“Pienso que en la próxima generación los amos del mundo descubrirán que el condicionamiento infantil y la narcohipnosis son más eficientes, como instrumentos de gobierno, que las porras y las cárceles, y que el anhelo de poder puede satisfacerse tan justa y completamente sugiriendo a la gente que ame su servidumbre como flagelándolos y golpeándolos hasta la obediencia”.
Se trata de una de las observaciones que Aldous Huxley hacía a su colega George Orwell, en una carta fechada en octubre de 1949. El segundo acababa de publicar 1984; el primero ya había dado a conocer Un mundo feliz en 1932. Las dos novelas distópicas más célebres que conocemos; alumbradas, cronológicamente, una por el presentimiento y otra por la constatación de que el infierno no pertenece a otra dimensión del Cosmos: está aquí mismo, a un solo paso, al borde exacto de la conciencia humana. (Distopía: pesadilla colectiva hecha vigilia.)
El infierno son los otros, dijo famosamente Jean Paul Sartre, de manera cándida, optimista incluso. No: el infierno somos nosotros.
Es harto improbable que Huxley conociese, ni siquiera en 1949, otra novela, escrita en 1940 por una autora sueca, llamada Kallocaína, que participaba (anticipaba) absolutamente de esa opinión recogida más arriba: “más eficientes, como instrumentos de gobierno, el acondicionamiento infantil y la narco-hipnosis” que “las porras y las cárceles”. Y la más sólida dictadura, sí, para el sometimiento de las masas, será –es– que la gente “ame su servidumbre”, pues no hay mejor reo que el que no sabe que lo es y ama furiosamente sus cadenas.
Karin Boye (1900-1941) llegó a ser, según leemos en la solapa de Kallocaína (Gallo Nero, 2012), “una de las grandes voces de la poesía sueca”; una pacifista, “figura compleja y en continua lucha entre el compromiso político y social, el rigor moral y la necesidad de dejarse llevar por sus instintos”. Es decir: una heterodoxa. Algo peligroso en cualquier tiempo, pero mucho más en el que le tocó vivir. Seguramente no descubrimos nada si añadimos la intuición de que era un alma en carne viva, de que era una mujer valiente, de que no estuvo dispuesta a ver cómo el mundo era engullido por el horror sin fisuras después de visitar tanto la Unión Soviética como la Alemania hitleriana, y comprobar con ojos atónitos que el infierno era un virus perfectamente real, devastando como un ejército de termitas la conciencia colectiva europea. El 23 de abril de 1941 los nazis invaden Grecia, país que amaba especialmente, y Karin Boye, de 40 años, se emborracha de somníferos y dimite de este mundo.
Poco antes había concluido Kallocaína, novela por cuya versión en castellano recibió Carmen Montes Cano el premio Nacional de Traducción 2013 en España. El nombre del libro procede de su protagonista, Leo Kall; un científico brillante y brillantemente fanático en un mundo en que ser fanático equivale a respirar (redundante hasta la tautología, como decir que debajo del agua te mojas). Pero las procesiones siempre van por dentro: también hay seres anfibios, cuyo aguante debajo del agua es limitado –o salen a la superficie, o mueren–. Y cómo saber si quien levanta el brazo ante el desfile de gansos lo hace de manera sincera, entregada, o porque no tiene más remedio.
Lo que Karin Boye trató de plasmar en su libro –vomitar más bien, seguramente– es un vislumbre de hasta dónde podía llegar el experimento totalitario que ya se ensayaba con éxito en su época. Una sublimación –si es que cabe ese término– de la entrega atroz del individuo (de todos los individuos) al bien superior del Dios-Estado. El Estado del Mundo, literalmente. Boye describe, como una ensoñación macabra, ese mundo ideal para el Poder en que los individuos son psíquica y emocionalmente castrados desde el principio por sus propios padres (que pasaron por lo mismo), con el inconsciente perfectamente colonizado ya para amar la servidumbre: no hace falta que se les obligue a ser ovejas; lo son ya, de raíz. Pero, ¿cómo estar seguros? ¿Cómo saber sin sombra de duda que la convicción es arraigada, profunda; que la fe en el sistema es inequívoca en cualquiera de los conmílites? [ese vocablo aterrador que Montes tuvo que inventar en nuestro idioma para definir al humano-acólito del Absurdo.]
Leo Kall inventa un suero de la verdad, que bautiza con su propio apellido, capaz de penetrar por las últimas rendijas del individuo, romper el molde petrificado de la superficie y hacer emerger el turbión de miedo y anhelo y culpa y vergüenza y miedo (y miedo, más miedo; hectólitros de miedo en sangre) que habita en las últimas habitaciones de la consciencia del [qué palabra tan logradamente repulsiva] conmílite: allá donde resiste el alma y la doctrina no puede arraigar, porque la vida lo impide radicalmente (de raíz).
