Los medios no han tardado en definirla como la escritora africana del momento y su primera novela, Necesitamos nombres nuevos, ha ocupado las páginas de cultura de periódicos como The New York Times, USA Today, The Guardian o The Independent, una novela que, en poco más de dos meses, se ha situado en el centro de la actualidad literaria anglosajona, quedando finalista del Man Booker y del Guardian First Book. El entusiasmo por NoViolet Bulawayo radica, ante todo, en una impostura: el mercado literario anglosajón, comenzando por agentes y editor y terminando por los medios, ha descubierto a una gran escritora. ¡Qué hubiera sido de Bulawayo sin este descubrimiento! Parecen exclamar todos, pero Bulawayo estaba ahí, no necesitaba que la descubrieran; como mucho, necesitaba, cosa que ha conseguido, una editorial para publicar su primera novela.
Los distintos agentes del mercado literario necesitan periódicamente un fenómeno editorial, un fenómeno que haga posibles estampar en titulares y fajas frases tan rimbombantes como “La mejor novela del año”, “El mejor escritor de su generación” o “La voz literaria más destacada de los últimos años”. Frases, todas ellas, tan exageradas como habitualmente poco certeras, resultado de estrategias de mercado más que de una verdadera apreciación literaria. Y si, por un lado, hay que ser precavido a la hora de consagrar autores con etiquetas tan rimbombantes como “la mejor escritora africana del momento”, sobre todo cuando, hace apenas unos años, se estaba diciendo lo mismo de Chimamanda Ngozi Adichie, por el otro lado, no hay que olvidar que un autor no aparece de la nada, por mucho que el mercado así lo crea por el simple hecho de “descubrirlo”. Es cierto que Necesitamos nombres nuevos es la primera novela de Bulawayo, pero también es cierto que, tras este primer trabajo novelístico, encontramos una nada desdeñable producción narrativa: revistas como Callaloo, The Boston review o The wanwick review han publicado algunos de sus relatos, que, además, han aparecido en antologías publicadas en Zimbawe, su país natal, y en Sudáfrica.
Profesora en Escritura creativa en la Universidad de Cornell, Bulawayo conoce bien las herramientas necesarias para construir una novela, algo que queda más que patente tras la lectura de Necesitamos nombres nuevos, una novela cuyo origen está en su relato Hitting Budapest, con el cual ganó el premio Caine de literatura africana en 2011. En aquel texto, Bulawayo comenzó a trabajar en la idea de escribir un relato que narrara la historia de la “born free generation”, de la generación que nació después de la guerra de Independencia, que concluyó con Mugabe como presidente de la recién nacida República de Zimbabue. “En las mentes de mi madre y de la tía Fostalina hay tres casas: la casa de antes de la independencia, antes de que yo naciera, cuando los negros y los blancos se peleaban por el país; la casa de después de la independencia, cuando los negros ganaron el país y luego la casa cuando todo empezó a venirse abajo”, narra Darling una preadolescente que nace cuando todo parecía posible en el nuevo país independiente y crece viendo como todo se viene abajo: la operación Murambatsvina le arrebata su casa y la confina, a ella y a su madre, en un barrio chabolista de paradójico nombre: Paradise.
Desde la mirada de Darling, Bulawayo retrata la realidad de Zimbabue: no necesita de descripciones ni tampoco de ex cursus históricos, es el día a día de la protagonista el que da forma a la realidad zimbabuense, que se va mostrando paulatinamente a través de la cotidianidad narrada por Darling, convertida en imagen no solo de la propia autora, sino de una generación concreta que, como cuenta la niña, crece con la conciencia de que el futuro, si lo hay, está fuera de Zimbabue: En el juego de los países, cuenta Darling, “todo el mundo quiere ser ciertos países; por ejemplo, todos queremos ser Estados Unidos o Reino Unido o Canadá o Australia o Suiza o Francia o Suecia o Alemania o Rusia o Grecia o lugares así. Éstos son los países de verdad. Si pierdes la pelea, tienes que conformarte con Dubái o Sudáfrica o Botsuana o Tanzania”. Pronto aquel juego se convertirá en realidad para Darling, que viajará hasta Detroit, donde vive su tía, sin embargo, Estados Unidos dista mucho de ser aquel país que ella jugaba a ser.
