“Te necesito, sí, mi cuento de hadas. Porque tú eres la única persona con la que puedo hablar, ya sea del matiz de una nube, del tintineo de un pensamiento o de que hoy, cuando fui a trabajar, miré a la cara a un girasol alto, y él me sonrió con todas sus semillas”, le escribe Nabokov a Véra el 26 de julio de 1923. Se habían conocido apenas unos meses antes, el 8 de mayo, en Berlín, en el baile de disfraces de los emigrados rusos, al que el escritor había acudido, algo desganado, pero, quizás, con el deseo de encontrarse, aunque fuera por última vez, con Svetlana, con quien había roto su relación. Allí, en aquel baile, cuenta Monika Zgustova en su libro Un revólver para salir de noche (Galaxia Gutenberg), Nabokov conoció a Véra Slónim, la mujer con la que compartiría su vida. Tras ese primer encuentro, tardarían en volverse a ver, pero, a pesar de ello y a pesar de que Svetlana todavía ocupaba parte de los pensamientos de Nabokov, el escritor no esperaría el reencuentro para escribirle una carta, la primera de muchas. Y es que, como le confesaba en aquella misiva, algo le decía al por entonces jovencísimo Nabokov que Véra era la única mujer capaz de comprenderlo: “No lo voy a ocultar”, así comenzaba la carta, “estoy tan desacostumbrado a que, en fin, me comprendan; tan desacostumbrado, digo, que en los primerísimos minutos de nuestro encuentro pensé: esto es una broma, un engaño, una mascarada…”
Ya en aquella primera carta, Nabokov le confesaba cuánto la necesitaba –“Te necesito, sí, mi cuento de hadas”-, algo que reafirmaría a lo largo de los años. Y es que Véra fue clave en la vida y en la obra del escritor ruso, pues no solo fue su compañera, sino que fue su mejor lectora y su mejor crítica, la más inteligente impulsora de su carrera, quien hablaba con los editores y gestionaba los derechos, quien le aconsejaba tras cada primera lectura. “Mi mujer es mi primer lector y el mejor de ellos. Sin ella, nunca habría sido el que soy”, reconocería un Nabokov ya mayor, consciente de que gran parte de su éxito se lo debía a ella, a Véra, quien no solo salvó de la quema el manuscrito de Lolita, sino que le animó a continuar escribiendo a pesar de sus reticencias. No fue una novela fácil de escribir, señala Zgustova, Nabokov nunca había “podido entender la necesidad de escribir cosas inventadas, cosas que no han sucedido de una manera u otra en la realidad”. Tras el personaje de Lolita se escondía Sally Horner, víctima de Frank LaSalle, un pedófilo que, haciéndose pasar por agente del FBI, huyó con la niña. La huida duró casi un año, a lo largo del cual Sally fue violada en repetidas ocasiones, hasta que LaSalle fue finalmente detenido. Sin embargo, como cuenta la ensayista, tras la historia de Lolita también está la propia experiencia de Nabokov, que había sido “víctima infantil de su depravado tío”, del que recordaba “las caricias y toqueteos cada vez más atrevidos”.
Véra no solo jugó un papel clave en la famosa novela de su marido, sino también en la redacción de los cursos de literatura que Nabokov publicó a raíz de sus seminarios universitarios en Estados Unidos y, lo más importante, fue Véra quien le convenció de que, una vez llegados a Norteamérica, debía cambiar de lengua literaria, abandonar el ruso y comenzar a escribir en inglés, algo que, como cuenta Zgustova, también le recomendaría más de un amigo: “Véra le estaba siempre encima y cada vez que él tomaba notas en ruso, profería estricta e implacablemente: In English, please. Véra lo intuía, su sexto sentido se lo decía, y al final se lo confirmaron también sus amigos, escritores y críticos literarios Edmund Wilson y Mary McCarthy, y ellos sabían de qué hablaban. Todos estaban de acuerdo en una cosa: si en América no se convertía en un escritor americano, no iba a significar nunca nada.”
Desde el Hotel Palace de Montreux, donde el matrimonio se retiró y donde el escritor fallecería en 1981, Zgustova trata de reconstruir la figura de Véra, mucho más que la mujer de Nabokov, y lo hace a través de la mirada de él: el escritor, en plena redacción de la que será su última novela, El original de Laura, repasa los años compartidos con su mujer, unos años en los que él no siempre fue el compañero ni el marido que Véra merecía. La debilidad de Nabokov por las mujeres era más que conocida por Véra, una señora de armas tomar que no dudó en dictarle la carta con la que debía romper con ese amor fugaz llamado Irina Kokóshkina que a punto estuvo de romper el matrimonio, que ya acumulaba a sus espaldas catorce años de vida compartida y un hijo en común. “Con Véra llevaba ya catorce años: catorce maravillosos, soleados, sin sombras”, escribe Zgustova, “a Irina la conocía desde hacía apenas seis meses de los que él llevaba cuatro fuera de París. Irina había sido su sorpresa de primavera, pero ¿acaso podía abandonar la felicidad conyugal por una relación de dos meses?” Durante los meses de amor con Irina, Nabokov no dejó nunca de enviar cariñosas cartas a Véra, que estaba en Berlín con su hijo, cartas con las que pretendía esconder su relación con esa joven poco erudita y que escribía versos mediocres. Nada que ver con Véra, mujer culta y políglota. El escritor nunca abandonó la felicidad conyugal, aunque la entorpeció más de una vez. “Ella no ignoraba lo que se rumoreaba sobre el profesor Nabokov y su alumna, la hermosa y morena Katherine Peebles: que en las oscuras tardes de invierno se cogían de la mano mientras paseaban por el campus, que deambulaban por el parque y las calles, tomaban una taza de chocolate caliente en los cafés que les quedaban de camino, que el profesor en varias ocasiones había envuelto a la muchacha en su largo abrigo guateado, que en las calles oscuras se besaban.” Véra se mantuvo siempre “recta como una vela con la cabeza erguida con orgullo” y, siempre vigilante, no dudó en acudir a las clases de su marido y sentarse en la primera fila. Él tenía que saber que ella estaba ahí, que ella conocía sus amoríos y ser consciente de su absoluta dependencia de ella. Sí, Nabokov dependía de Véra y ella lo sabía.
Definir a Véra simplemente como una mujer celosa es no comprender la complejidad de esta mujer que en su bolso siempre llevaba una Browning, evidentemente cargada. De ahí el título del libro de Zgustova, quien nos presenta a una mujer de carácter, siempre atenta ante todo lo que pudiera sucederle a su marido. Asumió las carencias de Nabokov, a quien reprochaba no haberla comprendido nunca, como asumió que el recuerdo de Irina acompañó a su marido hasta el final: “Intuía que Vladimir había plasmado en Lolita el dolor que sintió ante la pérdida de su amor parisino”, así como que se había inspirado “en la situación que había vivido con Irina y ella al escribir la novela La verdadera vida de Sebastian Knight, en la que describió el infierno de un triángulo amoroso.” Lejos de lo que algunos podrían afirmar, Véra no fue una mujer subyugada a su marido ni cegada por la admiración que sentía hacia él. Sabía que si Nabokov se había convertido en un escritor reconocido era, en parte, gracias a ella. Se sentía partícipe de sus logros literarios y lo era, de ahí que siguió ocupándose de la obra de Nabokov tras su muerte, pues nadie conocía tan profundamente la obra del escritor ruso como ella. Había sido su mejor lectora y lo siguió siendo hasta el final. Véra fue una gran y compleja mujer al lado de un escritor: él fue autor de grandes novelas, ella fue quien creó al escritor.