificativos para que me dejen robarme el tiempo en paz. La verdad: trabajar para vivir es más idiota aún que vivir. Me pregunto quién inventó la expresión ‘ganarse la vida’ como sinónimo de ‘trabajar’. En dónde está ese idiota”.

Sifilítica espiritual, mendiga espiritual, aristócrata espiritual en realidad, al cabo, por buscar sin tregua y hasta las mismas fauces del horror la verdadera Vida, Alejandra Pizarnik nos legó en su altar más privado un testimonio definitivo de cómo la literatura es radicalmente la vida (y la muerte). No hay diferencia, nunca la hubo. Pero en su caso la ecuación toma dotes de gesta por lo conmovedor, por el espectáculo aterrador y emocionante de una mujer que, sin tolerar la vida en estas tres mezquinas dimensiones, hizo lo que pudo, cuanto pudo, lo que pudo, por aferrarse a la vida (y también pudo y supo ser seductora, derrochar carisma y simpatía a manos llenas: nunca fue la soledad interior excluyente de esto; bien al contrario).

Su poesía, derramada en estos diarios o comprimida en poemas fugacísimos como balas de suicida que no quisieran llegar a explotar del todo, era lo único que tenía, la rama única a la que agarrarse para no dejarse llevar por el turbión imparable de su desolación. Para no querer ya, como finalmente sucedió, ir nada más / que hasta el fondo.

Cuánto sufrió, cuánto amó desde su jaula, cuánto añoró que alguien le abriera la puerta de su jaula sin puerta, Alejandra Pizarnik. Y qué esplendoroso testimonio de este guiñapo de carne y anhelo y lágrimas que llamamos ser humano nos dejó a nosotros, los huerfanitos como ella que tanto quisiéramos abrazarla, desde esta orilla del tiempo, cuando ya es demasiado tarde y las palabras siguen, no haciendo el amor, sino haciendo la ausencia (si digo pan ¿comeré? / si digo agua ¿beberé?).

Quizás haga una gran obra; quizás mi pluma explorará linderos desconocidos, quizás mi ave será gloriosa, quizás mi nombre tendrá su aureola, quizás mi muerte será mi nacimiento. Pero… ¿has de ser feliz algún día? ¿Has de sentir en tu alma el genuino reflejo de un amor pleno? ¿Ha de amarte alguien alguna vez? ¡No! ¡No! ¡Mil veces no! ¿Y tú habrás vivido, Alejandra? ¿Y tú ¿Y tú?

En la rue Gay-Lussac un coche viejo lleno de cajones o de cajas de cartón. Me pareció ver adentro sentado a un anciano de abrigo y sombrero negro, pelo blanco, rostro hermoso y tristísimo. Me impresionó su soledad y me dije que nadie en el mundo sabe que este anciano está solo y triste en un auto muy viejo en una calle desierta. Pero de pronto me dije: ¿y si no fuera un aciano? Me acerqué y en efecto no había nadie.

Un monstruo me persigue. Yo huyo. Pero es él quien tiene miedo, es él quien me persigue para pedirme ayuda.

Esta espera inenarrable, esta tensión de todo el ser, este viejo hábito de esperar a quien sé que no va a venir. De esto moriré, de espera oxidada, de polvo aguardador.

La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Quiero decir, por querer hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi deseo de hacer literatura con mi vida real pues ésta no existe: es literatura.

Yo no digo que vengas, que estés ya aquí, que has venido. Pero me niego a negar la espera de tu venida. Déjame esperarte. He nacido para esto. Déjame delirarme sin ti, asistir a la deformación de mis huesos que sólo aman una sombra. He caído en la trampa de esta espera y sin duda soy feliz.

 

Por  Miguel Ángel Ortega Lucas

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