Lo que se puede contar
Los dos países, Estados Unidos y Zimbabue, se reflejan el uno en el otro, pero desde la distorsión. Los nombres tan paradójicos como definitorios -Darling, Paradise, Godknows…- indican esta distorsión irónica que permite a la autora, sin necesidad de descripciones, evocar la realidad y los hechos desde su negación. En sus conversaciones con su madre, Darling se da cuenta de la falsa imagen que se tiene de América en su país natal; es una imagen utópica, incluso, consoladora: en Estados Unidos se reflejan los anhelos, las esperanzas, los sueños y los deseos más cotidianos. “En aquellas cartas les hablaba de América, de lo que comía, de la ropa que llevaba, de la música que escuchaba, de los famosos y todo eso. Aunque también me callaba algunas cosas, por ejemplo, que el tiempo era un asco porque casi siempre estaba trastornado (…) Tampoco les contaba que la casa en la que vivíamos no se parecía en nada a las que habíamos visto en la tele cuando éramos pequeños, que no era de ladrillos, sino de tablones de madera (…) ni que, cuando llovía, la madera se ponía mohosa y olía mal. No les conté que en las noches de verano a veces se oían tiros en el barrio, ¡bang-bang-bang!, ni que me quedaba en casa porque me daba miedo salir”.
Ante su madre y amigos, Darling quiere preservar la imagen de unos Estados Unidos que, en realidad, no existen. Las postales y las fotos que se envían a casa construyen ese relato tan falso como consolador para quienes no pudieron marchar, para quienes ven en aquellos que consiguieron instalarse en Estados Unidos el sinónimo del éxito: la ausencia de papeles, los trabajos más duros y precarios, la falta de sanidad… todo aquello queda omitido en las conversaciones telefónicas y en las cartas, donde no hay espacio ni fuerza para relatar la realidad. “Vivir fuera de tu país es la historia eterna del duelo por lo que se ha ido, por lo que se ha dejado atrás”, afirmaba en una entrevista NoViolet Bulawayo y su novela es, en gran parte, la historia de un duelo: en Estados Unidos, Darling no solo descubre aquello que ha dejado atrás -la falta de comida, la pobreza, la epidemia del SIDA, la violencia estatal o la desigualdad-, sino también aquello que ha perdido y que, con el paso del tiempo, sabe que difícilmente puede recuperar, pues regresar es imposible para alguien que no tiene papeles. Los padres morirán “sosteniendo aquellas fotografías en las que salíamos junto a la Estatua de la Libertad” y ellos, sus hijos, solo podrán preguntarse: “Ya no tenemos hogar, ¿a quién vamos a ir a ver en esa tierra que dejamos atrás?”. Los hijos tendrán sus propios hijos, pero éstos ya no tendrán sus raíces en el país de sus abuelos, no querrán “oír las historias que nos habían contado nuestras abuelas en torno a las hogueras de la aldea, historias de Buhlalusebenkosi, del conejo que perdió la cola, Tsuro na Gudo”, no querrán “formar parte del horror del que habíamos huido”. A ellos, a los que como Darling consiguieron salir solo les quedará asumir que “todo viaje tiene un precio, y éste es el precio del largo viaje que emprendimos hace tantos años”.
Necesitamos nombres nuevos es la historia de este largo viaje, es el retrato de una generación y de un país, Estados Unidos, que nunca fue ni tampoco quiso ser el lugar de acogida para quienes huían. Noviolet Bulawayo no cuenta nada que no sabíamos, si bien saberlo no basta. Cada día, aquí y en Estados Unidos, llegan muchas Darlings, de las que no sabemos nada. Italia cierra sus fronteras y Trump amenaza con devolver a los inmigrantes que, como Darling, llevan años en un país que no les permite legalizarse, pero les deporta por ilegales. Mientras Darling llora por su país, se pregunta si el viaje ha valido la pena, si el precio a pagar no ha sido demasiado alto. ¿Es Necesitamos nombres nuevos una excepcional novela? No, es una novela que narra con solvencia, sin excesos dramáticos y con puntos de humor aquello que, aunque lo sepamos, no está de más repetir.