Desorientado lector: créeme si te digo que quisiera que estas líneas, como hijas que son de la gratitud y el enamoramiento, fueran también las más originales, las más convincentes y seductoras de cuantas se han escrito a propósito de nuestro hidalgo, su escudero y la persona de Miguel de Cervantes, a quien me hubiera gustado tener por amigo y vecino, con quien tanto he conversado a solas, y casi sin palabras. Pero cómo podría yo, un ingenio del siglo de las heces, persuadirte de que bajo la densa capa de mantillo que dejan tras de sí los centenarios, las conmemoraciones, hay un libro hecho de aliento, imposible de fijar, que espera ser leído por ojos que respiren, por oídos dispuestos a saborear, sin atender a los comentaristas de varia condición, a los periodistas de los ciento cuarenta caracteres, y a los oportunistas de la cultura patria que tanto se dejan ver en los medios, en las redes, estos días. Yo me negué a leerlo cuando aún lo exigían los planes de estudio. Tenía quince años y una profesora de literatura impecable, pero gris. No me hizo falta para aprobar el examen: con cuatro tópicos sobre la invención de la novela realista, sobre la meta-ficción, sobre los usos y costumbres del barroco temprano, y sobre la influencia ulterior de la obra cervantina en otros autores universales fue más que suficiente. Me gustaban los libros, me gustaba escribir, pero aquel, a juzgar por el tono acartonado y sentencioso de sus valedores, por la proliferación de versiones adaptadas para el público infantil, y por el excesivo regocijo que provocaban en algunos veteranos de la guerra civil anécdotas como la de los molinos y los gigantes, parecía, más que un libro, una maldición, una marca. Por eso, cuando no mucho después, una madrugada de agosto, incapaz de dormir por culpa del calor, sin otra pretensión que matar un poco el tiempo, abrí el ejemplar de mi padre y no me despegué de él durante noches de claro en claro y días de turbio en turbio hasta llegar a la última palabra, me quedé estupefacto.
No era sólo literatura, era la vida, la vida humana, la más asombrosa de sus expresiones que había conocido hasta el momento. Creo no exagerar si afirmo que aquellos dos desgraciados maravillosos, y su creador, aquel idealista escéptico «más versado en desdichas que en versos», son los seres humanos que más quiero, junto con mi familia y mis contados amigos. Es verdad que también amo a Aliosha, a Mitia, a Mishkin, y siento una profunda simpatía por Emma Bovary y por Bouvard y Pecuchet, entre otros; pero a Flaubert no podría confesarle algo tan simple, y con Dostoyevski, parafraseando a Auden, no me gustaría estar bajo el mismo techo. Creo que fue precisamente Dostoyevski quien dijo que El Quijote es el libro que cada uno de nosotros debería llevar consigo el día del Juicio Final. ¿Por qué lo diría? ¿Quizá porque una obra semejante valdría, por sí sola, como testimonio; bastaría para absolver a la humanidad entera, y no sólo a los justos, de sus crímenes, de su ceguera; a cada uno de nosotros de nuestra mezquindad, nuestros deseos, nuestra condena a entrar en la muerte con los ojos cerrados? Cosas de Dostoyevski, del siglo XIX, liberal y eurocéntrico. Desde luego, hay que ser muy romántico para creer que El Quijote es el libro más triste del mundo, como pensaba Byron, siendo, como es, una mezcla de humores tan armónica que excluye cualquier polaridad. Pero no hace falta ser un visionario para saber que las obras de arte que no han sido erigidas por esclavos, cuya magnificencia no se sostiene sobre una fosa común, sino sobre una lucidez nacida de la pura comprensión de nuestras limitaciones, nuestras flaquezas, nos redimen, signifique esto lo que signifique. En mi caso, en el de aquel muchacho aún adolescente que oyó aquel libro dentro, como escuchaba de niño la voz de su abuela contándole historias, la redención se quedó en un solitario brindis que desde entonces repito cada cierto tiempo, con la misma emoción, con la misma sorpresa, y el orgullo añadido de pertenecer al mismo idioma, la misma especie: por Sancho, tan Lazarillo como Salomón; por Miguel de Cervantes, su ironía perfecta, cuando la ironía era un recurso y no una musa, como ahora; por Don Quijote, que en su lecho de muerte recordó que no era Don Quijote, ni un tal Quijada o Quesada, sino Alonso Quijano, sólo Alonso Quijano, El Bueno.
Por Abraham Gragera