‘Una dictadura en cada alcoba’
En tal Estado del Mundo la gente tiene dos uniformes –idénticos para todos, por supuesto–: la ropa de trabajo y el uniforme de paseo. Llaman época civilística a aquella era remota, casi mitológica, en que “era preciso incitar a la gente a trabajar y a esforzarse con la esperanza de acceder a viviendas más amplias, comida exquisita y ropa elegante”: la población ha renunciado a los goces materiales, pero no por ninguna iluminación ascética de desapego, sino porque el deseo individual es una perversión contraria al sagrado común del Estado ante el cual todos los individuos deben ser clónicos.
Todos se vigilan; cualquier palabra o gesto puede ser interpretado como un síntoma de desacuerdo o sedición; el propio cónyuge puede denunciarte si atisba algún indicio de anormalidad. [“Todos los sistemas sueñan con imponer una dictadura en cada alcoba”, dijo alguna vez Félix Grande.] Una suspensión continua, no ya de la confianza, sino de la mera espontaneidad, que impone una mordaza de miedo continua; cuanto más extenuante por el inmenso elefante blanco de la habitación, el escandaloso rey desnudo que todos fingen no ver para sobrevivir, y que algo nos hace recordar, así de lejos, a cierto fenómeno de este mundo de ahora llamado lo políticamente correcto (sólo media un paso de lo políticamente correcto a lo criminalmente punible).
La continua incertidumbre, el no saber lo que el otro de verdad piensa, lleva de manera fatal a mayor celo y paranoia del todos contra todos: el llamado Estado del Mundo como emanación directa del convencimiento de que el hombre es un lobo sin remedio para el hombre, de que la única manera de paliar el miedo a vivir es encastillándose en una sociedad férreamente organizada en torno a la disciplina, el trabajo y la seguridad; todo está previsto, todo gira en torno al bien común, nada es aleatorio: ni siquiera existe el ocio porque dispersa, dispara la imaginación. Y cuando lo tienen, sienten pánico al vacío. Igual que ante el silencio.
Y el Estado, que estaba para amparar del miedo, deviene en el miedo mismo. El siguiente paso es pavorosamente lógico: ¿No es el conmílite –se pregunta Leo Kall– propiedad absoluta del Estado? ¿A quién habrían de pertenecer, pues, pensamientos y sentimientos, sino al Estado también? Hasta ahora no había sido posible controlarlos. Ahora se ha descubierto el medio”.
“Pero estoy vivo”
Es, sobre todo, esa resonancia con la deriva histórica el aspecto de mayor interés de Kallocaína para el lector de hoy. Literariamente correcta (no espectacular; escrita en su mayor parte con la misma grisura burocrática que trata de describir, aunque dignamente rematada), su mayor virtud radica en la penetración psicológica que la autora alcanza de sus personajes –de la condición humana misma, en fin–. Cómo intuyó Karin Boye por dónde podrían ir los tiros (nueve años antes, ojo, de 1984), sin saber que también podría acertar aunque no llegara a perpetuarse el delirio totalitario que motivó su obra [cámbienme Estado del Mundo por Corporación Mundial, o Global Corporation, y verán que se pone la cosa más interesante].
Kallocaína es así una advertencia de cómo puede llegar a destruirse al individuo con el crimen perfecto, la coartada de la comunidad a cambio de la soledad, cuando esa comunidad asfixia cualquier experimentación de vida fuera de la perversión de sus leyes, no consensuadas por la comunidad sino impuestas por la superstición y el miedo. De cómo la mayor astucia del poder no es abolir las emociones, cosa imposible, sino vehicularlas y prostituirlas para sus fines, evitando así el conflicto y haciendo que la propia ciudadanía caiga en la trampa por su propio pie (y pague, además, fervorosamente por caer). De cómo estará el infierno lleno de grandes y beatíficas intenciones de instaurar el Paraíso en la Tierra a cambio de mutilar todo lo que molesta de la condición humana: en vez de asumir la sombra (la debilidad) intrínseca a nuestra naturaleza, tratar de enterrarla para que no moleste –hasta que la bestia crezca y nos reviente el castillo de naipes desde el sótano–. De cómo las mayores monstruosidades no son obra de individuos inhumanos, sino radicalmente humanos, como usted y como yo, sólo que expuestos y madurados en la atmósfera concreta para resultar monstruosos.
Pero también, la novela de Karin Boye trata de ser, a la postre, un testimonio de cómo la vida resiste y prevalece, robusta, incluso en los tiempos más oscuros. De cómo la mentira acaba deshaciéndose, como una máscara purulenta, ante el empuje de la esencia insobornable: de que toda verdadera revolución implica derrocar la dictadura del miedo de uno mismo, hacia adentro, no hacia afuera. Y de que algo existe ahí dentro que nos salva cuando parece que todo está perdido. “Pero estoy vivo”, dice, hacia el final, Rissen; quizás el verdadero protagonista, solapado, de esta historia, “a pesar de todo lo que me han arrebatado; y en estos momentos sé que lo que yo soy va a alguna parte”.